El símbolo

Dios ordenó a su Arcángel Gabriel que subiera a la tierra y le llevara a su presencia un símbolo del adelanto del hombre. Gabriel le presentó en una charola de nubes, hermosa y resplandeciente, una botella de Coca-Cola.

Luis René Aubery
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 112

Una migaja

¿Cuánto tiempo llevo así? Esto no puede continuar. Debo rebelarme; debo ganar mi propia voluntad. Ya no quiero pertenecer a un sueño, al sueño de ella. Soy sólo un personaje de su sueño, y por lo tanto, sólo vivo y actúo cuando ella me sueña. Al principio fue divertido, yo nunca había sido soñado por nadie. Y entonces, ¿quién era yo?, ¿qué hacía? No recuerdo, tal vez nada. Eso es, nada; no era yo nada ni nadie. Nací en el momento en que ella empezó a soñarme, y por eso me agradó. A cualquiera le agrada nacer. Pero ya estoy cansado. No quiero depender de ella. Algunas veces disfruto de su sueño; cuando sueña que me quiere y que vamos caminando lentamente, tomados de las manos, sin decirnos nada y mirándonos tiernamente. Qué feliz me siento entonces, pero qué poco dura el encanto. En cuanto ella despierta yo desaparezco, me esfumo, me pierdo en la nada mientras ella, posiblemente vive realmente lo que soñó y sale con un hombre a caminar lentamente, tomados de las manos; pero ese hombre no soy yo, y entonces sufro horriblemente, porque, debo confesarlo: estoy enamorado de ella y me encelo tan sólo de imaginar que durante el día ve a otros hombres, mientras yo estoy perdiendo en la nada, aguardando con toda el alma que llegue la noche y deseando intensamente que vuelva a soñarse enamorada de mí como lo estoy de ella. Qué horribles son los días para mí. Pero quiero terminar con esto. Ni siquiera sé si estoy realmente enamorado de ella o, simplemente si esa es su voluntad en el sueño. ¿Y los celos? Los celos los siento en el día, cuando ella ni siquiera se acuerda de mí. Entonces sí tengo voluntad, quizá sea una migaja, pero es mía. Sí, con esta migaja levantaré mi mundo y haré mi propia vida. Sí, me negaré a ser soñado… Pero es inútil. Así pienso siempre durante el día, pero todo es en vano, porque sé que al acercarse la noche sólo estoy deseando que vuelva a soñarme, y que caminamos lentamente, tomados de las manos, sin decirnos nada y mirándonos tiernamente…

Efraín Astudillo Ávila
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 112

La niña que quería un gorrito

Era una niña que acostumbraba tirarse las orejas, y de tanto y tanto que lo hacía se le volvieron largas.

Una vez en su pueblo sopló un viento heladísimo. La niña sintió frío y le dijo a su papá:

—Papá, vamos al mercado para que me compres un gorrito, tengo mucho frío.

La niña era hija consentida, y pronto la llevó su papá a una tienda de ropa.

Cuando llegaron al mostrador un dependiente les preguntó:

—¿Se les ofrece algo?

—Sí, señor —contestó el papá—, queremos que nos enseñe unos gorritos de lana.

El empleado vio detenidamente a los compradores y alzando los hombros repuso:

—Lo siento mucho, aquí no vendemos gorritos para conejos.

Desde entonces la niña no ha vuelto a estirarse las orejas.

 

Manuel Reyes Ramos
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 112

No es un aerolito

—Haga su informe… No olvide especificar la hora y las coordenadas del lugar en donde lo encontraron.

—Su única procedencia posible es de arriba.

—¿De arriba?

—¿De qué otro lugar?

La noticia cundió por todos los centros de población. De los cuatro puntos cardinales llegaron curiosos, observaban con recelo el objeto encontrado. Los peritos lo rodeaban frunciendo el ceño. Ninguno se aventura a emitir conjetura alguna.

