A Egipto

Atravesó los almácigos hacia el galpón donde guardaba las cosas. Afortunadamente no estaba puesto el candado.

Sintió, como siempre, un cosquilleo en la rodilla al cerrar el portón de una patada. Eso le hizo pensar que debería quitarse las botas para estar más liviano.

Subió la escalera en dos zancadas y, ya arriba, se asomó por la ventana para sentir un poco del vértigo que conocería cuando terminase de armar las alas. Entonces lo vio, en su eterno simulacro, vigilando la siembra levemente encorvado. Con él ahí no podía partir.

Eligió una hoz y bajó. Fue hacia el viejo muñeco de gesto inmóvil, lo destrozó como pudo y volvió al establo. Cuando terminó de pegar las últimas plumas que le faltaban, decidió el exacto punto desde donde lanzarse. La ventana le ofrecía la altura suficiente como para poder planear.

Aseguró las correas debajo de los brazos y en la espalda. Pudo ver el ocaso verdegris mientras tambaleaba en el borde del cobertizo. Aleteó y se fue volando. A Egipto.

Ariadna Ruffo
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 317