Fantasías en blanco y negro

Aquel mismo día fallecieron en Alabama un negro que tenía la piel tan negra como el charol negro, pero el alma blanca, tan blanca como una gota de leche; y un blanco que tenía la piel tan blanca como una gota de leche, pero el alma tan negra como el charol negro.

Sucedió que, para ser juzgados, ambos fueron llamados ante el Supremo Tribunal.

El negro llegó, ante la tachonada puerta del Cielo, humilde, con la cabeza baja, mientras el blanco daba sendos toquidos con el aldabón cuajado de estrellas. Después de un rato, salió a abrir San Pedro y recibiéndolos los hizo pasar ante el Señor.

El blanco, engallado, se creía merecedor del cielo, pues en la tierra había sido infinitamente rico y daba las sobras de su mesa a los pobres peones de su enorme hacienda.

El Señor, luego de hojear el libro dela Vidade blanco, frunciendo el entrecejo lo envió de cuernos a los meritísimos infiernos. El negrito, mirando eso, dio la media vuelta y ya se alejaba cuando el Señor lo atajó diciéndole:

—“Y tú, ¿adonde vas?…”

—“pues cuando menos al Purgatorio… Si al blanco siendo rico, habiendo hecho caridades y principalmente siendo tan blanco, usted lo envió al infierno, ¿yo que me espero?

El señor sonrió tras de su luenga barba, y empujando la puerta del Paraíso sólo dijo:

—“¡Pasa, hijo mío!”

Elizabeth Uzeta
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 211

Duelo

Cuando un hombre inocente moría en la cruz, Jesucristo, y ningún ser humano acompañaba en el dolor a su madre, un ave, que desde las alturas era testigo de ese crimen y cuyo plumaje había sido níveo hasta entonces, se cubrió de perenne luto: el zopilote.

Bertha Aréchiga-Carrillo Ruiz
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 204

Después del concierto

Cuando terminó el concierto, estaba exhausta, pero satisfecha. Había sido otro éxito más. Después del intenso goce, sobrevenía como siempre aquella íntima desazón, aquella intensa amargura, pero como siempre también, acababa por resignarse. De cualquier modo, era imposible que alguien creyera que ese director era sólo un simple instrumento de ella, la genial batuta.

Ernesto Valdés O.
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 198

La petición

Después de muchos años de haberla hecho, su petición fue finalmente aceptada. Hasta entonces supo que previamente habría de permanecer enclaustrado un tiempo más o menos largo.

Súbitamente fue tomando de los pies y arrastrado hacia fuera, donde por unos instantes quedó suspendido en el aire cabeza abajo, envolviéndolo una luz cegadora. Por la espalda, sorpresivamente, recibió un golpe fortísimo que le hizo lanzar un prolongado alarido que remató en sollozos; acababa de nacer.

Jorge R. Dixon Neri
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 196

El botón

Al bajarse del coche algo se bajó con ella y rodó debajo.

—¿Qué es? —preguntó él.

—Un botón…

Sintió un escalofrío, por su mente desfiló la hilera de botones azules del vestido de su secretaria. Reaccionó de inmediato:

—Ha de ser tuyo, vidita…

—Desde luego… ¿De quién más podría ser?

Estiró la mano para poner en marcha el motor.

Ella abrió su bolso y guardó el botón nacarado de una camisa de hombre.

Porfirio López Saldaña
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 192

Autofagia

Todo comenzó aquella tarde cuando la señorita X tuvo un pequeño disgusto con su novio, insensiblemente se llevó el dedo pulgar a la boca, comiéndose esa pequeña parte indolora del reborde de la uña. Posteriormente, ante un problema mayor, se engulló un dedo, una mano, un brazo, etc., hasta que un día, víctima de gran depresión nerviosa y en horripilante orgía de sangre, practicó una autofagia total.

