16—Presentación del Taller Literario de José Luis Velarde y homenaje a Edmundo Valadés. En Cd. Victoria. Tamaulipas.

José Luis Velarde. y taller Culiacan, 26NOV

 

Magaly Monserrat Balderas, Ailed Álvarez, Pamela Durán, Pedro Hernández Wilson, Alfonso Porras, Desiderio García, Amador González de la Cruz, Énder Velarde, Toño Chavira y Arturo Castrejón, integrantes del Taller Literario de José Luis Velarde, compartieron el escenario del Salón de Convenciones del Centro Cultural Tamaulipas de Ciudad Victoria el pasado 26 de noviembre. Tras leer lo mejor de su producción rindieron homenaje al maestro Edmundo Valadés. Pedro Hernández Wilson tuvo a su cargo la lectura de La muerte tiene permiso; una obra fundamental de las letras mexicanas

Las imágenes del homenaje y las de notas periodísticas hablan por si solas del éxito e importancia del evento.

José Luis Velarde. Culiacan, 26NOV José Luis Velarde. y cartel Culiacan, 26NOV José Luis Velarde. y Castrejón Culiacan, 26NOV José Luis Velarde. Castrejón y cartel Culiacan, 26NOV José Luis Velarde. nota periodistica Culiacan, 26NOV Nota periodística


José Luis Velarde, preparó este texto como un homenaje al maestro Valadés.

La corrigenda y algunas líneas inspiradas por Edmundo Valadés

Finalizaba 1972 cuando entré a un estanquillo de Monterrey, sin pensar que iba a descubrir El Cuento, revista de imaginación, pues alguien la había dejado entre las publicaciones dedicadas al futbol que yo solía comprar. Me refiero a Gol, de hechura mexicana y El Gráfico procedente de Argentina. Quizá las portadas mostraban a Enrique Borja, Carlos Bianchi y a Rubén Ayala entre tantos otros futbolistas destacados de la época. No sé porqué las ignoré para revisar El Cuento, cuya presentación era diferente a las utilizadas por los editores nacionales, pues se parecía al formato pulp estadounidense. Los textos no eran muy largos; algunos sólo precisaban unas cuantas líneas para contar una historia. La sección de correspondencia señalaba los errores y aciertos de quienes se atrevían a enviar relatos para publicar. Nunca imaginé que Edmundo Valadés era el autor de casi todas las respuestas. Quizá las leí de principio a fin gracias a la gentileza de un empleado más atento al Jajá que por importunar a quienes tomábamos el negocio como sala de lectura. Quizá también leí dos o tres textos hasta que me decidí a comprar El Cuento, a pesar del futbol y el Jajá —una revista de chistes y mujeres en traje de baño— que ahora puedo referir, sin pena, como otra lectura preferida en mi adolescencia.

Compré el número 53 de la publicación de Edmundo Valadés. Hoy recuerdo la portada, porque la vi en el sitio Minificciones de El Cuento, donde Alfonso Pedraza atesora todo lo relacionado con una saga que alimentó la cuentística, sobre todo en Latinoamérica, durante la segunda mitad del Siglo XX.

El Cuento era el espacio didáctico donde Valadés dictaba cátedras sobre un género empeñado en modernizarse con requerimientos estrictos sin perder la originalidad y el interés de los lectores. La redacción recibía textos sin cesar de cualquier parte del mundo. Era el sitio donde convivían maestros de la escritura y aspirantes deseosos de encontrar espacio junto a los consagrados. Ya se hablaba de cuentos mínimos al finalizar la década de los sesenta. Cada propuesta se analizaba y recibía contestación. Valadés reiteraba la necesidad de la corrigenda. Así llamaba a la revisión que depura los textos y revela el arte de los escritores si es que lo tienen. La corrigenda es un trabajo íntimo que nadie debería desdeñar. Era un taller literario por correspondencia en aquellos días en que el servicio postal era incierto e impuntual como de costumbre.

En aquella sección descubrí personajes como la Señora de Nueva York. Dama de incontables apariciones y cartas divertidas, aunque no ofreciera cuento alguno sólo el gusto de platicar con el editor. Otro visitante reiterado era El Cuentista del Tráiler; un chofer que mandaba los cuentos escritos mientras recorría el país en jornadas interminables. Hoy puedo saber que se llamaba Ricardo Cortez Zapata, gracias a Pedraza y Minificciones de El Cuento.