Las autoridades cercaron el objeto con la valla de protección para mantener al público a prudente distancia. Luego discutieron con los técnicos lo que debía hacerse.

Resolvieron practicar una horadación en un costado.

El ruido de los aparatos que cortaban el metal avivó la emoción de los curiosos, aumentando el nerviosismo del cuerpo de seguridad, que en ningún momento dejó de apuntar sus armas hacia el objeto.

Un murmullo se extendió al contemplar el rayo laser.

—¡Apunten hacia el hueco! —ordenó quien dirigía la operación. Instintivamente los mirones retrocedieron tratando de agazaparse cuando los técnicos comenzaron a retirar la parte separada.

Al acabarla de quitar escucharon extraños sonidos en el interior: “Capitán Cousteau a Batiscafo. Capitán Cousteau a Batiscafo. Contesten… contesten… No se preocupen, en este momento se alistan tres submarinos para rescatarlos…”

Jorge I. Tenorio Bahena
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 111

Reconciliación

Había una vez cierta calle, donde al tiempo de la magia y de la angustia, un hombre y una mujer se miraron. Se acercaron. Al contacto se fundieron en un beso. Para más tarde celebrar el sagrado y placentero rito del amor. Y después cada cual siguió su camino, reconciliados de nuevo con ellos mismos, con sus amantes, y con toda la humanidad.

Luis René Aubrey
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 111

El sombrerón

Cuéntase aún por la provincia de Cintalapa, que el sombrerón se aparecía por los caminos, a los viajeros solitarios, bajo algún árbol, a la mitad de un arroyo, y se burlaba de ellos convirtiéndolos primero en cerdos, en chivos y finalmente en mujeres, a quienes violaba, para después disculpándose despedirse, dejando entra las ropas de sus víctimas una gran cantidad de oro fino.

Lauro Jonathan Sol Orea
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 111

La imagen reflejada

La tarde, próxima a extinguirse. Yo estaba sentado en la cima de alto peñasco. A regular distancia, bajo mis pies, un pequeño laguito espejeaba; como si fuera un fotógrafo, acostado boca arriba hacia el infinito, retrataba las nubes de la tarde. Allá poco lejos, en un cerro parduzco, pastaba un ganado de ovejas que, enmarcado en el paisaje, le daba una tonalidad netamente campestre. Algo retirada, vi una silueta de hombre con un libro bajo el brazo y extasiado en la calma del terreno agreste. —¿Quién será?— me dije, ¿este soñador que prefiere venir a admirar la naturaleza, en vez de estar envuelto en el torbellino bullanguero de la ciudad? —¿Quién será?— me seguía preguntando, ¿este solitario con alma mística que quizá ora en el gran templo de la naturaleza o burilando un poeta bucólico, en vez de, en alguna cantina de la ciudad, rodeado con amigos alegres, brindando copas de aguardiente? Y caminé en su dirección. Fui bajando paulatinamente por el terreno donde crecían flores y yerbecillas de la montaña. Hasta mis oídos llegaba el de alguna paloma silvestre. —¿Quién será?— continuaba la interrogación, mientras mis pies hollaban la hierba. Con todo cuidado seguí mi descenso hasta llegar a la orilla del lago… ¡Sólo mi silueta vi, dibujada en las tranquilas aguas!…
El sol iba cayendo lentamente en el ocaso…

Julián Fernández Rendón
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 110

Réquiem

Estoy aguardando el instante. Antes, saborear lo que nunca he tenido. Ahora, sólo, enclaustrado. Acometiendo al final, temeroso de mí mismo.

El lugar lleno de humedad, sin luz, con musgo en las paredes que forma parte de mi estancia abandonada, sola, desamparada, desilusionada.

A cada instante pensativo… un segundo, un minuto, una hora… recordar lo poco que hice. Nada.

El sol allá a lo lejos, no lo he sentido desde hace tiempo. Algunas veces logro robar una línea de luz fugaz, penetra en mi cuarto y la capto gozoso. Después del atardecer, todo rojizo, el sol apagado, entristecido. Su incandescente luz no me abriga, pero él aún seguirá y yo terminaré.

