Perdimos nuestro sol

“Cuando Cem Anahuac fue destruido, vino el acabamiento, quebraron e hicieron añicos a los príncipes y macehualtin; entonces escondimos los libros teñidos, enterramos Dioses y cantares. La antigua palabra, el aliento que está atado, lo que se guarda, lo que está en la petaca de esteras dejó de oírse. Nuestros sacerdotes fueron muertos y sus templos convertidos en cerritos de piedras; ellos mismos se quitaron la vida cuando sus fuerzas no les alcanzaron para impedir que los teules ultrajaran a los Dioses y a los mexicah; luego, los que sobrevivieron se ocultaron, ya no comieron, ya no hablaron, se descarnaron, se secaron, sus huesos se quedaron en las cuevas y en la gran laguna, se sacrificaron para que los Señores del Gran Cielo los perdonan y les concedieron su permiso para llegar al Tlalocan. Quedaron humillados, ya no fueron dignos, la tristeza ya no los dejó, los espíritus malignos se burlaron de ellos, se carcajeaban de sus sufrimientos, hacían mitote con su dolor, se los llevaron a los montes, los desaparecieron en la noche, en la luna trasconejada, los arrastraron a la región de la podredumbre, provocaron su perdición. Los naguales convertidos en animales se los comieron… mucho sufrieron… el macehual no se dio cuenta, no las pudo ayudar. Los ancianos sabios se llevaron el conocimiento, ya no supimos leer el Tonalpohualli, saber del destino, adivinar el tiempo. Las fiestas se olvidaron. Nos persiguieron hasta que nuestro rostro y corazón se perdió, quedamos borrados, como manta vieja y remendada así estamos, ya no se halló la gente en paz, ya no volvió a ser nuestro el día, perdimos nuestro sol, nos quedamos en la región oscura. Fuimos espina y brote, somos ahora flor marchita, solo vivimos para levantar la ciudad de los nuevos Tlatoanis. Nos fuimos como en un gran sueño, nuestra alma voló, se extinguió en el firmamento. Ya no sacrificamos, ya no cantamos, ya no ofrendamos corazones y sangre. Los Dioses nos castigaron y nos cerraron la puerta de los cielos y los tzitzimine, los demonios, nos llevaron al inframundo.

Todo esto pasó en el año Cé Acatl. Desde entonces estamos así, acabados como en plaga”.

Así hablaron nuestros abuelos.

Florencio López Ojeda
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 110

En el museo chino

“Y por aquí —dijo con pulcritud en guía chino— hay algo más interesante. Puede formularse como problema. Miren. En dos caras del biombo figuran el cadáver y la geisha que sirvió su último té. Ningún desconocimiento, ningún desvarío, excusan ese acto pavoroso. Pero cualquiera pudo gotear cianuro en la taza de porcelana. Hay muchos intereses en juego; tenemos la viuda reciente, se sabe de otro hombre o galán, dicen que el finado padecía cáncer, etcétera. Si observan las colaterales sedas pintadas, verán enroscados dragones, que equilibrados entre sí dan múltiples líneas de fuerza y que tienen algo de malditos, de hipócritas. ¿Cómo aclarar este enigma? ¿Podrá escoger Sin-Kuang, cuya misión es llevar culpables a la impaciente Terraza del Espejo de los Malos, donde quien pecó afronte su reflejo y sufra? ¿Cuál es la máscara del crimen resumiendo, resumiendo acá todo el problema?” Hubo un silencio nervioso entre quienes formábamos el grupo turista. De pronto —no pude evitarlo, tan veloz fue— Yenia, nuestra hija de cinco años, corrió al panel más grande, deslumbrada por el bordado carmesí que adornaba el kimono azul de la geisha. Tocó, su diminuto índice, facciones delineadas sobre un rostro triste, cubierto en polvos de arroz, sin hablar. El guía chino pudo habernos recordado que lo expuesto era intocable. No lo hizo, prefirió sonreír agradecido, fue hacia la tela, puso nuestra niña a un lado. Aferró por el cuello a la mujer, volteó dedicándonos una ceremoniosa reverencia y poco a poco se perdió, sin soltar su presa, tras el haz de bambúes inclementes metido entre las nieblas sin fin.

