Frente a frente

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Como puta vieja añoras tu juventud y repites anécdotas, pero sabes que nadie cree en ti, ni tú misma. Sigues siendo codiciosa y despiadada: aún representas peligro: todavía son buenos tu puntería y tu caballo y puedes pagarte todo, incluso gigolós. En la cima de tu historia fuiste generosa tras ser bien pagada, y bastante hábil para salvas las apariencias, tanto, que mi padre creía en ti, que eras el camino seguro. Cuando renegaste de tu principio se supo engañado y sin salida, y se volvió silencioso. Cuando yo te escupí la cara, tuvo miedo. Permitió el exabrupto, jamás la acción. Me volví clandestina; algo se había agrietado para siempre. Ya no te llamabas esperanza, ni futuro. Él alcanzó a oler tu descomposición. Estuvo en tu subasta: a cuánto el camión de arena movediza, y hubo otra quebradura. Ahora ya no hacen falta permisos. Sus hijos te miramos de frente. Conocemos tus más recientes zarpazos, penosos esfuerzos para ponerte de pie, avanzar de nuevo. Y sus hijos, los que nunca fueron tuyos, te preguntamos cómo va tu oficio, buscona, y no te perdonamos.

Elena Milán
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 19

El cuerpo de Catarina

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Catarina salió del cuarto de los cuerpos muertos con uno que no era el suyo. Antonia se lo dijo, pero Catarina sólo le creyó después de haberse mirado en el espejo.

—¡Vaya! —dijo Catarina.— No está mal, aunque me gustaría todavía más si tuviera el pelo oscuro.

—Devuélvelo, Catarina —conminó Antonia— no es tuyo. Además está muerto.

—No sé cómo quitármelo. ¡No sé cómo me lo puse! —Catarina se veía ahora ligeramente asustada.

—Bueno, tal vez tenía ganas de volver a vivir y te escogió para regresar.

—Pero ¿y mi cuerpo?

—¿Desapareció?

Las dos se precipitaron al cuarto de los cuerpos muertos. Los cuerpos estaban como siempre, dentro de las cajas alineadas contra la pared, absolutamente quietos.

El de Catarina no se veía en las cajas, ni en otra parte. Salieron.

Catarina volvió a mirarse en el espejo.

—Podría ser peor —dijo— Vámonos. Tengo una cita.

Catarina salió primero. Esperó unos pasos adelante mientras Antonia cerraba la puerta con llave. Cuando Antonia se volvió sólo quedaba un montoncito de cabellos rubios en la acera.

Antonia se encogió de hombros.

—¿Y ahora? —se dijo— ¿Qué les voy a decir a los demás?

 

Elena Milán

No. 59, Junio-Julio 1973

Tomo X – Año IX

Pág. 753

El agente

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Para Héctor Domínguez

No lo comprendo. Hace tres meses que Ramiro Jiménez se levanta a las 7 de la mañana, sale al jardín y hace 10 minutos de gimnasia, se baña, se viste, prepara el desayuno, lo come mientras lee el periódico y sale después de lavarse los dientes. Siempre en ese orden, siempre el mismo desayuno con el mismo periódico.

Saca su automóvil y va a su trabajo. Llega a las 8:30. Ahí sigue su rutina igualmente precisa: 1, contesta la correspondencia; 2, recibe al cajero ambulante del banco; 3, entrevistas con clientes y proveedores; 4, sale a comer siempre al mismo restaurante; 5, llama a su novia; 6, reunión con los empleados; 7, guarda los ingresos del día en la caja fuerte y sale. A las 7 de la tarde pasa por su novia. Cenan juntos, toman una copa o van al cine. A las 10 de la noche en punto la deja en su casa. Regresa a la suya, se acuesta. Lee dos páginas de El Quijote y apaga la luz.

Los domingos Ramiro Jiménez se levanta como todas las mañanas. A las 8:30 recoge a su novia, se van al club, nadan, comen y se asolean. Por la noche cenan juntos y van al teatro. Todos los domingos igual.

No comprendo por qué quieren que lo vigile. A menos que el método y el orden se hayan convertido en subversivos.

Hace una semana que me levantó a las 7, salgo a la calle (no tengo jardín) a hacer 10 minutos de gimnasia, me baño, me visto, me preparo el desayuno, lo como mientras leo el periódico y salgo. Tomo el camión (no tengo coche). A las 8:30 llego a la empresa de Ramiro Jiménez. Ahí trabajo hasta las 2 de la tarde. Salgo a comer, siempre en la misma fonda. Regreso al trabajo hasta las 6:30, salgo al mismo tiempo que Ramiro Jiménez. Como no tengo novia, lo sigo. A las 10 de la noche regreso a mi casa y me acuesto. Leo dos páginas del quijote y apago la luz .

Desde ayer han empezado a vigilarme: un hombre me sigue.

