Tabú

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El Ángel de la guarda le susurró a Fabián, por detrás del hombro:

—¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies a palabra zangolotino.

—¿Zangolotino? —pregunta Fabián, azorado.

Y muere.

Enrique Anderson Imbert
No. 33, Noviembre – 1968
Tomo V – Año VI
Pág. 56

Necesidad de creer

138-141 top
Cuando el hidalgo de Cervantes preparaba su primera salida, advierte que su armadura carece de celada y remedia la falta haciéndose una de cartón. La prueba descargando sobre ella unas cuchilladas, y la celada se deshace. Entonces la rehace y la da por buena absteniéndose cuidadosamente de someterla a nueva prueba.

E. Anderson Imbert
No. 138 – 141, Enero – Diciembre 1998
Tomo XXX – Año XXXIV
Pág. 146

Unicornio

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Se le vino encima. Tenía dos cuernos. La embestida era de toro, el cuerpo no.

—Te conozco ——dijo riéndose la muchacha—. ¿Crees que voy a cometer la tontería de cogerte por los cuernos? Uno de tus cuernos es postizo. Eres una metáfora.

Entonces el Unicornio, al verse reconocido, se arrodilló ante la muchacha.

Enrique Anderson Imbert
No. 60, Agosto-Septiembre 1973
Tomo X – Año X
Pág. 92

Servicios

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En el Paraíso se recurre intermitentemente a los servicios del Infierno para agudizar el placer de los bienaventurados. De vez en cuando, chirridos, llamaradas malolientes, ramalazos de sombras, desfile de fealdades y penas, todo a guisa de contraste. A su vez, el Paraíso presta algo de su felicidad al Infierno para que los réprobos, también por contraste, no se olviden de que están sufriendo.

Enrique Anderson Imbert
No. 60, Agosto-Septiembre 1973
Tomo X – Año X
Pág. 69

Casi

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Odio este caótico siglo XX en que nos toca vivir —exclamo Raimundo—. Ahora mismo mando todo al diablo y me voy al católico siglo XIII.

—¡Ah, es que no me quieres! —se quejó Jacinta—. ¿Y yo, y yo que hago? ¿Me vas a dejar aquí, sola?

Raimundo reflexionó un momento, y después contestó:

—Sí, es cierto. No puedo dejarte. Bueno, no llores más. ¡Uff! Basta. Me quedo. ¿No te digo que me quedo, sonsa?

Y se quedó.

Enrique Anderson Imbert
No. 57, Febrero-Marzo- 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 544

El juicio final

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Raúl se hizo amigo de su Ángel de la Guarda. Conversaban horas y horas. De historia, de arte, de filosofía. Un día el ángel —que era un alma de cántaro— le reveló el secreto:

—El Juicio Final comenzará a toques de trompeta, pero será lento. Todas las naranjas formarán una naranja ideal. Todas las esmeraldas entrarán en una pura esmeralda. Todos los hombres apretarán en un arquetipo de hombre… Y así con todo. Cuando las innumerables cosas, bien clasificadas, se hayan reducido a piezas únicas, Dios las conservará como un museo.

Enrique Anderson Imbert
No. 57, Febrero-Marzo- 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 544

Diálogo con el perseguidor

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Por los espejos, Ramón entreveía que alguien lo acechaba desde atrás. También, a las espaldas, oía un rumor, sentía una respiración. Si se daba vuelta, nada. Pero empezó a conversar con su perseguidor, a toda hora. Y acabó por andar de lado, como un cangrejo. Así lo conocimos, curvado hacia la derecha, con la cabeza torcida, con la boca murmurando por un costado, derramando azul por un ojo extrañamente agrandado, en diálogo con el demonio invisible que siempre le pisaba los talones.