Salvador Salas Ceniceros
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 185

Cuento

No la encontró esta mañana al despertar. ¡Qué inmenso le pareció el lecho, con la mitad vacía! Era la segunda vez que lo abandonaba, ¿por qué? El silencio le pesaba como un fardo y la soledad echaba hacia delante sus hombros; se asomó al cuarto contiguo, y ahí la encontró, blandamente recostada en el sofá. Alzó la cabeza y lo miró con ojos interrogantes; pero su resentimiento era demasiado grande para decirle una palabra, un reproche. El la miró triste y largamente y con el mismo silencio en los labios y en el corazón, fue a preparar el café, su café cotidiano y reconfortante, que bebió lentamente con el alma y el cuerpo encogidos. Nuevamente volvió hacia donde estaba y la contempló: ahora dormía plácidamente, sin la menor inquietud, ni la menor preocupación. ¡Cómo le lastimó su indiferencia! Empezó a sentir un hueco dentro de su ser, que se iba agrandando por momentos, hasta no caberle en el cuerpo. ¿Por qué lo rehuía? ¿Por qué había pasado la noche en la otra estancia, cuando siempre al entregarse al sueño en dulce y apacible refugio, se comunicaban mutuamente su calor, después de un día de fatiga? Pero no; no le hablaría, no le diría nada, se marcharía a su trabajo calladamente; de alguna manera tenía que hacerle sentir su resentimiento; el pecho se le hundía y las imágenes temblaron ante sus ojos deformadas por sus lágrimas. ¡No le hacía falta a ella, no le hacía falta a nadie! Se dirigió hacia la puerta, mas se contuvo: ¿y si no era tan culpable? Tal vez había sido un capricho, un femenino capricho como tantos otros. No ignoraba su nerviosismo. Se tornaba quebradiza y a veces era casi temeraria. ¿Cómo podía saber qué sombra había pasado por su cerebro, obligándola a alejarse; o acaso inconscientemente la había ofendido? ¿Por qué no comprenderla? Se volvió a acariciarla. Entonces ella movió su cola y tímidamente lamió sus manos.

Ana María Espinosa Monteverde
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 181

Náufragos

La misión se consideró un símbolo de las grandes posibilidades existentes en un planeta en paz.

A los cuatro y medio meses, una tempestad inesperada de rayos gama dañó, varios instrumentos de la cápsula. La comunicación con la base se perdió, pero el computador de a bordo informó que la misión podía continuar.

A los seis meses, tal y como estaba planeado, la nave aterrizó en su meta.

Los cinco astronautas fueron detenidos inmediatamente por la policía, y conducidos a la delegación subterránea No. 14 que era la más cercana.

Se les interrogó telepáticamente, ya que su lenguaje era ininteligible:…

—¿De donde vienen?

—De la tierra.

—¿Tierra…?

—El tercer planeta del sistema.

—Bienvenidos, nos preguntábamos si habría supervivientes.

—¿Supervivientes?

—Hace 17 y medio Nirtons, se observaron cientos de explosiones en lados opuestos de su “Tierra”. Ahora, entre nosotros y el segundo planeta, sólo existe otra banda de asteroides.

Dionisio A. García
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 175

La real y la otra

 

—Cuando murió esa amiga…

—¿Cuál amiga?

—…Bueno, es un modo de comenzar el cuento… tuve la sensación de que expiraba por segunda vez.

Fue que una noche, tras años sin noticias suyas, soñé que moría entre horribles tormentos, acosada por un mal extraño.

Naturalmente, el sueño me hizo gracia. Hasta donde sabía, mi amiga era en extremo saludable. Por eso atribuí la visión a unos cangrejos que había comido la tarde anterior. Y hasta pensé escribirle, refiriéndole el suceso. Tal vez el relato la pusiera de buen humor y perdonara mi prolongado silencio y alejamiento. Sin embargo, las ocupaciones me absorbieron y olvidé el asunto hasta cuando, dos semanas después, recibí una esquela participándome su deceso.

Ahora, lo insólito es que ambas muertes —la real y la otra— fueron idénticas, de manera que vivo preguntándome si ella murió para justificar mi sueño o si, por el contrario, éste fue una anticipación de su ausencia.

Pienso que quizás el único medio de obtener una respuesta sería que un amigo (¿por qué no usted?) soñara con mi fin y yo con el suyo. Así averiguaríamos cuánto hubo de azar o de ley inexorable.

Dimas Lidio Pitty
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 174

Por temor al adulterio

 

—Espera amor, no te levantes todavía, ni te vistas. Sabes que me gusta compartir estos momentos, la dulce quietud del después. Es todo, estoy tranquila, no temas que inicie alguna pequeña jugada que nos excite de nuevo. Bueno, sí, hay algo más, es algo penoso que deseo contarte.