Por las tardes siento la brisa del aire que viene de lejos, el aire que mueve las nubes, el viento que tira las hojas del árbol, el viento que va de allá para acá libre.

Aún me animo a pensar en algo que hice, pero no me atrevo a susurrarlo siquiera. Lejos, triste, solo… Tuvo que ser así. Ahora a esperar, seguir esperando, antes y después que siga viviendo, esperar. ¿Cómo?

Caminaré por un pasillo, como entre nubes. Veré a mis flancos algunas caras, asombradas, temerosas, espantadas. Pero ya no sentiré, la espera habrá terminado.

Saldré a un terreno baldío, frente a un muro. Estaré firme, sonriendo. En ese momento recordaré todo. Llorar, reír, odiar, amar. Pero ahí estaré. Esperando el movimiento de los índices y el sonido final. Caeré, acabaré.

Después las campanas, un catafalco, un túmulo sin nada, sola la tierra. Abandonado, temeroso. Y yo ahí esperando como hasta ahora. ¿A quién?, al amor, al miedo, a Dios.

 

Rafael C. Reséndiz R.
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 110

Chao

EL PRIMER DÍA.— Adán vio que Caín había dado muerte a su hermano Abel, y ello le entristeció, trató entonces de dar consejo a su hijo, pero éste desoyéndolo se fue a beber jugo de uvas agrias.

EL SEGUNDO DÍA.— Caín se levantó “crudo” y vio que mientras tanto sus sobrinos, los hijos del difunto Abel, habían construido una hermosa ciudad, loco de envidia se puso a comer hongos alucinantes para inspirarse, después de lo cual estuvo “puestísimo” e inventó poderosos cañones y bombas de alto poder, armas con las que arrasó la ciudad. Superviviendo sólo una pareja de seres humanos.

Habiendo visto la mala acción de su hijo, Adán lo reconvino nuevamente, pero el patán despreciando sus palabras, se marchó a tomar su bebida preferida, whisky combinado con vodka, fifty-fifty —como lo estilaba.

EL TERCER DÍA.— Caín se levantó con la sensación de que todo daba vueltas a su alrededor, así que tomó unas “pastillas” para ponerse bien, entonces observó que los nietos de Abel habían reconstruido la ciudad y ello le enfureció, se puso su pantalón de seda, su camisa refulgente y sus anillos de diamantes, y mientras escuchaba música discordante, pero muy en onda, “carburó” el sono-destructor, máquina infernal con la que destruyó la reedificada ciudad.

Por tercera vez, Adán ttrató de hacer reflexionar a su hijo, pero el intento sólo produjo la ira de Caín, que había progresado tanto en el disfrute de la vida, y cansado como estaba de las chocherías de su pitecantropus padre, le dijo segundos antes de encender los motores de su astronave:

“¡Viejo estúpido, quédate con tu tierra y con tus muertos, yo me voy a la Luna a gozar de la “laif”, el universo es mío, chao!”

 

Guillermo Augusto García Cuevas
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 112

Chicas

Nueva York tiene rascacielos, contrastes y sorpresas…

Al mirar los libros de aquel aparador se respiraba sensualidad, se recordaba el monte de Venus y la cama cálida.

—“¿Le gustaría pasar un rato con otra chica?”, me dijo un hombrecillo insignificante al acercarse.

—“No… creo que no”, dije titubeando, “este lujo es costoso por aquí”.

—“En realidad no tanto como se piensa…” dijo el hombrecillo, “quince o veinte dólares no es para llamarse prohibitivo”

Sonaba la oferta bastante razonable.

—“Tenemos chicas blancas y de color… poco más baratas; usted comprende”.

—“Quince por una española o una mulata… veinte por las blancas. ¡Todo incluido!”.

—¿Se podrían ver las chicas?”, me aventuré a decir.