Enrique Anderson Imbert
No. 57, Febrero-Marzo- 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 544

El barco

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El capitán Walter —cuando se desnudaba se le veía la larga vegación (sic) de venas azules, por debajo de la piel— se metía agujas en el cuerpo. Toda clase de agujas. Fue un trabajo paciente, fino, sutil. Llevó años. Primero las gentes creyeron que Walter era un masoquista, pero no: era un lobo de mar con alma de artista. Cuando terminó se sacó una radiografía y la mostró ufano a todo el mundo: entonces pudieron ver el hermoso barco que con las agujas se había armado dentro de las carnes.

Enrique Anderson Imbert
No. 57, Febrero-Marzo- 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 544

Alas

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Yo ejercía entonces la medicina, en Humahuaca. Una tarde me trajeron un niño descalabrado: se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando, para revisarlo, le quité el poncho, vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:

—¿Por qué no volaste m´hijo, al sentirte caer?

—¿Volar? —me dijo—. ¿Volar, para que la gente se ría de mí?

Enrique Anderson Imbert
No. 57, Febrero-Marzo- 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 543

Los dos fantasmas

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Esa noche de verano, cerrada, fosca, me fui a acostar bajo un ombú. Ya estaba casi dormido cuando una vaca se puso a mugir. Un mugido largo, oxidado, de goznes chirriantes. En el campo —negro, negro, negro— se abría una gran puerta, con ruido de hierros. Y por allí entró él, como un fuego fatuo.

—Ah, perdón —dijo al verme. Yo debía de estar iluminado por su resplandor.

Medio me incorporé, apoyándome en un codo, y con la garganta seca lo interpelé:

—Y usted ¿quién es?

—Perdón. Me he equivocado.

—¿Qué quiere?

—¿Yo? Nada. Adiós. Me he equivocado. Este es el trasmundo ¿no?

—Ah, ¿así lo llaman ustedes?

Y desapareció.

Enrique Anderson Imbert
No. 57, Febrero-Marzo- 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 543

El pacto

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En Amaicha, a fines del siglo XVI, un fraile joven estaba leyendo en su tienda vidas de santos.

—¡Quién pudiera se santo! —exclamó con fervor.

Le fascinaba el misterio de lo que esos santos habían visto con sus ojos bañados de gracia ¡Qué de visiones! ¡Quién pudiera tenerlas!

—Daría cuanto poseo por ser santo —agregó.

Y oyó la voz astuta:

—¿También tu alma?

Primero el fraile se asustó, pero en seguida se repuso y contestó firmemente:

—También mi alma.

Le relució la faz, fue hombre nuevo; y cuando siguió hacia el Tucumán los soldados españoles comentaron sorprendidos la repentina disposición piadosa del fraile.

Pasaron los años.

Fray Bartolomé era puro amor, pura caridad. Y su presencia comunicaba a todos un estremecimiento de miedo y de encanto: era patente que, a su alrededor, se movía algo tremendo, enorme, poderoso.

Siempre había quien, al verlo, murmurara:

—Es un santo.

Y se contaban entonces sus sacrificios y milagros.

Cuando murió en la celda de un convento de Lima (dicen que los pajarillos entonaban en la ventana Gloria in excelsis Deo) el Diablo se llevó su alma.

—Te he permitido que te asomaras por los postigos y espiaras de lejos a Dios —dijo el Diablo por el camino—. Ya es hora de que mires a mí.

 

Enrique Anderson Imbert
No. 57, Febrero-Marzo- 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 543

El don de Jahveh

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En aquellos días cayó Ezequías enfermo, para morir. Y fue a visitarlo Isaías, el profeta.

 

—Ordena tu casa —le dijo Isaías— porque morirás.

 

Entonces volvió Ezequías su rostro a la pared y oró:

 

—¡Oh Jahveh! ¡Acuérdate que siempre hice lo que a tus ojos es grato!

 

Y se quedó solo, llorando.