Ariel Muniz
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 101

Usted o yo

Perdone, es usted sordo o pendejo. Las dos cosas, para servir a usted. Entonces hágame el favor de no leer mi periódico porque le está robando sentido a las palabras. Si no le parece cámbiese de lugar. Si me quito de aquí, no llego nunca. Yo también voy para allá, no se preocupe. Entonces, vuélvase, me incomoda platicar con desconocidos. Yo no empecé la plática pero si quiere le cuento lo que voy a hacer esta noche. ¿Algo especial? Si no me da su cigarro no le digo nada. Ahora pretende beberse todo el humo que me queda ¿pues qué se cree? Se cree, figúrese nomás, que las jaulas de madera empobrecen a la gente, que los enanos hacen el amor parados, que las rubias se pintan el pelo para no dejar de serlo. Mi mujer es rubia. Lo noté desde que se subió al camión esas cosas no se pueden disimular. ¿Sabe una cosa? Bastantes, con decirle que soy catedrático en la universidad de los sueños. Me refiero a que si sabe que su plática es totalmente insulsa; es más, voy a callarme para no dar pie a su conversación. Estupendo, a mí me fascina la gente que no habla. ¿Por? Bueno porque seguramente se la pasa escribiendo, o ¿ha conocido personas que guarden sus ideas bajo el colchón? ¡Qué estupidez! Si acaso se las comen. He ahí lo interesante del asunto. Bueno, en cierta forma, tiene usted razón. No se luzca con las formas mi estimado, le puedo citar por lo menos siete casos en los que se demuestra cómo y por qué las formas desbaratan los espíritus. ¡Ah vamos! de modo que el señor es espiritista, por ahí hubiéramos empezado. Le repito, apiadándome de su memoria, que yo no empecé, y por otro lado me parece absurdo que no traiga agujetas en los tenis. Es que fue un regalo ¿sabe? Y ahí sí ni modo. ¿Le gustan los regalos? Por supuesto, dígame ¿a quién no le gustan? Para saberlo tendría que hacer una encuesta y ya le he dicho que no soy sociólogo. ¿A qué horas me lo dijo? No uso reloj, así que le ruego me permita continuar con mi lectura. Pero oiga. Oigo. Este es mi periódico. Entonces, ¿por qué viaja en camión? Porque no traigo agujetas. ¿Pues no que fue un regalo? cómo inventa la gente. Afortunadamente en la esquina me bajo, es usted insoportable. Nos bajamos dirá usted, ¿o acaso se ha visto que alguien se vaya y deje su cara reflejada en la ventana?

Silvia Castillejos
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 103

Una de estas noches

Hurgas con el dedo índice en una de las cuevas de tu nariz: minero incansable, te vales de una uña. Abres la boca, deformas la cara, tus ojos miran hacia arriba y hacia abajo para que puedas calcular mejor. Sabes que está ahí; el minero escarba, uña y carne trabajan sin descanso. Detectas el objetivo, tiemblas como un explorador ante un criadero de piedras preciosas. Entre uña y piel atrapas un filamento. Jalas con meticulosidad de diamantista. Evitas que la elasticidad de tu hallazgo se retraiga y esperas con paciencia mineral, a que endurezca el principio del tesoro. El filamento seco empieza a ser madeja. Vuelves a introducir el dedo índice, una paletada de uña encuentra las raíces; te socava la emoción. Extirpas un hilo húmedo que va adquiriendo grosor, consistencia: es gris, es tibio, te ayudas con ambas manos; estiras, alargas, pareces un mago apareciendo sedas. La extracción es suculenta, el mismo culo te lo agradece. Gimes, el placer no se detiene, tus ojos se desorbitan, chillas espasmos, pujas con el rostro enrojecido: aquello tan medular, tan blando, lo sientes venir de muy adentro. El sudor encuentra las comisuras de tus labios, te retuerces para liberar una potente descarga de lascivia que te chicotea las arterias, te las explota en una interminable eyaculación de imágenes lúbricas: uno contra otro, los chorros chocan, se mezclan, se espesan, escurren… caes. Emites débiles balbuceos, te desvaneces, te vas asentando-convirtiendo en un murmullo aletargado. Tu rostro se pone pálido, cerúleo, transparente. Tu mirada queda en blanco tras un pestañeo arrítmico, desciendes, te hundes. Los labios se te van tiñendo de azul, y embarras lo último de tu cerebro entre las sábanas.