—¡Sí y no”, dijo el hombrecillo. “Caminemos en dirección a ellas, yo le iré explicando”. “Las cuatro chicas  son perfectas”…

—“¿ Y en dónde las tiene usted?”,  dije mientras continuamos caminando.

—“En ese hotel que ve usted enfrente”, dijo, “Hotel de primera y dos copas de whisky por el mismo precio”.

—“¡Increíble!, exclamé.

—Sólo tiene que darme el alquiler de la chica, el nombre de pila de usted para telefoneárselo a ella… y yo le doy el número de cuarto en qué está. ¿Cuál es la chica que prefiere?

—“La española”, dije sacando quince dólares de mi billetera.

—“512… no lo olvide, se llama Raquel; toque y diga que se llama…”

—“Luis”, dije al momento.

—“El elevador está a mano izquierda… quinto piso… mientras usted sube yo le telefoneo a la chica… ¡Ah… y buena suerte!”.

—“Quinto piso, por favor” dije excitado al entrar al elevador.

Llamé a la puerta del 512, discretamente… luego con mayor insistencia al no obtener respuesta.

Sólo logré despertar a un turista de edad avanzada que, en medio de un acceso de tos, salió a ver quién llamaba a su puerta.

 

Rafael Góngora Dondé
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 110

La balada del juglar

No sé cómo se me desbalagaron las palabras, de la boca. Ya lo sabía yo desde mucho y sin embargo alguna comezón me soltó las riendas de la lengua… ¡Ah que´l coronel tan atravesao…! Cuando vi que estaba apretando la copa era el momento de´ver jala opa otra parte… ¡Pero qué carajo!, ¡Uno también usa pantalones manque no sián de melitar! ¡Nomás faltaba que un capricho de viejo mula me cortara las ganas de andar cantando lo que se m´iantoje!…

¡Total!, si yo nomás canto purititas verdades… Yo qu´iba saber que le´staban atinando a su ruleta… Yo recogí la trova muy lejos de´ste polvoriento pueblo; y allá donde me lo contaron no era ningún secreto… Y en demás, no es cosa que sólo a uno le haiga pasado, con eso de que cada marido se siente gallón en las corraleras ajenas y siente que en la suya sus gallinas están seguras, naiden sabe con qué zopilote pierde las pisadas… L´único que siento es no´ver traido cuete conmigo, no que m´hizo huarachearle el jarabe y escapar de´stampida… ¡Y eso sí que no es de machos!… ¡Cómo me´biera gustao que los mesmos que me vieron correr, vieran vido los ojotes cuando le barajé de cerca la cuchilla por el pescuezo!… ¡Hasta me quería regalar la pistola! L´único bueno es que yo canto purititas verdades… Y ya tengo otra d´esas de amores…

“Dícen que la linda Juana
l´esposa del coronel…
s´encontraba esta mañana
muy solita en el cuartel…

 

Roberto Oropeza Martínez (G.O.)
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 110

Recuerdos

Discutimos por última vez y todo se acabó. Me fui. El eco de tu última frase me golpeaba las sienes y cuando cerraba los ojos, aparecías, y junto contigo un sabor amargo, humedad en mis ojos y opresión en mi corazón. Los recuerdos me abrumaban y me culpaba por haberte querido sin reservas. Entonces te odié.

Después recordé cierta tarde lluviosa en que, tomados de la mano, corrimos a refugiarnos debajo de un árbol. Me embriagó de nuevo al aroma del bosque húmedo. Sentí otra vez tu abrazo, tu cuerpo temblar, —hacía frío— entre mis brazos. Vi otra vez tu cara húmeda y tu pelo escurriendo. De nuevo sentí tus labios cálidos sobre mi boca. Desde el fondo de mi alma dije otra vez “te quiero”.
Entonces, pensé, valió la pena soportar todo aquel beso.

