Regreso de la ciudad

Se ha recogido la luz, el llano ya no es amarillo. Por poco tiempo los cactus y la tierra seca, con sus grandes piedras encajadas, han vuelto a tener un color más real.

Llego a donde comienza la vegetación y la tierra baja hasta el río. En donde empieza la distancia y todo se ve claramente.

De las montañas cae el viento esparciendo una tenue sombra, y arriba de las siluetas en que se van convirtiendo aparece un azul transparente y puro, muy atrás de la sierra; años, milenios.

Mientras camino escucho el aire mover las ramas de los pinos, después el rumor del río que asciende. La tierra se ha enfriado bajo mis pies, y tropiezo con las piedras. Pienso en las cosas que he ido olvidando de todo esto, tan conocido.

El aire se enrarece, es una música ondulante, se hace viento alejándose hasta la infancia, donde el tiempo parece reencontrar el mismo llano y los árboles; donde hay palabras que no se comprenden y se parte a una ciudad.

Recuerdo aquel gesto con la boca y la frente contrayéndose hacia el centro, que a veces sorprendo en mí, es el gesto antiguo que miré en la cara del padre ya anciano, con el que los hombres de la familia se ponían a pensar las cosas que no entendían. Y de alguna forma sé que no aparecerá más.

De pronto es posible reconocer los primeros rostros, con la impavidez de la luna apareciendo como un destello detenido en sus ojos; adentrándose a la noche en otro tiempo, cuando también conocieron el momento en que se vuelve a saber lo esencial.

Estoy junto al río, el agua suena claramente y brilla cuando choca con las piedras el mismo brillo lunar, inmemorial. El sonido del primer choque del agua en la piedra se prolonga, como un eco a través de todos los años y los siglos, hasta mis oídos, los primeros oídos que lo escuchan esta noche, que se vuelve asombrosa.

Jesús Canales García
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 163

El extremo del círculo

Las imágenes le hacen ser consciente de que mira con unos ojos que no conoce bien, en el momento en que una ligera nube deja de cubrir el sol.

El viento se mezcla con los árboles a cada lado del camino, y atrás y más allá, donde el bosque comienza a descender; por donde se aleja una voz.

Entonces la muchacha surge, con sus cabellos volando y su bello nombre que vuelve de la cañada; el largo vestido blanco resalta extendiéndose por el aire.

Cree reconocerla, al observarla a poca distancia: su graciosa nariz, la sonrisa; alarga el brazo sin comprender bien: quiere que ella lo vea y trata de gritar.

Entiende que no lo puede ver ni oír, cuando va desapareciendo cerca de la pared rojiza del fondo; siente que la ha perdido en otro tiempo irreconocible.

Y se da cuenta de que en realidad mira por la ventana de un tren repentinamente solitario, que avanza en medio del bosque sin ningún ruido y sin moverse.

Jesús Canales García
No. 76, Marzo-Abril 1977
Tomo XII – Año XII
Pág. 322