Federico Traeger M.
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 97

El último libro de la sibila

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Podría volver a contar lo que Fray Benito Jerónimo Feijóo nos dijo acerca de los nueve libros de la Sibila de Cumas en un texto escrito hacía 1712 con el título de “Magia y leyenda”, que luego modificó cuando redactaba sus “Cartas eruditas”. Pero pensándolo bien, conviene transcribirlo como prueba irrefragable, aligerando levemente su estilo, el más directo y descriptivo del siglo XVIII. He aquí la constancia:

La historia romana cuenta que habiendo llegado a Roma la Sibila de Cumas, en tiempos de Tarquino el Soberbio, aquella le presentó nueve libros, y pidió por ellos trescientos escudos. El príncipe se burló por parecerle excesivo el precio, y la Sibila quemó tres, y por los seis restantes pidió la misma cantidad; despreciando Tarquino nuevamente tan extravagante demanda, quemó otros tres, insistiendo en que por los tres que quedaban le diese la misma suma, y amenazando con arrojarlos al fuego como los demás en caso de ofrecerle menor precio. En fin: concibiendo el príncipe, en tan extraña resolución, algún alto misterio, dio los trescientos escudos por los tres libros que, como cosa sagrada, colocó bajo la custodia de dos patricios en el Capitolio[1], y estos libros eran consultados por los romanos cuando la República se veía ante algún peligro; hasta que incendiándose el Capitolio en tiempos de Sila, ochenta y tres años antes del nacimiento de Cristo, tuvieron los tres libros la misma desgracia que los otros seis.

Lo que no nos dice Fray Benito Jerónimo Feijóo, es que, en realidad, uno de los tres libros que habían quedado, se salvó del incendio. Era el último (y lo refiere Ajiajarilbj en el siglo XVII). Abierto por Sila, el libro sólo contenía estas líneas:

La escritura fue inventada para que los hombres perdieran la memoria.

Juan Jacobo Bajarlía
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 89


[1] Estos dos patricios o sacerdotes, los duumviri sacris faciendis (que Feijóo no nos cuenta por olvido o por no creerlo necesario) fueron aumentados a diez, los decemviri, en el año 367 a. J. C. Posteriormente, a quince, los quindecemviri, por decreto de Sila.

Los selenitas

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Los selenitas nacen de varones. No conocen la existencia de mujeres. Los descendientes no se conciben en el vientre sino la pantorrilla que va ampliándose hasta el nacimiento del nuevo ser. El embarazo termina con una incisión en esta pantorrilla, y el niño nace muerto. Pero se le infunde la vida poniéndolo con la boca abierta contra el viento. Conjeturo que a este modo de parir los griegos han llamado gastroknemia. Hay además una raza de hombres denominados dentrites[1] que nacen de la manera siguiente: se les corta el testículo derecho que luego se planta. De este sembrado surge un árbol de carne, semejante a un falo, con ramas y hojas, cuyos frutos son verdaderas bellotas de un codo de largo. La zona sexual es postiza y de marfil para todos los ricos. De madera para los pobres.

Cuando los selenitas envejecen, no mueren. Se disuelven como el humo y se reabsorben en el aire. Se alimentan del olor de las ranas asadas, y beben aire prensado en una copa, que se convierte en un líquido semejante al rocío. Los selenitas no tienen orificios corporales. No expelen ni orina, ni excrementos. Los adolescentes, a falta de estos orificios, se entregan a sus amantes utilizando el tobillo por debajo de la pantorrilla, lugar en que presentan una hendidura peculiar.

La hermosura reside en la calvicie. Odian a los seres pilosos. La barba les crece por debajo de las rodillas. Sus pies sólo tienen un dedo enorme y gordo, sin uña. Sobre las nalgas les crece una cola en forma de col que no se desintegra cuando caen de culo. Los ricos visten trajes de cristal que se pliegan fácilmente. Los demás, tejidos de cobre.

