Un inesperado olor a mariposas. A mariposillas verdes, de las que a mí me gustan. Me vuelvo cuando pasan junto a mí, casi rozándome. No se molestan en mirarme, se van, revoloteando. Todas vestidas de seda, bajo un sol que brilla únicamente para ellas. Coquetean con un aparente descuido que seduce hasta a los faroles apagados. Me entusiasman. Las sigo con la vista alborozada. Quisiera cubrir de flores la sucia banqueta por la que están pasando para que no extrañaran su hogar. Busco en el aparador de una galantería pasada de moda un manojo de flores anónimas y se las ofrezco, una tras otra, con una voz que quiere recordar a don Juan Tenorio. Con muy poca fortuna, por cierto: no las recogen, no las agradecen. Siguen revoloteando. Se van. El dinero en los bolsillos se vuelve brazas ardientes, como en los cuentos de niños. Pienso en la miel que podría comprar con unas cuantas monedas… Desgraciadamente, las necesidades más apremiantes de mi esposa y de mis hijos me han convertido en un platónico.
Perla Aguilar Plata
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 427