El reloj

Lo escucho atentamente y me doy cuenta que no es cierto: que los relojes no hacen el famoso tic-tac que enseñan desde chicos; es un ruido anormal, complejo e indescifrable. Varios ruidos y un ritmo monótono a veces.

Pero que esta noche me marca, quizás hasta me acompañe —solo el ruido— quebrando el zumbido —ese tan peculiar— del silencio que todas las noches se siente.

Máxime cuando la cabeza quieta, gira, literalmente, desde la pared a los muebles y ya no sabe que pensar.

Cuando una sola imagen, o un punto, se fija, va y viene, como para volverse loco. Y se prende la luz, esa portátil personal, íntima, no se, como un ojo más que mira fijo y hace ver a los demás, el techo, los objetos, como cosas auténticamente nuestras.

Mientras tanto —el —permanece inmóvil, con su ronquido permanente y una se da cuenta de que está vivo de a ratos. Entonces nada importa, ni las imágenes, ni el ojo de la lámpara, ni el zumbido: sólo el techo, como un enemigo.

Increíblemente cada situación, cada ronroneo, toma forma y vale por sí misma, desprendida de ese eje que a veces creo ser.

Es ahí —¡que difícil establecerlo! —cuando me doy cuenta de muchas cosas, de improviso: del tono exacto de la cortina, de la mancha de la puerta, de todo.

Aún no defino algo, se me escapa y lo atrapo: no te muevas, creo que le grito; pero él sigue —roc toc tic roc tac —indescifrable.

(Ha de estar parado, no se mueve, no ronca, ni lo analizo. Ha de estar muerto, no late. Se ha de haber ido: no vuelve —de pronto, ¡qué pena!— mientras la luz sigue inconmovible, y mi sábana. A veces, y mis lágrimas.)

Pero lo he descubierto —semi desaparecido— de momentos lejanos, otros cerca, que es mentira, que no es tic-tac-tic-tac, como todas las cosas y mi propio tiempo.

Graciela Grottogini Goró
No. 46, Noviembre 1970
Tomo VIII – Año VII
Pág. 61