El pasado abril estuve en la Ciudad de México. Asistí a una conferencia de Juan Antonio Ascencio, dedicada a Edmundo Valadés. Ahí nos dijo que el maestro nació en 1915, en Guaymas, Sonora. Fue maestro rural a los dieciocho años en Tamaulipas y en el Estado de México. Un año después emigró a la capital del país donde trabajó como periodista en diarios, revistas e incontables misiones culturales.

Aun resuenan en mis oídos estas palabras de Valadés, rescatadas por Ascencio.

“Éste quien les habla, padece la filtración de las palabras. Al escritor que no se bate todos los días con ellas, el idioma se le achica. Por eso le será difícil expresar cómo le conmueve este acto, que le suscita sinceras reservas sobre si lo merece. Calcula que no ha podido acabalar sus posibilidades creadoras. En el recuento que hace, buscando estar en paz con sus alternativas, le duelen las páginas no escritas, y no lo levanta la parquedad de las que ha pergeñado.”

El Cuento tuvo una primera época donde sólo aparecieron cinco ejemplares. Eso ocurrió en 1939, pero renació en 1964 para alcanzar más de 140 números donde prevalecía el buen gusto tanto en los textos publicados como en el diseño gráfico. La revista enfrentaba los problemas de distribución y respaldo financiero que suelen enfrentar las publicaciones literarias de nuestro país. El Cuento fue semestral o trimestral o irregular en diversos periodos, pero no disminuían las ganas de leerla y uno la buscaba en todos los expendios posibles incluso en las librerías de viejo de la calle Donceles y en las banquetas inmediatas al Zócalo capitalino. Encontrarla era una recompensa multiplicada al adentrarse en las lecturas.

Fue en 1985 cuando Guillermo Lavín me invitó a participar en un taller literario que impartiría Edmundo Valadés, en Ciudad Victoria, mediante el Instituto Tamaulipeco de Bellas Artes. Aún ahora me resulta difícil recrear aquel encuentro con un personaje querido y admirado a la distancia. Atestiguamos sus comentarios con avidez y a partir de esa fecha pude saludarlo en repetidas y afortunadas ocasiones. Un día Guillermo y yo nos topamos con él en un vagón del metro capitalino en una coincidencia milagrosa. Otra vez acompañé a Toño Huerta y a Juan José Amador para llevar a Valadés al aeropuerto victorense, apenas a tiempo, para que abordara el avión de las siete de la mañana tras una velada interminable suscitada en la casa del mismo Guillermo mencionado al iniciar este párrafo.

En 1986 asistí a mi primer encuentro de escritores. Lo organizaba el Museo Pape, de Monclova, Coahuila, para reunir a los aspirantes de la época en un homenaje brindado a Valadés, quien además presentaría un libro: Sólo los sueños y los deseos son inmortales, Palomita. Edmundo Valadés. Hoy quise traer mi libro autografiado para presumir, pero no lo encontré en mis libreros.

Hoy estamos aquí para recordar a un ser humano de trato sencillo y amable. Un personaje que por estas fechas recibirá homenajes en diversas ciudades del país y el extranjero. Nadie los ordenó. Surgen del cariño que supo ganar como pocos escritores lo han hecho. El próximo 30 de noviembre se cumplirán veinte años de su ausencia. Nos empeñamos en recordarlo, porque fue un maestro verdadero en tiempos donde hay más pedagogos que maestros. Hoy mi querido amigo Pedro Hernández Wilson, integrante del taller literario, leerá para nosotros. La muerte tiene permiso. Uno de los cuentos entrañables de Edmundo Valadés.

Gracias por su atención.

