La fuga

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Los latidos de los perros rasgaron la suavidad de la huida y el hombre negro tomó a la mujer negra de la mano y corrieron en medio del cañaduzal. Pronto escucharon el estruendo de los cascos de los caballos y los gritos de sus perseguidores.

—¿Escuchas los latidos de los perros? —dijo la mujer.

—Se están acercando —respondió el hombre.

—¿Qué hacemos?

—No te quedes parada. Vamos.

Y la pareja se deslizó en el túnel de sudor, apartó con sus brazos las cañas oscuras y se precipitó en la noche.

El hacendado, ojos grises de cazador nocturno, se levantó sobre los estribos y gritó:

—Los latidos de los perros se oyen en dirección del mar. Tratan de llegar a la plaza.

Luego hizo un disparo y consiguió una respuesta unánime de escopetazos. La mujer cayó exhausta entre la hojarasca, con sus grandes ojos africanos le dijo a su hombre que la dejara, que mientras a ella la devoraban los perros, él podía llegar hasta el mar. El hombre tomó otra vez la mano de la mujer y reanudaron juntos la carrera.

Las dos sombras trotaron, luego galoparon mientras oían el caminado taimado de los caballos y la siniestra algazara de los perros.

El hombre negro sonrió cuando fue tocado por la espuma y estalló en una vibrante carcajada cuando descubrió la candela de la barca que los esperaba. Corrieron sobre la playa húmeda, dejaron a un lado el dolor y el calambre y con las bocas abiertas, resacas y anhelantes, con los cuellos tensos, se zambulleron en el aire. De pronto el hombre se paró en seco, miró hacia la barca, y con rostro ensombrecido, dijo:

—¿Y esos latidos?

La mujer tomó al hombre de la mano y reanudando la fuga, exclamó:

—¿Son los de mi corazón?

Gustavo Mejía
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 262

Autorretrato de cuando me mirabas a los ojos

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Para Ángela

Tú recuerdas, pequeña, lo que en voz baja y en la soledad de tantas noches húmedas, entre los dos llamábamos felices estar vivos. Eran esas las noches jugadas al azar un poco, algunas carreras por la séptima hasta el parque y muchas risas (las tuyas que tenían la invitación al sexo); eran también esos los instantes que llegaban cada noche como una bendición con el segundo justo de correr a sumergirnos en otra noche húmeda e interminable que nos haría pensar de nuevo, estamos vivos.

Tú lo recuerdas ahora a cada rato, y tal vez no sepas que vivir, ahora, es otra cosa —que poco tiene que ver con las cuatro paredes del cuartito aquel. Y cuando me ves andar despacio por la séptima y con los ojos bien abiertos, o cuando me encuentras en el café fingiendo leer la prensa para oír la conversación de los vecinos, y cuando me ves llegar con Marx o Engels bajo el brazo piensas que he cambiado, que parezco un muerto.

Gustavo Mejía
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 141

Retrato de un hombre sentándose a la mesa

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Entonces, señor, después de la oficina y el bus de hora y media y la cerveza en la tienda de la esquina, después de caminar despacio mirando las muchachas, por la calle de su barrio, usted llega a su casa donde tampoco lo esperan ni su mujer ni sus muchachos, y se tira encima de la cama a esperar que le acaben de preparar la sopa, y piensa en la vida cómo se le va pasando casi en silencio, como haciéndose el pendejo, con miedo pánico de darse cuenta.

Y luego, amigo, lo llama su mujer con una voz de como si usted no estuviera por ahí, porque según cuentas ya se le está enfriando el caldo maggi. Y no hay otra sino pararse despacito y caminar arrastrando las pantuflas, sentarse a la mesa sin mirar a la vieja a quien usted ya casi nada tiene que decirle porque ella no sabe hablarle de otra cosa que de deudas y facturas, y apenas aguantarse el alboroto de los cuatro muchachitos que lo enervan. Usted, por un segundo, deja de comer y apoya con fuerza la frente contra las dos manos, suspirando.

Y es aquí, hermanito, cuando usted lo entiende todo claritico y sabe mejor que nadie que esta vida así no es vida para nadie y que sería mejor arreglar toda esa puta mierda antes que se nos acabe el tiempo.

