Se ha recogido la luz, el llano ya no es amarillo. Por poco tiempo los cactus y la tierra seca, con sus grandes piedras encajadas, han vuelto a tener un color más real.
Llego a donde comienza la vegetación y la tierra baja hasta el río. En donde empieza la distancia y todo se ve claramente.
De las montañas cae el viento esparciendo una tenue sombra, y arriba de las siluetas en que se van convirtiendo aparece un azul transparente y puro, muy atrás de la sierra; años, milenios.
Mientras camino escucho el aire mover las ramas de los pinos, después el rumor del río que asciende. La tierra se ha enfriado bajo mis pies, y tropiezo con las piedras. Pienso en las cosas que he ido olvidando de todo esto, tan conocido.
El aire se enrarece, es una música ondulante, se hace viento alejándose hasta la infancia, donde el tiempo parece reencontrar el mismo llano y los árboles; donde hay palabras que no se comprenden y se parte a una ciudad.
Recuerdo aquel gesto con la boca y la frente contrayéndose hacia el centro, que a veces sorprendo en mí, es el gesto antiguo que miré en la cara del padre ya anciano, con el que los hombres de la familia se ponían a pensar las cosas que no entendían. Y de alguna forma sé que no aparecerá más.
De pronto es posible reconocer los primeros rostros, con la impavidez de la luna apareciendo como un destello detenido en sus ojos; adentrándose a la noche en otro tiempo, cuando también conocieron el momento en que se vuelve a saber lo esencial.
Estoy junto al río, el agua suena claramente y brilla cuando choca con las piedras el mismo brillo lunar, inmemorial. El sonido del primer choque del agua en la piedra se prolonga, como un eco a través de todos los años y los siglos, hasta mis oídos, los primeros oídos que lo escuchan esta noche, que se vuelve asombrosa.
Jesús Canales García
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 163