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…de José Luis Velarde 2

La corrigenda y algunas líneas inspiradas por Edmundo Valadés 

Por José Luis Velarde

Finalizaba 1972 cuando entré a un estanquillo de Monterrey, sin pensar que iba a descubrir El Cuento, revista de imaginación, pues alguien la había dejado entre las publicaciones dedicadas al futbol que yo solía comprar. Me refiero a Gol, de hechura mexicana y El Gráfico procedente de Argentina. Quizá las portadas mostraban a Enrique Borja, Carlos Bianchi y a Rubén Ayala entre tantos otros futbolistas destacados de la época. No sé porqué las ignoré para revisar El Cuento, cuya presentación era diferente a las utilizadas por los editores nacionales, pues se parecía al formato pulp estadounidense. Los textos no eran muy largos; algunos sólo precisaban unas cuantas líneas para contar una historia. La sección de correspondencia señalaba los errores y aciertos de quienes se atrevían a enviar relatos para publicar.

Nunca imaginé que Edmundo Valadés era el autor de casi todas las respuestas. Quizá las leí de principio a fin gracias a la gentileza de un empleado más atento al JaJá que por importunar a quienes tomábamos el negocio como sala de lectura. Quizá también leí dos o tres textos hasta que me decidí a comprar El Cuento, a pesar del futbol y el JaJá —una revista de chistes y mujeres sicalípticas en traje de baño— que ahora puedo referir, sin pena, como otra lectura preferida en mi adolescencia.

Compré el número 53 de la publicación de Edmundo Valadés. Hoy recuerdo la portada, porque la vi en el sitio Minificciones de El Cuento, donde Alfonso Pedraza atesora todo lo relacionado con una saga que alimentó la cuentística, sobre todo en Latinoamérica, durante la segunda mitad del Siglo XX.

El Cuento era el espacio didáctico donde Valadés dictaba cátedras sobre un género empeñado en modernizarse con requerimientos estrictos sin perder la originalidad y el interés de los lectores. La redacción recibía textos de cualquier parte del mundo. Era el sitio donde convivían maestros de la escritura y aspirantes deseosos de encontrar espacio junto a los consagrados. Ya se hablaba de cuentos mínimos al finalizar la década de los sesenta. Cada propuesta se analizaba y recibía los comentarios pertinentes.

Valadés reiteraba la necesidad de la corrigenda. Así llamaba a la revisión que depura los textos y revela el arte de los escritores si es que lo tienen. La corrigenda es un trabajo íntimo que nadie debería desdeñar. Era un taller literario por correspondencia en aquellos días en que el servicio postal era incierto como de costumbre. En aquella sección descubrí personajes como la Señora de Nueva York. Dama de incontables apariciones y cartas divertidas, aunque no mostrara cuento alguno sólo el gusto de platicar con el editor. Otro visitante reiterado era El Cuentista del Tráiler; un chofer que mandaba los cuentos escritos mientras recorría el país en jornadas interminables.
Hoy puedo saber que se llamaba Ricardo Cortez Zapata, gracias a las Minificciones de El Cuento.

El pasado abril estuve en la Ciudad de México. Asistí a una conferencia de Juan Antonio Ascencio, dedicada a Edmundo Valadés. Ahí nos dijo que nació en 1915, en Guaymas, Sonora. Fue maestro rural a los dieciocho años en Tamaulipas y en el Estado de México. Un año después emigró a la capital del país donde trabajó como periodista en diarios, revistas e incontables misiones culturales. Aun resuenan en mis oídos estas palabras de Valadés, rescatadas por Ascencio.

“Éste quien les habla, padece la filtración de las palabras. Al escritor que no se bate todos los días con ellas, el idioma se le achica. Por eso le será difícil expresar cómo le conmueve este acto, que le suscita sinceras reservas sobre si lo merece. Calcula que no ha podido acabalar sus posibilidades creadoras. En el recuento que hace, buscando estar en paz con sus alternativas, le duelen las páginas no escritas, y no lo levanta la parquedad de las que ha pergeñado.”

El Cuento tuvo una primera época donde sólo aparecieron cinco ejemplares. Eso ocurrió en 1939, pero renació en 1964 para alcanzar más de 140 números donde prevalecía el buen gusto tanto en los textos publicados como en el diseño gráfico. La revista enfrentaba los problemas de distribución y respaldo financiero que suelen enfrentar las publicaciones literarias de nuestro país. El Cuento fue semestral o trimestral o irregular en diversos periodos, pero no disminuían las ganas de leerla y uno la buscaba en todos los expendios posibles incluso en las librerías de viejo de la calle Donceles y en las banquetas inmediatas al Zócalo capitalino. Encontrarla era una recompensa multiplicada al adentrarse en las lecturas.