Gustavo Mejía
No. 67, Octubre-Diciembre 1974
Tomo XI – Año XI
Pág. 82

Panorámica del que le dio por ir hasta San Victorino

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El hombre llega hasta las dragas de la doce por los lados de San Victorino, se detiene un instante y por obligación respira el aire con sabor a hígado asado, mira a los lados y con la mano en el bolsillo para que no lo roben, se hecha a andar por entre todo el mundo. Se deja ofrecer las yerbas, los ungüentos, los radios transistores, las pomadas y condones lubricados; en alguna parte se para un momento y se mide una gafitas, mira hacia el otro lado de la calle y allá, al fondo, oscurecidas por el vidrio, las puticas esperan a la puerta del hotel mientras conversan; deja las gafas y se llega al estante de los indios que hablan jerigonza y se ríen de la gente. El hombre siente como vergüenza de andar por ahí mirando nada más y empieza a alejarse lentamente

De repente se encuentra pensando en las cosas que tiene que hacer la gente para comer dos veces diarias.

Gustavo Mejía
No. 67, Octubre-Diciembre 1974
Tomo XI – Año XI
Pág. 53

Gustavo Mejía
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 147

Gustavo Mejía Ricart

Gustavo Mejía Ricart

Gustavo Mejía Ricart

Nació en Santo Domingo el 24 de septiembre de 1893. Escritor, historiador, educador y abogado. Hijo del destacado educador Félix Evaristo Mejía. Se graduó de abogado en el Instituto Profesional (1914) y de Doctor en Derecho Civil y en Derecho Público y Ciencias Políticas en la Universidad de La Habana (1919). Inició su labor como maestro en la Escuela Normal y luego pasó a impartir cátedras en las facultades de Derecho y de Filosofía y Letras de la Universidad de Santo Domingo. Trabajó como abogado en San Pedro de Macorís, en Santo Domingo y en Cuba, donde revalidó, en la Universidad de La Habana, su título de Doctor en Derecho adquirido en República Dominicana. En el área de servicios públicos se desempeñó como Juez de Primera Instancia, Abogado del Estado ante los Tribunales de Tierras, Diputado al Congreso Nacional por Santo Domingo y por las provincias Duarte, Samaná y San Rafael. Presidió el Instituto de Investigaciones Históricas y el Instituto Nacional de Criminología y fue miembro de la Academia Dominicana de la Lengua, de la Sociedad Bolivariana de Santo Domingo y de la Comisión de Estudios Históricos y Filosóficos de la Sociedad Colombiana. Entre las instituciones extranjeras con las que colaboró figuran: la Academia de Ciencias Penales de la Universidad de París y México, el Colegio de Abogados de La Habana y la Academia Nacional de Historia y Geografía de México. Su posición política a favor de los intereses del pueblo, sus constantes cuestionamientos a los regímenes conservadores y su actitud de hombre recto e insobornable le costaron varios apresamientos. Combatió la intervención norteamericana del año 1916 y al régimen de Trujillo, lo que dio lugar a que sufriera persecuciones. Como literato publicó un libro de cuentos, algunas novelas y una antología de poetas dominicanos. Fue prolífico en Política y Derecho, dejando inédita una obra de Historia Dominicana que consta de doce volúmenes. Su producción en el campo de la historia, la política y el derecho es abundante y significativa para la bibliografía nacional. La crítica literaria ha sido muy indiferente a su producción. Murió en Madrid el 10 de junio de 1962.

Una calle de la ciudad de Santo Domingo lleva su nombre[1].

Retrato de uno que camina por la séptima

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Sin pararse a pensar cuántas veces ya lo ha hecho, usted se lanza una vez más por esa séptima sin fondo y permanentemente humedecida por la llovizna que no deja de caer, con la esperanza de encontrar de pronto o en cualquier esquina a alguien que lo reconozca, porque usted está triste o jarto o ambas cosas sin saber por qué ni cómo. Se pregunta, entonces, de dónde viene tanta soledad, qué ha hecho usted para tenerse que mamar una vida como esa. Y así como camina por la séptima, con pasos cortos se recorre los pedazos de su vida que lo empujan de la casa a la oficina y a veces al prostíbulo —que es lo mismo sólo que al revés, así lo siente usted— y luego a esta calle inundada de periódicos desechos en el viento, y se pregunta si no sería más bien que en algún lugar del mecanismo que lo lleva y que lo trae, su trabajo que no es suyo le volvió mierda la vida.

Gustavo Mejía
No. 67, Octubre-Diciembre 1974
Tomo XI – Año XI
Pág. 39