Los latidos de los perros rasgaron la suavidad de la huida y el hombre negro tomó a la mujer negra de la mano y corrieron en medio del cañaduzal. Pronto escucharon el estruendo de los cascos de los caballos y los gritos de sus perseguidores.
—¿Escuchas los latidos de los perros? —dijo la mujer.
—Se están acercando —respondió el hombre.
—¿Qué hacemos?
—No te quedes parada. Vamos.
Y la pareja se deslizó en el túnel de sudor, apartó con sus brazos las cañas oscuras y se precipitó en la noche.
El hacendado, ojos grises de cazador nocturno, se levantó sobre los estribos y gritó:
—Los latidos de los perros se oyen en dirección del mar. Tratan de llegar a la plaza.
Luego hizo un disparo y consiguió una respuesta unánime de escopetazos. La mujer cayó exhausta entre la hojarasca, con sus grandes ojos africanos le dijo a su hombre que la dejara, que mientras a ella la devoraban los perros, él podía llegar hasta el mar. El hombre tomó otra vez la mano de la mujer y reanudaron juntos la carrera.
Las dos sombras trotaron, luego galoparon mientras oían el caminado taimado de los caballos y la siniestra algazara de los perros.
El hombre negro sonrió cuando fue tocado por la espuma y estalló en una vibrante carcajada cuando descubrió la candela de la barca que los esperaba. Corrieron sobre la playa húmeda, dejaron a un lado el dolor y el calambre y con las bocas abiertas, resacas y anhelantes, con los cuellos tensos, se zambulleron en el aire. De pronto el hombre se paró en seco, miró hacia la barca, y con rostro ensombrecido, dijo:
—¿Y esos latidos?
La mujer tomó al hombre de la mano y reanudando la fuga, exclamó:
—¿Son los de mi corazón?
Gustavo Mejía
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 262