Fue en 1985 cuando Guillermo Lavin me invitó a participar en un taller literario que impartiría Edmundo Valadés, en Ciudad Victoria, mediante el Instituto Tamaulipeco de Bellas Artes. Aún ahora me resulta difícil recrear aquel encuentro con un personaje querido y admirado a la distancia. Atestiguamos sus comentarios con avidez y a partir de esa fecha pude saludarlo en repetidas y afortunadas ocasiones. Un día Guillermo y yo nos topamos con él en un vagón del metro capitalino en una coincidencia milagrosa. Otra vez acompañé a Toño Huerta y a Juan José Amador para llevar a Valadés al aeropuerto victorense, apenas a tiempo, para que abordara el avión de las siete de la mañana tras una velada interminable suscitada en la casa del mismo Guillermo mencionado al iniciar este párrafo.

En 1986 asistí a mi primer encuentro de escritores. Lo organizaba el Museo Pape, de Monclova, Coahuila, para reunir a los aspirantes de la época en un homenaje brindado a Valadés, quien además presentaría un libro: Sólo los sueños y los deseos son inmortales, Palomita. Edmundo Valadés. Hoy quise traer mi libro autografiado para presumir, pero no lo encontré en mis libreros.

Hoy estamos aquí para recordar a un ser humano de trato sencillo y amable. Un personaje que por estas fechas recibirá homenajes en diversas ciudades del país y el extranjero. Nadie los ordenó. Surgen del cariño que supo ganar como pocos escritores lo han hecho. El próximo 30 de noviembre se cumplirán veinte años de su ausencia. Nos empeñamos en recordarlo, porque fue un maestro verdadero en tiempos donde hay más pedagogos que maestros.
Hoy mi querido amigo Pedro Hernández Wilson, integrante del taller literario, leerá para nosotros. La muerte tiene permiso. Uno de los cuentos entrañables de Edmundo Valadés.
Gracias por su atención.

 José Luis Velarde y ValadésValadés y José Luis Velarde

El compadre Molina

Antes de venir a verte, maté al compadre Molina. No te asustes, dentro de lo que cabe creo que no padeció. Nomás se le fruncieron los labios y luego se fue padelante sin soltar un pujido. Allí mismo, frente al estero de las mojarras, hice un pozo bien hondo y lo enterré amortajado con el suadero de su caballo. ¿Tas oyendo? No me veas con esos ojotes de vaca recién parida, al fin y al cabo el difunto ya descansa en paz y a mí no me queda otra que volver con los carrancistas del general Patiño; si me quedo aquí, capaz que me afusilan. Me vine de Coahuila pensando en el gusto que te iba a dar, pero apenas me acerqué al pueblo, me dieron el chisme. ¡Qué lástima! Más de tres veces el compadre Molina me sacó de apuros; no se rajaba nunca, ni con pesos ni con el máuser y menos si se les ponía enfrente una vieja franjolina como tú. No, no te arrecholes en ese rincón, no te voy a pegar, aunque me gustaría amarrarte a las trancas del chiquero y que tragaras lo mismo que los puercos.

Agarra tus tiliches y lárgate que ya no aguanto las ganas de reír a carcajadas por el último favor de mi amigo. No sé cómo diantres te metiste con él. ¿Recuerdas la llaga que el compadre traía más enconada que el piquete de un pinolillo? ¿Te acuerdas de sus dolores de cabeza y de lo amolado que estaba por las riumas? Ojalá que sí, porque ora te va a pasar lo mismo; él ya no tenía remedio: se hubiera muerto de esa enfermedad que pegan las pirujas.

José Luis Velarde
No. 107-108, Julio – Diciembre 1988
Tomo XVII – Año XXIV
Pág. 254

Edipo

Yocasta no quiere que la bese, pero cuando estamos solos corresponde furiosamente a cada uno de mis besos.

Ella me dice que el tiempo devorará su atractivo, y que voy a olvidarla entre sonrisas jóvenes, mórbidos cuerpos y las profecías de Teresías.

