La presencia de la escritura
Por Raúl Hernández Viveros
Para Carlos Roberto Morán
Cuando apareció mi breve texto “La lucha”, me encontraba inmerso en la toma de decisión de responder a la escritura de un proyecto literario, o abandonar cualquier posibilidad que tuviera relación con el campo de la fantasía. Fue verdaderamente un esfuerzo inevitable enfrentarme a la palabra escrita. Después tuve a mi cargo actividades de apoyo a las protestas estudiantiles que se realizaron en la capital del estridentísimo. Hubo la necesidad de escapar a toda carrera de la crisis nacional de aquellos fatídicos meses de 1968.
En cierta forma respondí al reto de enviar algún material a Edmundo Valadés para sentirme orgulloso de publicar en el cuento. Realmente la edición de mi cuento breve significó un respaldo al inicio de mi carrera literaria. Además de que en aquel número 38 descubrí el estilo narrativo de John Cheever. La lectura de su relato “El nadador” fue el punto de partida hacia un tipo de literatura que se desmoronaba entre los recuerdos y el ajuste de cuentas con uno mismo como personaje cotidiano envuelto en el misterio de la vida.
A la distancia, John Cheever representó un manantial de riqueza literaria por el análisis de cuestiones tan personales que a veces ni siquiera somos capaces de ubicar porque forman parte de nuestra existencia familiar. Los recuerdos más dolorosos siempre se esconden en la oscuridad de la conciencia, y es suficiente con escuchar alguna melodía para recuperarlos.
En este reto por demostrar nuestra existencia bastaba con la publicación de unas pocas líneas, y para mi fue el golpe mortal que me hizo olvidarme hasta de mi propia existencia. También los acontecimientos de la represión militar en la ciudad de México reflejó la necesidad de huir y buscar otras alternativas existenciales. Por fortuna en nuestra ciudad la persecución sólo estuvo en manos de las fuerzas policíacas.
De tal manera que fui señalado en la lista de sospechosos que representaban a las fuerzas del mal, y recibían con puntualidad el “oro de Moscú”. Por fortuna nada más obtuve algunos obsequios valiosos de varias cajas de ron que los colegas cubanos enviaban hasta mi domicilio. Antes de octubre de 1968 conocí la embajada de Cuba, en la capital mexicana. Su representante se apellidaba de Armas, y esto fue la prueba más terrible de que tenía nexos con los revolucionarios cubanos.
Por suerte el único “oro de Moscú” estuvo demostrado por el regalo de libros de autores rusos, principalmente por las obras de Antón Chéjov, que leí entusiasmado durante las noches en que duró la huelga de estudiantes y maestros en Xalapa, Ver. No obstante, al poco tiempo, gracias a la embajada de Polonia, logré aprovechar la oportunidad de viajar hasta Varsovia con una beca de escritor residente.
Creo que la simbología de mis breves líneas “La lucha” me permitió ser aceptado con honor y dignidad porque en 1969 llegué a Polonia, y pasé desapercibido delante de la figura de William Clark Styron, quien nació el 11 de junio de 1925, y murió el 1 de noviembre de 2006; viajó por Europa y en Francia fundó la revista Paris Review. Su novela La decisión de Sophie, la escribió durante su estancia como escritor residente en Polonia. Recibió varios premios como el de la Academia Americana de las Artes y las Letras, el National Book Award, la National Medal of Arts y el Premio Pulitzer.
En cambio yo aproveché el tiempo en conocer todos los rincones oscuros de la vida varsoviana. Al mismo tiempo que recorrí casi sus principales ciudades y centros turísticos. De vez en cuando en alguna mesa del bar, en el Hotel Bristol, observaba a William Clark Styron que escribía anotaciones sobre el legajo de hojas que extendía sobre la superficie de madera acompañada de fotos y libros. A veces consultaba cada imagen fotográfica desprendida de sus visitas al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau.
En polaco Oświęcim y Brzezinka localidades junto a las que se construyó el campo, fue un complejo formado por diversos campos de concentración, de experimentación médica y de exterminio en masa de prisioneros, construido por el régimen de la Alemania nazi tras la invasión de Polonia de 1939, al principio de la Segunda Guerra Mundial.
Situado a unos 43 kilómetros al oeste de Cracovia, fue el mayor centro de exterminio de la historia del nazismo, donde se calcula que fueron asesinados casi 2,5 millones de personas, la gran mayoría de ellas judías, además de eslavos, prisioneros de guerra, etc. También fallecieron más de medio millón por enfermedades y hambre. Por supuesto William Clark Styron trabajaba, o más bien escribía una parte de la historia de las polacas que sirvieron como esclavas a las fuerzas nazis, y pudieron gracias a ello sobrevivir del exterminio y holocausto.
Un día apareció Edward Stachura, el poeta polaco que era casi mi hermano y traductor en cuestiones oficiales, se sentó con William Clark Styron, a quien saludó con bastante afecto. Después me hizo la señal de que me aproximara, y fue la única ocasión en que le di un abrazo al presentarme delante del escritor norteamericano. Posteriormente cada vez que aparecía yo, William Clark Styron me saludaba desde su mesa de trabajo.
A estas alturas, una tarde de otoño, entró en el bar Andrzej Sobol-Jurczykowski, el traductor de Jorge Luis Borges, quien a partir de aquel instante me llevó a conocer otros escondites varsovianos. Dejé de asistir al Hotel Bristol, y me abandoné al conocimiento de la vida polaca. También penetré en la lectura de los maestros de la narrativa contemporánea de Polonia.
Los textos de Witold Gombrowicz me causaron bastante inquietud por sus propuestas irritantes de saber que todos estamos metidos dentro de una mascara que es difícil de extraernos. Con Sergio Pitol, Vasco Szinetar, Lorenzo Arduengo y Mario Muñoz iniciamos un verdadero culto hacia Witold Gombrowicz. El descubrimiento de Bruno Schulz casi fue un deslumbrante secreto; con su novia Józefina Szelińska se dedicó a traducir juntos El proceso de Franz Kafka.
Por su parte, los textos satíricos de Sławomir Mrożek sobre el comportamiento humano, la demencia y el abuso de poder de los sistemas corruptos, fueron la descripción de lo absurdo en el sentimiento polaco. En aquel tiempo poco se conocía de los inventos literarios de Stanisław Lem, quien nació el 12 de septiembre de 1921 y murió el 27 de marzo de 2006. Maestro del género de la ciencia ficción. En 1969 pude conocerlo y aceptar que la fama no importaba más ni menos que la misma realidad del tiempo vivido.
Lastima que no escribí nada durante mi beca de escritor residente en Polonia. Ni tampoco soporté el cruel invierno polaco. Me fui a refugiar hasta las colinas de la región de Piamonte, en búsqueda del misterioso destino de Cesare Pavese. Cerca de Santo Stefano Belbo, Cuneo, trabajé dos temporadas en la cosecha de las uvas de Diano d’Alba, Grinzane Cavour, La Morra, y Monforte d’Alba. Y por supuesto no escribí ningún relato o poema sobre el paisaje del norte de Italia.
Igual que el personaje de John Cheever, en “El nadador”, a mi regreso me di cuenta que en mi casa no había nadie, y continuaba vacía. Todavía hasta la fecha creo que continuaba el silencio de la soledad dentro de las paredes en donde nada más existe frente a la fuerza del tiempo, la presencia de la escritura.
Raúl Hernández Viveros y Carlos Roberto Morán
frente al museo de Antropología de Xalapa.