 

Esa misma noche Jahveh encomendó a Isaías:

 

—Ve y dile a Ezequías que he oído su oración y he visto sus lágrimas. Morirá el día que ya he señalado, pero cuando llegue ese día daré marcha atrás al cielo y a la tierra y a cuanto existe; y los pondré en el punto en que estaban hace quince años. Así, se añadirán quince años a la vida de Ezequías.

 

Y al enterarse tornó a llorar Ezequías:

 

—¿De qué me sirve, oh Jahveh, de que sirve repetir por segunda vez  quince años de mi vida tal como yo la viví, sabiendo cada día lo que me ocurrirá al siguiente? Y si al volver quince años atrás también me borras la memoria de esta existencia que ahora se me acaba  ¿de qué me servirá revivir, si no me doy cuenta? No te pido quince años: ¡dame siquiera quince días, pero que sean nuevos!

 

Jahveh no quiso.

Enrique Anderson Imbert
No. 57, Febrero-Marzo- 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 542

Enrique Anderson Imbert

Enrique-Anderson-Imbert

Enrique Ánderson Imbert

Nació en Córdoba el 12 de febrero de 1910. Con sólo 16 años afloró su vocación literaria. El joven Anderson comenzó a publicar artículos en la revista literaria del diario bonaerense La Nación y llegó a ser director de la página literaria del periódico socialista La Vanguardia. También colaboró en Nosotros y Sur.

Cuando apenas había cumplido 24 años, obtuvo un premio municipal por su novela Vigilia. Tres años después, los ensayos de La flecha en el aire refirmaron la doble vertiente de creación y erudición en su labor intelectual.

Profesor en la Universidad de Tucumán entre 1941 y 1946. Con la llegada al poder en 1946 del general Perón, obtuvo una beca Guggenheim que le permitió estudiar en la Universidad de Columbia y acceder a distintos puestos docentes en EEUU. En 1965, la Universidad de Harvard creó para él la Cátedra de Literatura Hispanoamericana.

Más reconocido en el extranjero que en su país natal, el intelectual argentino Enrique Anderson Imbert cosechó elogios por sus novelas y cuentos, pero también y sobre todo por sus aportaciones a la crítica literaria, actividad en la que se destacó. Tuvo una gran polémica con libro Antiborges, libro que publicó junto a Pedro Orgambide y Raúl Scalabrini, donde denostaba la obra de Borges. En ella pronosticaba un futuro oscuro para la obra del escritor argentino, una profecía que nunca se cumplió.

De su estilo se dijo siempre que brotaba de una imaginación frondosa y a la vez acotada al europeísmo del Río de la Plata. Estructuras montadas sobre bases casi matemáticas y la pluma propia de quien da prioridad al raciocinio.

En 1994 fue candidato al Premio Cervantes, pero fue superado en votos por el escritor peruano Mario Vargas Llosa.

Jubilado desde 1980 de sus clases en EEUU, regresó a su patria en los últimos años y se instaló en Buenos Aires, donde ha falleció el 6 de diciembre del 2000 a la edad de 90 años[1].

 

El ganador

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Bandidos asaltan la ciudad de Mexcatle y ya dueños del botín de guerra emprenden la retirada. El plan es refugiarse al otro lado de la frontera, pero mientras tanto pasan la noche en una casa en ruinas, abandonada en el camino.

A la luz de las velas juegan a los naipes. Cada uno apuesta las prendas que ha saqueado. Partida tras partida, el azar favorece al Bizco, quien va apilando las ganancias debajo de la mesa: monedas, relojes, alhajas, candelabros…

Temprano por la mañana el Bizco mete lo ganado en una bolsa, la carga sobre los hombros y agobiado bajo ese peso sigue a sus compañeros, que marchan cantando hacia la frontera. La atraviesan, llegan sanos y salvos a la encrucijada donde han resuelto separarse y allí matan al Bizco. Lo habían dejado ganar para que les transportase el pesado botín.

Enrique Anderson Imbert
No. 119-120, Julio-Diciembre 1991
Tomo XX – Año XXVIII
Pág. 360