Fernando Ortiz Lachica
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 109

El cabeza roja

Había llegado nadie sabía de dónde. El caso es que ahí estaba con su cara redonda, su mirada vivaz y la rara especie de portafolios bajo su brazo. Desde el director hasta el conserje incluyendo a los maestros y algunos de los dos centenares de pequeños alumnos que integraban aquel plantel, habían advertido con sorpresa que al niño no lo acompañaba nadie; entregó los documentos y llenó los requisitos necesarios para su inscripción. Y ya. Eso era todo. El director, después de enterarse de los datos relativos al chico se negó a responder a las mil y una preguntas que le fueron formuladas acerca del nuevo discípulo; más tarde se excusó pretextando una jaqueca intensa y se retiró a casa. Nada en verdad hubiera tenido mayor importancia si el misterioso visitante no hubiese poseído como singular y casi aterradora característica ese subyugante color rojo en el cabello. Pronto el mote para el recién llegado brotó de algún compañero: “el cabeza roja”. La maestra, no sin dar muestras notorias de intranquilidad, inició su clase.

El maestro de la clase vecina extrañó el silencio que percibía del grupo contiguo: el del “cabeza roja”. Asomóse por curiosidad y en medio de la expectante respiración de los alumnos y de la maestra que se encontraba también situada en uno de los pupitres, se escuchó la vocecilla del “cabeza roja”, que desde el escritorio proseguía su cátedra: “… cibernética es, pues, el arte de asegurar la eficacia de la acción. Por tanto…”

Profr. E. Moisés Coronado
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 109

Pedagogía

Y cuando Caín volvió la cara, contemplo la huella que había dejado el cuerpo de Eva entre las hojas. Ella, su madre, le enseñó por la mañana lo que era el amor, gestando en su pedagógico afán una humanidad incestuosa y placentera.

Luis René Aubery
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 109

Cerebro electrónico

Los sabios no salían de su asombro frente a aquella máquina computadora. Tres días antes, cuando el encargado de operarla había insertado una tarjeta perforada tratando de obtener el resultado de una ecuación de Física, había leído QUIERO QUESO. Día tras día aquella máquina seguía pidiendo queso y hasta tuvo la osadía de pedirlo en rebanadas delgadas y de la mejor calidad.

Allí estaba el grupo de científicos tratando de aclarar aquel misterio. En eso entró Pasiturno, el gato angora que siempre dormía bajo el escritorio del sabio Stratoviski. Lanzó una mirada al conjunto y fue a restregar la cabeza en los zapatos de su amo. Después se puso a husmear por todos lados hasta llegar a la máquina computadora. La olió de arriba abajo. Se agazapó y estiró una mano tratando de meterla por debajo de la máquina. Tuvo que venir une ejército de obreros para moverla de su sitio. En las maniobras salió un ratón debajo de ella. Y por más que lo corretearon científicos y gato no lograron atraparlo.

Jesús Santana
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 108

Un cuento con un final raro

(Para las niñas que sueñan con lombrices)

 

Esta era una lombriz que estaba loca, tan loca que ya no era loca, era lombriz.

La luna amaba a la lombriz cuando ésta salía, la lombriz odiaba a la luna cuando se metía. El sol escondido de vergüenza tras la luna, pensaba ¿Qué por qué siendo ya mayor de edad la luna no lo dejaba salir de noche?

El sol odiaba a a lombriz cuando salía, la lombriz amaba al sol cuando se metía.

La luna amaba al sol cuando la lombriz salía, el sol amaba a la luna cuando la lombriz se metía.

La lombriz estaba tan confundida que deseaba ser devorada por un ave, el sol deseaba ser ave cuando lo lombriz pensaba esto.

Las lombrices por lo general odian a las aves pero esta lombriz estaba loca, loca, loca.

La luna deseaba ser lombriz cuando el sol salía y era que la luna no estaba loca sino cuerda.

Esto, claro está, no impedía que las ranas amaran a los sapos, y lo que todos deseaban era que el sueño de la niña acabara para soñar ellos con lunas y lombrices y soles, ranas y sapos.

…¿Y el final?…

No lo diré, es muy raro.

