¡AYAYAYAY! Hay que velar la velada. El Tío Pedro y la Tía Águeda, su mujer, están sentados en un rincón, mientras su hija Consuelito baila por alguna parte. Una cinta de colores vivos desciende hasta la ancha nariz del Tío Pedro y lo incomoda. Al Tío se le ha muerto, por la tarde, una muela.
Las máscaras de risas rígidas pasan saludando con sus vocecillas mecánicas. ¿Cuál es Consuelito, piensa el Tío Pedro, Consuelito disfrazada de madama? A las doce de la noche fallece el carnaval, se quitan las máscaras, se dan los premios. El Tío Pedro podrá irse en paz a llorar su pérdida, que siente, en los huesos de la quijada, como una irreparable y dolorosa ausencia.
¿Cómo ha sucedido? La cinta de colores, desprendida, se le ha enredado amorosamente a la calva. Hay un corro en torno suyo de gentes que llevan, como si dijésemos, sus caras en las manos, que gritan y ríen en un rabioso regocijo. De la selva de brazos que gesticulan se desprende, agudo, incisivo, un índice que señala inflexible al Tío Pedro. Una voz insegura dice lentamente “vamos a la cara del triunfador, quítese la horrorosa máscara”. Y unas pinzas suaves tiran, tiran poderosamente de la desnuda nariz del Tío Pedro. Sudoroso, helado, el Tío Pedro sabe que es inútil, que nadie podrá arrancarle jamás la horrorosa máscara.
Eliseo Diego
No. 65, Junio-Julio 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 645