Adela Fernández

Adela Fernández

“Comencé a escribir contestando cartas de amor a las novias abandonadas que dejaba mi padre, como reprobé toda la primaria aprendí a imitar su letra para firmar las boletas de calificaciones”, asegura Adela Fernández, hija del cineasta Emilio “Indio” Fernández.

“A las abandonadas les escribía plagiando a otros autores. Si leía, “volverán las oscuras golondrinas, en su balcón sus nidos a colgar” yo ponía “el canario que visitó nuestra ventana regresa todas las mañanas” con rimas espantosas que cuando se enteró mi padre se dio una enojada ¡fue terrible¡”. 

Sin embargo comenta ¿cómo no iba a ser escritora si me sentaban en una sillita a ver cómo planeaban las cintas? sin darme cuenta aprendí imagen, ritmo, estructura, junto a Revueltas, Juan Rulfo, Iñigo de Martino.

Llena de vitalidad a sus más de 60 años, feliz de estar en Oaxaca después de muchos contratiempos para llegar, fue invitada por la librería Grañén Porrúa para festejar los 10 años de estar en Oaxaca y hablar de “La literatura, su tristeza y su cauda”. 

Junto a Clarisa Toledo directora de la librería platicó con al público reunido para conocer a la hija del mito del cine mexicano. “Fui la niña de sus ojos, me crió me adoró, pero en cuanto me salieron las tetas me comenzó a odiar”.

“Él cambió cuando me volví mujer, y no lo soporté por eso me fui de la casa, necesitaba respirar, le tenía un miedo terrible. Me preguntan ¿te pegaba? ¡Nunca¡ con su sola mirada me ponía a temblar”.

Hija de tigre, tigrita, se considera cínica, descarada y extrovertida, responde con fluidez y acepta “la literatura es algo que me sucedió, no la busqué,  fui educada para ser pianista, bailarina, pintora, pero no escritora”.

Empecé a escribir cuentos sin mexicanismos, mariachis, rancheros, adorar a Diego Rivera ¡no¡ Conocí a un grupito de surrealistas: Remedios Varo, Leonora Carrington, Brigitte Tichernon, Gustavo Alatriste que crearon la revista “Snob”, me identifique con ellos aunque era solo una niña.

Su ingreso lo ganó durante un juego en el que tenían que escribir con una letra inicial, a Leonora le toco “pericos, picando peras” cuando llegaron a ella dijo “mórbidas, mujeres, mordiendo, muerto” y así se quedo en el grupo.

Al salir de la casa paterna, después de estar sin casa mucho tiempo, Severo Mirón la acogió en el Club de Periodistas. “Me dieron una suite y como todos eran borrachos, pasábamos el tiempo en la cantina “La Ópera”, me regalaban algo de dinero porque ya tenía dos hijos.

Los periodistas me pedían que hiciera sus artículos, sus entrevistas y fui agarrando oficio. De casa de mi papá saque una máquina Remington que pesaba horrores, con la que seguía escribiendo cartas de amor en una pulquería, donde me pagaban con pulque, que vendía ahí mismo “porque me dotaban bien”.  Escribía entre burros, borrachos y molcajetes con salsa.

Ella fue una de los cuatro hijos que tuvo El Indio, con distintas mujeres, su madre Gladys Muñoz, una cubana a la que casi no recuerda por morir muy joven. “Mi vida la han armado con distintos recuerdos, una versión que me encanta es que nací en la Plaza de Toros México. Mi madre me dijo que nací en el hospital de toreros, nada que al grito de “ole”.

Fue breve la estancia de la hija de un ícono de cine que logró desprenderse del mito y convertirse en una escritora reconocida[1].

 

La venganza de Flaubert


Mi padre solía mandarme a la cocina para que viera si él se encontraba allá. Yo iba a buscarlo y regresaba para decirle que no. Insistía preguntando que si lo había buscado bien, y yo, motivada por la duda, volvía al lugar para cerciorarme. Los viajes podían repetirse dos o tres veces hasta que mi padre quedaba convencido. Entonces él soltaba una carcajada.

Hoy en la mañana, cuando desayunábamos en la cocina, me mandó a ver si se encontraba en su recámara. Regresé corriendo y asustada le dije: sí, estás allá y lo que estás haciendo es lamentable y vergonzoso; no debiste mandarme a mirar eso.

Mi padre dejó caer la servilleta sobre el plato y se fue a la recámara a ver qué era eso que estaba haciendo y que a mí me había disgustado tanto.

Adela Fernández
No. 113, Enero-Marzo 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 58