Voy a empezar con una disculpa: para cualquiera soy una mujer que lo tiene todo, un esposo bueno y cariñoso, un hijito lindo y sano: un hogar. Pero en todo matrimonio la verdad consta de dos partes, déjame decirte mi verdad: había estado un poco abandonada, sí, las razones no importan ahora; y era primavera, mi cuerpo actuaba como ajeno a mí, palpitaba, exigía… y ahí estaba él, tan malicioso y tan cercano. Has comprendido ¿verdad? Me entregué sí, pero fue algo natural e irremediable, no hubo tiempo de sentir vergüenza ni deseo de ofender a otros. Tal vez yo adoptaba la moral a mis conveniencias pero aquello no fue adulterio, no fue algo que se sostiene en base a rencor e hipocresía, que se establece a fuerza, que se hace costumbre. A eso le tenía miedo. Quizá me lo reproches pero el recuerdo de lo sucedido me estremecía, ese hombre me rondaba, me hacía dudar de mí misma, y me refugié en ti, lo que teníamos guardado tu y yo, lo que surgió después para lograr nuestra perfecta unión se basó en eso, en mi temor, mi cobardía. No, no te sonrías, no me beses, no me comprendas aún, no me perdones aún. Falta decirte algo: ese hombre, del que he estado hablándote, querida mía, es tu marido.

M. V. Busquets
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 168

Eminentemente científico

Un pescador sacó de una laguna un pez raro y misterioso no clasificado aún por la ictiología, de inmensa belleza y que afortunadamente logró conservar vivo.

Primero causó sensación en el pueblo. La noticia pronto corrió, y de diversos lugares llegaron especialistas interesados en adquirir, o al menos estudiar el  raro ejemplar. Finalmente lo adquirió una firma americana para un conocido acuario.

El pez, sin nombre aún, fue sometido a estudios de científicos de diversas disciplinas.

Un zoológico lo definió como Artísticus Aquas.

Un ictiólogo dijo que era un simple C. Ornatissimus muy desarrollado.

Un neuropsiquiatra aseguró que no era sino una idea fantástica extraída de la laguna mental de un genio.

Gustavo Meza
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 156

La condesa

Con el “gracias” del taxero concluye la noche. Y todavía en la acera sin nadie saco la llave de la casa. Pero antes de abrir observo la calle solitaria, las casas dormidas, la creciente claridad y ciertos indicios indicadores de que el día será esplendoroso. Después entro y los zapatos quedan aquí, el saco acá, la camisa más allá, desconecto el teléfono, pongo el despertador, pienso en Olga unos instantes, los ojos se me cierran y pesadamente salgo de las cosas. Sin embargo, antes de perder totalmente la conciencia me digo: “¡Nuestra vida es algo tan estúpido!” Y como una terrible manera de protesta resuelvo n despertar más. Pero súbitamente me percato de que los dueños de diarios ganarían mucho si me durmiera para siempre. Y para frustrarlos renuncio a mi propósito y simplemente cierro los ojos como todo el mundo, convencido de que a la noche despertaré descansado y dispuesto a repetir las mismas tonterías (mis chistes apolillados, en el miserable escenario del viejo cabaret) delante de las mismas caras inexpresivas y ebrias. Pero entonces me asalta el temor de que, contra mi deseo, por fatalidad y coincidencia, no pueda despertar; o si no, el mundo se resquebraja mientras duermo; o bien un malhechor incendia mi casa. Y totalmente aterrorizado por estas posibilidades, salto de la cama, corro a la ventana y grito: “¡No, no!”, queriendo que todo el barrio acuda a tranquilizarme, a decirme que alguien velará mi sueño, que nadie incendiará mi casa. Pero mi voz se pierde en la luz desierta, como si no quedara nadie, como si me hubieran condenado a gritar en vano por toda la eternidad, con la sola compañía de ese zopilote aliextendido que asolea su cuerpo repugnante en lo alto de un edificio.

Dimas Lidio Pitty
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 145

El jurado

“Me los había bebido”, se dijo. Y apuñaló la frase con un suspiro. Abandonó el burdel, desalentado. Andaba ganoso, pero no era “la nueva” la mujer que buscaba. Y las otras se habían ocupado. Estaba buena la condenada. Si no fuera por esos ojos, cómo la hubiera gozado.

La vio acercarse, sinuosa. Y sintió caerle encima, como dos chorros de ajenjo, una mirada llena de promesas y esas cosas. Se estremeció hasta el fondo. Y allá abajo le brincó todito. No dijo nada, puso su tosca mano sobre el hombro de “la nueva”, como agradeciéndole el envite. Y se fue del bule, desalentado. Más que eso. Atolondrado por aquellos ojos de ajenjo, líquidos y calientes.