Tienen ojos postizos que sacan y ponen a voluntad cuando tienen necesidad de ver. Si los llegan a perder, piden prestados los ojos del vecino. Pero los ricos tienen muchos de reserva. Sus orejas son de hojas de plátano. Sin embargo, los hombres que han nacido bellotas, las tienen de madera.

Luciano de Samosata
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 85


[1] Denutrites, arborescentes. Hombres en forma de árboles.

La primera muerte del abuelo

La primera vez que se murió Amal Tosco fue en 1801 y lo lloró toda la familia. Por ese entonces no había correos, y la noticia la llevaron a caballo. Pero a pesar de ello, vinieron parientes de Viñales, Bejucal y La Habana. De Cárdenas, de Cumanayagua y de Santiago, de Camagüey, Florencia y Santa Clara.

Las últimas en llegar fueron las tías de México y Santo Domingo, porque el tiempo estaba de ciclón, y los caballos se las vieron negras para llegar a Cuba. A las tías de México hubo que cambiarles la ropa, que la traían toda mojada de agua de mar y llena de ostiones y calamares del golfo de Campeche, y ponerles vestidos blancos y limpios; y a las tías de Santo Domingo hubo que peinarlas muchas veces, porque todas tenían el pelo largo y se les había enredado mucho cruzando el Paso de los Vientos.

Se juntaron tantos familiares en la casa, que para darles comida tuvieron que matar tres vacas y preparar el chocolate en tanques.

Cuando el jarro de chocolate había pasado ciento cuatro veces, frente a la caja del difunto, todavía Amal Tosco estaba más muerto que el más muerto.

Cuando repartieron el queso con dulce de guayaba, todo el mundo lo lloraba sin consuelo y sin esperanza ninguna. Pero cuando empezaron a colar el café criollo, el aroma subió hasta el guano del caballete, dio cuatro vueltas en el techo, atravesó el comedor, el primer cuarto, el segundo, la saleta y llegó a la sala.

Entonces se posó sobre la caja y le entró al abuelo por la nariz, muy profundo, hasta un rinconcito de la memoria, donde se guardan los vicios de los viejos. Entonces, el abuelo levantó la cabeza como un resorte y gritó: —¡Rosa María…, caféeee!

Eric González Conde
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 71

Marca «La ferrolesa»

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Acaso divertida, acaso tenebrosa es la historia de aquel antifranquista español transterrado en México hacía muchos años que al enterarse de la muerte del odiado Caudillo generalísimo Francisco Franco corrió a su casa a celebrar el feliz suceso con la botella de vino y la lata de sardinas auténticamente españolas que había comprado con el fruto de sus ahorros precisamente para tan magna ocasión y que después de descorchar la botella y empezar a abrir la lata fue descubriendo con espanto que en ella se encontraba en perfecto estado de conservación gracias al aceite de oliva la diminuta momia de un viejecito en uniforme militar de gala y con la bandera tradicional española cruzada al pecho y un rostro que no por conocido era menos detestado.

José de la Colina
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 59

El gato

El gato entró por la ventana de la cocina con una decisión normalmente ajena a los felinos, como siempre hubiera vivido en mi casa.

Acaricié su cabeza y comenzó a ronronear y a enroscarse en mis piernas con movimientos sensuales, untuosos.

—¡Qué bonito gatito! Ven, chiquito, sí bonito. ¡Ay, qué bonito gatito! Ven, chiquito, si bonito. ¡Ay, qué bonito gatito! ¿Quieres lechita, minino?

—¿No tendrás algo un poco más fuerte? —dijo abruptamente ¿Cerveza, tal vez?

Destapé una coronita, la última en el refrigerador. Serví la mitad en un plato hondo y reservé el resto para mí. El gato me miró resentido, con unas esmeraldas que intimidaban de tan ojos, y no tuve más remedio que cederle mi parte.

Bebió a velocidad de tabernero, sólo deteniéndose a eructar de vez en cuando. Nadie le había enseñado modales.

—¿Has leído El Prin… ¡jip! —volvió a intentarlo: —¿Has leído “El principito”?

—Sí, ¿por qué?

—¿Recuerdas el cap-¡jip!-tulo del zorro? Bueno, pues yo te la voy a poner más fácil: ya estoy amaestrado.