Elena Milán
No. 59, Junio-Julio 1973
Tomo X – Año IX
Pág. 752

Historia de Amadora

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En el mes de marzo Amadora comenzó a salir con un hombre de argolla al dedo. Espíritu primaveral, se dijo. Sin embargo, para el mes de mayo estaba instalada en un rumbo diferente con su marido, agente viajero, según contó a la portera. Junio transcurrió entre, novedad en ella, lecturas estudiosas de novelas de detectives, relatos de crímenes no resueltos por la policía y catálogos de armas. Después hizo la conquista de un químico que conservaba su amistad con ella gracias a los regalos de sustancias extrañas. Ya no cabía duda: Amadora estaba enamorada. El resto del año fue de píldoras, visitas a brujas y una crisis nerviosa. También tenía un nuevo enamorado, funcionario de alto nivel en el cuerpo policiaco. Este señor le permitió leer todos los expedientes de autoviudos. Pero en enero Amadora tomó una de las sustancias que había acumulado poco a poco. Dejó una notita en la que afirmaba su fe en la exactitud de las estadísticas sobre la esperanza de vida de las personas casadas (según las compañías aseguradoras(sic).

Elena Milán
No. 59, Junio-Julio 1973
Tomo X – Año IX
Pág. 751

En el estanque

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Hacía calor. La tierra se resquebrajaba en arenas sin plantas. El arroyo se deslizaba, pequeño y frágil, en el fondo de la barranca. Ahí se cambiaba en estanque antes de saltar para seguir al mar.

El que venía del sur llevaba la caridad cristiana como pendón de procesión. Estaba bordada de milagros como los santos de las iglesias viejas. Eran exvotos plateados con sonrisas de niños, con estómagos llenos, madrecitas llorosas y piernas remendadas.

El que venía de este tenía la barba negra y los ojos más negros aún. Tría su uniforme de guerrillero sucio de sangre y en su gorra brillaba la justicia social que alumbraba pueblos enteros.

El que venía del oeste traía un maletín. Al llegar al agua comenzó a sacar de él probetas y matraces con dosis exactas de polvos de colores. Les añadió agua y combinó sus mezclas de mil maneras.

El sureño dijo: —He remediado los males de muchas personas.

—Yo, —dijo el oriental— he aliviado los males de muchas personas.

El occidental intervino: —Todavía no tengo éxito, pero voy a descubrir la fórmula que transforme el corazón de todos los hombres. La pondré en los pozos de todas las instituciones hidráulicas y destruiré el mal mismo.

Mientras hablaban llegó silbando otro hombre que sólo se llevaba a sí mismo.

—Y tú, ¿qué has hecho? —le preguntaron a coro.

—Esperar, —dijo. Esperar que cualquiera de ustedes tenga éxito.

 

Elena Millán
No. 59, Junio-Julio 1973
Tomo X – Año IX
Pág. 750

Elena Milán

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Elena Milán

 Nació en Real de Catorce, San Luis Potosí, el 16 de agosto de 1937. Poeta y narradora. Estudió en el Instituto de Intérpretes y Traductores. Ha sido traductora técnica de la Comisión Federal de Electricidad. Colaboradora de El Cuento, El Factor, El Nacional, Gaceta Literaria, Nexos, Plural, y Tercera Imagen. Becaria INBA/FONAPAS, en poesía, 1975.

Obra publicada:

Cuento: Zepelín compartido (colectivo), UNAM, Punto de Partida, 1975.

Poesía: El cuello de la botella (colectivo), UNAM, Punto de Partida, 1976. || Circuito amores y anexas, Latitudes, 1980. || Corredor secreto, Antares, 1984[1].

El pulpo

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El pulpo extendió sus brazos: era un pulpo multiplicado por sí mismo.

Carlota lo miró horrorizada y corrió a la puerta. ¡Maldita costumbre de encerrarse con llave todas las noches! ¿En dónde la habría dejado? Regresó a la mesita. La llave no estaba ahí. Se acercó al tocador. En ese momento se enroscó en su cuello el primer tentáculo. Quiso retirarlo pero el segundo atrapó su mano en el aire. Se volvió tratando de gritar, buscando a ciegas algo con que golpear esa masa que la atraía, que la tomaba por la cintura, por las caderas. Sus pies se arrastraban por un piso que huía. El pulpo la levantaba. Carlota vio muy cerca sus ojos enormes. Era sacudida, volteada, acomodada y recordó que entre aquella cantidad de brazos debía haber una boca capaz de succionarla.

Se refugió en su desmayo. Al volver a abrir los ojos se hallaba tendida en la cama. Un tentáculo ligero y suave le acariciaba las piernas, las mejillas. Otro jugaba con su pelo.
Carlota comprendió entonces y sonrió.

Elena Milán
No. 59, Junio-Julio 1973
Tomo X – Año IX
Pág. 750