Toda la vida soñó con el poder.
Desde pequeño casi siempre sus conversaciones se referían a lo mismo: ¡algún día seré presidente! Y sus amigos le miraban, perplejos unos; burlones otros, pero a él poco le importaba.
Ya de joven se inició en la carrera militar y en pocos años se sucedieron ascensos y condecoraciones, mas no por su talento, sino porque su afán de grandeza vencía la inercia de su mediocre inteligencia.
Por fin, un buen día le llegó su último ascenso, el más apetecido, el más añorado, ¡ya era general! ¡Ya estaba a un solo paso de su meta suprema!
Durante varios meses planeó el golpe de estado y ahora, para suerte suya, el gobierno se encontraba en crisis.
Avisó de su audaz decisión a sus más cercanos colaboradores y lo planeó todo cuidadosamente. La acción no podía fallar y menos ahora que el general Urquizo, jefe de la guardia palaciega, convino en que le esperaría frente a Palacio con la guarnición rendida y puesta a sus órdenes.
Eran más de las doce de la noche cuando, con ostensible emoción, llegó a la mansión presidencial. Jadeante y sudoroso, preguntó a los reunidos por el general Urquizo.
El jefe del grupo, un capitán de voz grave le informó, cuadrándose:
—¡El general Urquizo no recibe! Está muy ocupado en estos momentos formando el nuevo gabinete.
Eugenio Zamora Martín
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 185