La bomba

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El hombre, junto a la cama, veía a través de las ranuras de las ventanas oscurecidas de “balas” de luz, que descendían lentamente acompañadas por el ruido de oleadas de aviones dando vueltas por encima de la fábrica, a 30 metros de su vivienda. El ruido de los aviones resultaba como un tic tac familiar de reloj. Cuando se aproximara, las bombas caerían, dirigidas como flechas seguras, brillando sus reflejos plateados a las luces de las “balas” numerosas. El hombre se estremeció ante esta idea. “¿Cuál será mi último pensamiento?”, se preguntó. ¡Tenía que marcharse al sótano! Bajar una escalera… eran cuatro segundos, nada más. Entonces se hallaría seguro.

Las bombas no caían aún, pero los aviones iban aproximándose. El hombre no se movió, se sentía pesado, con los músculos endurecidos, prisionero allí, sentado en una silla. Quería escapar, pero seguía sentado. Contempló a su mujer en la cama. Estaba pálida, inmóvil, con los ojos cerrados, asomándose a la base de la nariz pequeñas gotas de sudor. Las últimas palabras del médico habían sido: “No deberá ser transportada. Peligro de muerte”. Añadió: “La vida de su mujer está en sus manos”. Y él ¡la quería, la quería! Pero, pensó oprimido por el miedo: ¡De todos modos no va a vivir!

Fuera continuaba el ruido monótono. Los aviones buscaban su blanco. ¡En tres saltos, abajo, seguro! ¡Cuatro segundos más! Escuchó atentamente y esperó las bombas. Pronto, sería demasiado tarde. Rememoró la fórmula de caída de los cuerpos… Si la velocidad inicial es cero…

Se irguió, agarrándose a la cama, mirando a su mujer, que seguía igual y pensando: “¡Tú eres mi muerte!” Luego: “¡Oh, Dios mío, que no caigan las bombas, o haz que no tenga miedo1” De repente, recibió un fuerte golpe y sus pulmones fueron invadidos por el dolor. Se halló echado en el suelo, a un metro de distancia de la silla, cogiéndose la cabeza con las manos. Oía explosiones, las sirenas, gritos y vio un agujero en la techumbre, por donde penetró la bomba, que no había explotado aún. “¡Ahora ya no hay cuenta de cuatro segundos, estoy encima de una bomba sin explotar!” Se contemplaron, el agujero y él. “¡Qué mojado estoy!”, se dijo. Se levantó sin experimentar dolor ninguno, y se acercó a la cama. “¡Amor mío, siento el miedo hasta en los huesos de los pies! ¡Hay una bomba aquí!” Le puso a la enferma una compresa fría. “¿Por qué me pasará a mí, Dios mío?” El miedo le empujaba las piernas para arriba, produciéndole náuseas. “¡Amor mío, no quiero morir!” Tú no tienes ninguna posibilidad. “¡Yo quiero vivir!” Su mujer lo miraba ahora. “Vete”, le dijo. Y sonreía. Él le acarició una mano; su voz le había recordado el pasado con ella. Respiró profundamente; el miedo se había disipado. Inclinándose, le acarició el cabello. “¡Pronto… estarás mejor… has sonreído…!”

La bomba les dejó aún dos segundos de profunda compañía.

Theo Van Der Wal
Número 129 – 130, Abril-Septiembre 1995
Tomo XXV – Año XXXI
Pág. 100