Soltó una carcajada que le robaba el aire y no paró de reír hasta quedarse dormido, todavía con sonrisas intermitentes.

—¡Chst! ¡Chst! —me despertó al día siguiente—. ¿Dónde guardas los alka-seltzers?

El gato tenía las esmeraldas cuarteadas.

—En este armario… Detesto que me despierten.

—No seas mamón, por favor —era la primera vez que pedía algo educadamente.

Jamás había tenido una mascota y no deseaba comenzar con un gato perdido en el alcoholismo. Y tan majadero. Y tan conchudo. Volví a dormirme pensando en cómo deshacerme de él.

Me despertó una segunda vez, con música. “Esto es el colmo. Ahorita lo largo”, pensé mientras bajaba la escalera, preocupado por mi disco de Rachmaninoff.

Pero era el gato, sentado al piano, con los ojos entrecerrados. Las notas lo calaban hasta el alma. Cuando me vio, dijo:

—La “Rapsodia” me recuerda a una minina, el alcohol me ayuda a olvidarla —y una lágrima cayó en el Do sostenido.

Me senté junto a él, a llorarle a las ausentes.

Roberto Max
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 57

Jumping Jopling

A Scott Joplin (músico afroamericano 1868-1917)
A Margaret Avery (actriz-cantante afroamericana)

Es de noche, Margaret es de noche, negra agua, con la luna de sus dientes reflejada. Su cuerpo líquido; Mississippi quieto en algún momento.

Esta actriz de Color Púrpura te canta; igual que Joplin te toca, sólo a ti, en audición, no privada, sino íntima. Para que yo, blanca común, pueda acercarme a él, me he vestido de ella. Estamos en el Maple Leaf Club en Sedalia, Damos vueltas de carro pareja por las paredes y el techo, unas veces en una sola pareja, otras, somos parte de cuadrillas, mientras suena “La Favorita”.

El saloom-cum-casino de madera de miel, es nuestro cielo, las nubes son humo de cigarro y polvo que sale del piso. Tío Remus reencarna a San Pedro. Ritmo de copas y risotadas componen la música entre una pieza y otra; la letra: mil leyendas en la piel de cada quien. Cubre las paredes el tapiz aterciopelado de las siluetas oscuras. Las manzanas de los hombres se pierden en las caderas femeninas. Mujeres de todas las edades, a las negras les fue donado bailar siempre.

Me tiene tan sujeta a su pecho, que no sé cómo puede tocar el piano al mismo tiempo. Estoy sorprendida de la blancura redonda de sus ojos la cual no imaginé. Había imaginado su boca, su bocota cubriéndome, a pesar de ser setenta y siete años más joven que él. Soy incapaz de seguir la más simple coreografía, pero seré la pareja eterna de sus valses y rags. Compases jugueteros que me vuelven Colombina, estrella de cine, muñeca de trapo de sus burdeles. Música sureña que mece mi cuerpo en la risa, hasta dormirme a su lado, para luego despertarme con un sincopado perfecto.

Cristina Manterola
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 5

El hueco

La habían enterrado el año anterior. Todavía recordaba los puños vendados que convirtieron en muñones las manos huesudas y deformadas. Se había consumido lentamente concentrando el odio y agudizando el estilete con que punzaba en los sitios más dolorosos. Los últimos momentos la atormentaron como si sus vísceras se hubieran convertido en carbones encendidos. Se retorcía. Entre los gritos vomitaba súplicas de perdón y amenazas de fuegos eternos.

La última vez que la vio fue en un cuarto desolado que un rayo de sol convertía en visión sobrenatural. La vieja se debatía con la muerte, resistiéndose a pasar el umbral. Moría porque la carne se consumía, pero la voluntad de hierro alojada en el cuerpo inútil la había mantenido hasta mucho después de haber sonado la hora. Y el espíritu luchaba por conservar el hueco en que debía habitar.

Cuando más tarde las cenizas salieron del incinerador, ella sintió un alivio profundo que le ayudaba a respirar con libertad. Se sentía una inmensa criba por la que circulaban sentimientos y pensamientos mezclados, pero por encima de todo, sentía un grande, inmenso alivio. Se dio cuenta de lo mucho que había esperado. No, no hubiera bastado la muerte. Había que hacer desaparecer hasta el último vestigio, por eso fue necesario convertirla en polvo.

