Testamento

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En la Isla de Krios, próxima al rincón negro del Egeo, habita un monstruo tan amargo, que no pudo ser narrado en la mitología.
Ahí pierden el azul las aguas circundantes mientras en olas mortecinas se acercan a las playas, oscilaciones de arena interrumpidas por el capricho de farallones que perdieron su huella convertida hoy en lagunas.
De cuando en cuando alguna ráfaga de viento es tragada a su paso en una bocanada inmensa para no regresar nunca y se confunde, se enreda en los vapores, en el amizcle del monstruo, sopor y niebla que atrae viajeros para asfixiarlos en la hoquedad que los llevó a la aventura, en las estrellas que dejan su testimonio en halos de negrura, en el silencio empolvado de la vorágine del sueño.
El nombre del monstruo es El Bostezo.

Eduardo Monteverde
No. 81, Mayo – Junio 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 72

Eduardo Monteverde

Eduardo Monteverde

Eduardo Monteverde

Eduardo Monteverde nació en la ciudad de México, el 28 de enero de 1948. Estudió la carrera de Medicina en la UNAM, donde ahora es profesor de Historia y Filosofía de la Medicina. Se especializó como patólogo en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, es egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica. Periodista de nota policiaca, documentalista con premios en Parma, Mauriac y La Coruña. Ha escrito De amores, de monstruos, de satinos; Los fantasmas de la mente: ensayo sobre creatividad y locura; Lo peor del horror, compendio de reportajes policiacos (premio Rodolfo Walsh 2005), las novelas El naufragio del Cancerbero; Las neblinas de Almagro (traducida al francés), finalistas de los premios Hammett y Silverio Cañada, en la Semana Negra de Gijón. Su última novela Carroña’s Hotel recibió un premio especial en la Semana Negra de 2010. Es colaborador de El Financiero con la columna de divulgación de la ciencia La morgue de uranio[1].

Desilusión

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El reflector horada el escenario, aparece el ilusionista y ágiles, dos ayudantes colocan al centro la caja de madera mientras un rayo de luz amarillento incide el rostro de la joven bella. El ilusionista hace una caravana impecable y esgrime el serrucho con prestancia. El público aplaude. Silencio. El escenario se ilumina por completo, el ilusionista aserra inexorable, la joven cierra los ojos, aprieta las mandíbulas para aflojar después poco a poco, escurren unas gotas por el filo del serrucho, la sangre sobre el foro. El ilusionista separa con suavidad la caja aserrada y presenta al público los lados del corte, limpia los coágulos con un lienzo blanco, de seda y aparecen dos bloques de vísceras nacaradas con un fondo de pulcritud rojiza arañado, fuente minúscula, por una arteria que lanza chisguetes intermitentes.

Acude un médico, dictamina la muerte y estallan los aplausos mientras el ilusionista, luego de hacer una caravana impecable, desaparece tras bambalinas, y continúan los aplausos y cae el telón.

Eduardo Monteverde
No. 81, Mayo – Junio 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 44