“Me los habría bebido. Seguro que me los habría bebido”, se repitió, con escalofríos en la voz. El pobre estaba “jurado”.

Eduardo Fernández López
(Martín Galas Jr.)
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 154

Raices

“¿Dónde está tu jardín?”, le preguntaron una vez sus padres cuando era chica. “No sé, por ahí debe estar, o tal vez lo perdí”, les contestó. Ya no recuerda si la regañaron por su descuido y sólo sabe que estuvo triste durante muchas horas o días, quizá meses.

El caso es que creció y fue a la escuela, trabajó muchos años en una oficina, leyó, viajó, quiso y dejó de querer, se admiraba de todo o casi todo, a veces se aburría, llegó a sentirse sola, tenía muchos amigos, soñaba paisajes interiores, manejaba su auto con cuidado. Escribía en sus ratos de ocio, que eran muchos, acerca de todo lo que no le sucedía, por lo tanto escribía sin cesar. Por un tiempo creyó que lo que buscaba era un camino, luego pensó sucesivamente que era a Dios, el Amor, la verdad, un hombre, un hogar, la libertad.

En esas andaba, confusa pero contenta, cuando se casó. Es muy feliz. Ahora busca cosas más concretas: criadas, recetas de cocina, tratamientos de belleza, electricistas, jardineros, tintorerías buenas.

No se había vuelto a acordar de él, ni siquiera cuando había reminiscencias de su infancia o cuando le enseñaba a su marido su álbum de fotos de aquella época. Y una noche que regresaba de comprar el pan, al alzar la vista, vislumbró su jardín perdido en el fondo inmediato de una hermosa noche estrellada. Allí estaba, como un puerto. Al mismo tiempo verde, azuloso, dorado, ocre y sepia, pasado de moda, familiar y querido, dulce dolorosa impalpable realidad hecha visión. En un instante lo aprehendió, lo hizo suyo nuevamente y lo conservó, húmedo y susurrante, en la tibieza de su interior.

Esa noche intentó comunicar su hallazgo a su marido pero al rato de estar conversando con él se le olvidó. Había pequeñeces tan importantes que discutir. Al día siguiente no recordaba qué es lo que tenía que contarle a su marido: un sueño, un presentimiento, una mentira. Dejó de pensar en ello y se puso a hacer cuentas: esa quincena le había sobrado dinero, se sentía contenta, con la piel tensa, como si tuviera el cuerpo lleno de canciones de protesta y pinturas abstractas. A los nueve meses tuvo un hijo.

Ana F. Aguilar
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 147

Termidor

La conspiración para terminar con la ola de violencia ha sido descubierta. Después de un juicio sumarísimo, me espera la guillotina. El populacho enardecido, grita y apedrea la carreta en la que atado de manos soy conducido al cadalso. El rugido que percibo es semejante al de un gran bosque sacudido por la tempestad, como si se hermanaran las furias del cielo y de la tierra. Me vendan los ojos y el verdugo me hace arrodillar. Apenas, entre el batir de los tambores, puedo oír el ruido seco y silbante de la cuchilla que cae sobre mi cuello. Mi cabeza rueda debajo de la cama. Mi esposa enciende la lámpara en la mesita de noche y, sin poder dominarse, grita, grita, presa de terror infinito. Mi sueño ha terminado.

José Rafael Blengio P.
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 141

Invento

Abrí una puerta y me encontré delante de un espejo donde vi a un hombre que abría una puerta y se encontraba delante de un espejo donde había un hombre que abría una puerta y se encontraba delante de un espejo…, en vista de lo cual decidí inventar el Yo.

Manuel Díaz Martínez
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 145

El otro

Me pidió permiso para sentarse a mi mesa y se sentó. Un surco ennegrecido le cruzaba la garganta, no pude evitar el calosfrío.
—¿Le llama la atención mi cicatriz? —preguntó el joven.
—¡Ah, no! —fue mi hipócrita respuesta.
—Es una desgracia que aún me tortura. Al final de la guerra me hicieron prisionero y un oficial me sableó. Me dieron por muerto, me abandonaron.
—¿Al final de qué guerra?
—De la guerra contra España.
—¿Cómo?
—De la guerra contra España.
Llamé al camarero. Le pedí la cuenta, y agregué:
—Mire a ver qué desea tomar el señor.
—¿Qué señor? —masculló el camarero.

Manuel Díaz Martínez
No. 40, Enero-Febrero 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 144