Ahora, cuando entra en casa, siente su presencia anclada en el sillón vacío. A veces le habla, para descubrir en seguida que no está.

Una sospecha la viene inquietando desde hace tiempo. Es el recuerdo de aquel último instante en que la vieja se incorporó arrojando sus estertores. En ese momento no quiso admitirlo, pero ahora cada vez está más cierta. Mira sus manos que poco a poco se van enjutando, su cara se marca con huellas que no son propias; algunas veces se descubre absorta, sentada en un sillón desvencijado. Ahí recuerda el grito rebelde, la resistencia invencible, la vida debatiéndose en busca de otro cuerpo. Entonces sabe por qué no la extraña.

Ana Rosa
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 54

El sobreviviente

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Acababa de pasar la Segunda Guerra Mundial y a una popular taberna de Londres llegó un excombatiente, cojeante y aún uniformado, que se sentó junto al ventanal y pidió una cerveza. Se la sirvieron y el hombre estuvo allí cerca de dos horas, mirando la calle sin llevar un solo momento el vaso a sus labios. Intrigado, el tabernero se acercó a decirle:
—Buenas tardes, soldado. Usted no es de aquí ¿verdad?

—No —dijo el otro—. Soy escocés. Casi todos los chicos de mi batallón eran de aquí, de este mismo barrio.

—¿Los está usted esperando?

—No, murieron todos. Pobres muchachos, qué buenos amigos eran.

—Perdone que me meta en lo que no me importa. Pero he observado que lleva mucho tiempo sin tocar la cerveza… ¿Hay algo que no marcha?
—Todo marcha. Le aseguro que me siento a gusto. Mire usted, los chicos de que le habló me contaron muchas veces que para ellos no habría mayor felicidad, una vez terminada la guerra, que venir a esta taberna y pasar la tarde sentados ante un vaso de dorada y espumosa cerveza, sólo mirando a la calle. Y es lo que he venido a hacer, antes de volver a casa.

—Pero… ¿Por qué no se toma usted la cerveza? Yo me siento muy honrado en convidársela… y otras más, si quiere.

—…Oh, ¿sabe usted? Esto destruiría el buen rato que estoy pasando.
A mí nunca me ha gustado la cerveza.

Anónimo. Narrado hace muchos años en español en la BBC de Londres.
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 51

La cigarra en el hormiguero

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Gartenaere (Africa Fabeln) recogió en el país de la tribu lukolela, en Africa Central, el siguiente “Tratadito sobre la poesía”:
“Cierta vez las hormigas encontraron (o creyeron encontrar) el cadáver de la cigarra.

—Vaya —exclamaron sarcásticamente—, al fin se ha muerto esta holgazana, este parásito de la sociedad, que con su canto no nos dejaba trabajar tranquilas y daba un pésimo ejemplo a nuestros hijos. Llevémosla hasta el hormiguero para que todas las hormigas vean a dónde conduce una vida de puro jolgorio. Luego nos la comeremos.

Cargaron con el cadáver y no sin sortear muchos peligros y vencer numerosos obstáculos lograron instalarlo dentro del hormiguero. Toda la comunidad de las hormigas acudió a contemplar a aquel gigante caído. Lo contemplaban en silencio, con odio y codicia. Y ya iban a devorarlo, cuando la cigarra, que no estaba muerta sino desvanecida, volvió en sí. Como no sabía dónde se hallaba, como la obscuridad del hormiguero no le permitía enterarse (lo único que sentía era un feo olor y mucho frío) hizo la sola cosa que sabía hacer: se puso a cantar. Fue una catástrofe. Los tabiques empezaron a desmoronarse, los techos caían como si fuesen de papel, las galerías se inundaron y al fin todo el hormiguero se abrió al igual que una fruta podrida y mató a las hormigas que, aturdidas por el ruido, no atinaron a escapar.

La cigarra vio allá arriba un poco de luz, un poco de cielo, se calmó, se calló, agitó las alas y echó a volar”.

Marco Denevi
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 49