Yo no le temo a las esfinges, no hay acertijos que no pueda resolver, ni oráculos marcando mi camino. Incluso a veces he retado a los dioses; no me escucharon o quizá son ellos los que temen.

Yocasta respeta sus designios, así como desconfía tenazmente del futuro, yo le digo que en esta sucesión de presentes que vivimos, el azar es la única cosa digna de confianza.

Amo de Yocasta sus temores, la sonrisa impredecible, su cuerpo donde habitan los placeres y amo también sus ojos grandes, porque allí me reflejo olvidando junto a ella todas las dimensiones temporales.

Esta vez no habrá muertes, ni ceguera, ni ceguera, ni arrepentimientos posteriores. A fin de cuentas conocemos nuestra historia y hemos analizado exhaustivamente las teorías freudianas.

José Luis Velarde
No. 107-108, Julio – Diciembre 1988
Tomo XVII – Año XXIV
Pág. 226

…de José Luis velarde

… de José Luis Velarde

Conocí al maestro Edmundo Valadés a mediados de la década de los ochenta. Aunque la revista la leía desde muchos años atrás cuando lograba conseguirla en Monterrey. Un día comencé a escribir y tuve la fortuna de asistir a diversos talleres que coordinó con la generosidad que lo caracterizaba. Algunas ocasiones compartimos una botella de whisky y charlas interminables que iban de Proust, a Rulfo, al cuento contemporáneo y a las mujeres hermosas. Siempre lo recuerdo con cariño que no se lleva el tiempo.

Valadés y José Luis VelardeEDMUNDO VALADÉS Y JOSÉ LUIS VELARDE

Caleidoscopio

Camino con cuidado entre la multitud que llena la plaza los meses de julio cuando se celebran las fiestas de la Virgen del Refugio. Llevo un espejito circular sobre mi pie derecho y sigo a la muchacha-de-las-mejores-piernas-del-mundo. Recién la bauticé y los cohetes, que se imponen al barullo, confirman el bautizo en esta noche sofocante que ella hace más calurosa con su minifalda naranja que apenas le cubre las nalgas, mientras saborea con aire distraído un algodón de azúcar, tan rosa como sus mejillas. Unos metros más allá Paco cierra filas armado con un espejo semejante al mío; un espejo de a peso, con el reverso de plata sostenido sobre los tenis canadá. Esto parece sencillo, pero no lo es tanto; además de mantenerlo bien sujeto hay que vigilar que los pantalones acampanados no topen el área de observación, pero ella no toma en cuenta nuestros apuros, no se detiene y va del tiro al blanco, con rifles de aire comprimido, a las argollas, a los puestos de tacos atendidos por maricones de pelo rizado y camisas brillantes, y nunca se detiene, como si un alma gitana se hubiera adueñado de sus pies. Nada parece llamarle la atención, apenas mira de reojo al tibiritabara; juego maldito y mareador de compartimientos circulares, donde se sientan dos personas frente a frente y giran alrededor de sí mismos, a la vez que describen círculos como las sillas de la rueda de la fortuna. Yo lo odio, porque ayer me subí con Leticia y la vomité cuando apenas le acababa de pedir que fuera mi novia, sin saber que iba a ser la novia más instantánea de mi vida y que me iba a desprestigiar en toda la secundaria, pero minifalda ni siquiera lo imagina, es un movimiento perpetuo, no le llaman la atención los merolicos que venden cobijas y manteles y joyas de fantasía, no se soma como yo al interior de la camioneta policiaca que lleva detenidos a varios borrachos, uno de los cuales se desploma frente a mí con la cara ensangrentada por un culatazo bestial. Ella no lo mira, ni escucha las bocinas que tocan a credence clearwater revival toda la noche, no advierte que estoy a punto de tropezar con un gendarme gordinflón que murmura, “no es tan fácil pelarse mi buen”, mientras yo lo driblo haciendo gala de cintura, sin embargo nada es perfecto; se me cae el espejo, tengo que inclinarme a recogerlo y la pierdo de vista. Mientras lo acomodo, me alcanza Paco, comprendemos que es inútil seguirla, que ella no va a detenerse y la dejamos que se vaya, mentándole la madre por veloz. No importa, tenemos suerte, al frente tirando canicas a los hoyos que tienen números y que dan premios de acuerdo a la suma de los puntos que consigas metiendo seis canicas, se inclinan dos mujeres caídas del cielo con cara de putas; sonrío y escojo la más alta, Paco se queda con la morena, flanqueándolas nos movemos con cautela. Una vez en posición ordeno el ataque. Adelanto el pie del espejo y lo coloco entre las piernas de mi dama, aunque son flacas las miro completas. Grito “Rojo”, me responde un “Verde” no menos entusiasta. Ellas voltean sorprendidas y se nos quedan viendo, pero no comprenden, son desmemoriadas, no saben de qué color se visten, luego se iluminan cuando nalgas verdes dice arrastrando las palabras “huercos cabrones”, nosotros soltamos una carcajada, antes de echar a correr entre la gente, antes de volver a nuestras casas. Allí soñaremos con ellas y con crecer rápidamente para poder abordarlas.