 

Sergio Cordero Trujillo
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 10

Biometría hemática

La danza empezó: Las células americanas desintegraron gran parte de las células rusas; entonces los linfocitos negros empezaron el plan de ataque contra los eosinófilos güeros y se produjo una seria infección.

Los metamielocitos de ojos rasgados iniciaron la ofensiva contra los leucocitos germanos que estaban impidiendo el paso de la hemoglobina. Como era natural; el área Sud y Centro americana aprovechó el desconcierto y empezó a subir cautelosamente.

Se llegó a estabilizar la tensión sanguínea y a combatir la infección por medio de cápsulas de napalm y bombas de penicilina.

Como todo fue paz a partir de entonces; se unieron todos los contingentes y mandaron cohetes con radiaciones hacia las otras galaxias y cuerpos celestes.

Las estrellas más lejanas y también las más cercanas, contestaron con lo suyo.

El Cuerpo Macroscópico de Dios: El Universo, sintió dentro de sí todo el dolor de su creación y lloró.

Flor María Novoa Zazueta
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 108

Entrega

Una ola cortejaba a una roca, que la rechazaba digna:

—No puedo amarte. Todos los días recibo los besos de las aves. ¿Por qué preferirte a ti?

—Ámame

—Imposible. Dejaría de admirar cada tarde el hermoso sacrificio del sol que por adorarme se ahoga en el océano.

—Ámame —le decía la ola, regándole collares de espuma y rodeándola con sus brazos azul-verde.

Seducida, la roca dijo “si” y se desprendió, recibiendo un segundo la caricia de la impetuosa ola. Después comenzó a sumergirse, mientras oía que, arriba, en la superficie, la ola corría tras una gaviota, diciéndole:

—Ámame.

La gaviota respondió “no” con gran dignidad.

—Ámame —insistía la ola.

Pero la roca, que había llegado al fondo, no pudo escucharla más.

Carlos E. Field C.
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 108

Nostalgia

Yo era poeta, y escribía cosas muy lindas, con mucho amor; escribía hermosas canciones al corazón; pero vino Bernard y los trasplantó.

Seguí siendo poeta, y a la luna dedicaba mis poemas de amor, más vino Armstrong y la profanó.

Ahora soy poeta pero no tengo amor, pues no poseo luna ni corazón.

José Gilberto Hernández A.
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 108

La última página

Y anocheció, como en el primer día fueron creadas las sombras.

Adán tomó a Eva de la cintura. No fue el tosco cordón de bejuco que sostenía la hoja de parra lo que sintió al contacto de su mano extendida y ligeramente ahuecada, sino una perfumada, sutil tela de seda, bajo la cual palpitaba la vida eterna.

Caminaron unos pasos. El rechazo alucinante de un crepúsculo que naufragaba en la comba terrestre iluminó sus rostros transfigurados por el deseo. Repentinamente se detuvieron atónitos. Ninguna serpiente se balanceaba, amenazante o dulce, en su camino. Pero ante sus ojos, agrandados por la angustia, se elevaba gigantesco, monstruoso, un arrebatador hongo de humo.

Contemplaron abismados cómo el hongo, sombríamente adensado, subía, subía. Y un rumor oceánico, más conturbador que un millón de bombarderos en picada, asordaba el horizonte.

Se esperaba la noche, pero ya no como en el Génesis sino como en el Apocalipsis. Centelleos de otros mundos acuchillaban la espesura cósmica.

Adán y Eva se tomaron de las manos. Bajo sus pies reptaba —aterrado— el animal por cuya causa fueron expulsados del paraíso. Apenas alcanzaron a verse de reojo sus perfiles empalidecidos. Un estruendo formidable los arrebató en su vértice. El vientre de ella estalló como una granada y su faz se disolvió en una negrura espacial.

Y Adán quedó solo, rota la espina dorsal, doloridas las costillas, balanceándose en un espacio ignoto, tenebroso.

 

Edmundo Flores Cuevas
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 108