José Luis Velarde
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 171

José Luis Velarde

José Luis Velarde

 

José Luis Velarde

(Ciudad Victoria, Tamaulipas, 1956)

 Es un escritor mexicano que ha desarrollado su labor en diversos géneros literarios ganando varios premios. Entre 1985 y 2003 fue codirector de la revista literaria A Quien Corresponda, ganadora de 5 premios por la mejor publicación independiente en México (Premio Nacional Tierra Adentro 92-93 y 93-94 – Premio Nacional Edmundo Valadés 96-97, 98-99 y 99-2000). Además es miembro de la Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía y pertenece al directorio de las revistas tamaulipecas Mar Abierta y Umbrales.

Formó parte del comité organizador de seis ediciones del Festival Letras en el Borde en coordinación con el Ayuntamiento de Nuevo Laredo, Texas A&M Internacional University, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y otras instituciones desde 1998 hasta 2003. En el pasado diversificó su labor a otros campos como la enseñanza o el mundo radiofónico. Fue director de operaciones del Sistema Estatal Radio Tamaulipas y Director de Radio Universidad Autónoma de Tamaulipas.

Velarde asistió al Colegio de Escritores de la Frontera Norte durante 1999. Participó en talleres literarios impartidos por escritores de renombre como Edmundo Valadés o Rafael Ramírez Heredia, entre otros. Asistió a diversos talleres de producción radiofónica impartidos por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes; y a un ciclo sobre cine mexicano con el maestro Tomás Pérez Turrent.

Diversos trabajos de su autoría han sido publicados en revistas, páginas virtuales y antologías mexicanas e internacionales. Entre sus libros se pueden citar: Deambulaciones, La crónica ignorada del hombre, A Contracorriente, la historia del rock 1954-1994, Ento, Nos quedamos sin nosotros y En busca del Nuevo Santander[1].

Ojo por ojo

“…Tu y yo
coincidimos en la noche terrible
meditación temática
deshojada en jardines…”
“Prisma” Manuel Maples Arce

Despierto en un alarido. Tras unos segundos me incorporo a la realidad. En la pesadilla, el vecino disparaba contra un gato lleno de gargantas y afuera se siguen escuchando los maullidos. Sin pensarlo dos veces salgo en su busca, dispuesto a investigar.

El gato está al fondo del jardín, semioculto por las ramas de los claveles. Ante mi aparición, maúlla temeroso. Para que se confíe, imito su maullido. Él contesta muy quedo. Sin dejar de mirarlo, me acerco. Cuando quedamos frente a frente; me impulso con fuerza, lo atrapo del cuello y no sin grandes dificultades, lo mato. Ante su cadáver, gritó una y otra vez en el festejo de mi triunfo.

Me interrumpo un disparo. Al sentirme herido, recuerdo al otro protagonista de mi sueño: quien ahora mismo, desde la azotea de la casa contigua, maldice a los fantasmas que inquietan sus noches y dispara su rifle cargado con balas de plata.
Ni siquiera hay escapatoria. Sé que voy a morir y me estremezco antes de recibir el último balazo.

Despierto en un maullido.

José Luis Velarde
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 149