El Cuento: un fenómeno luminoso
Guadalupe Vadillo
Los recuerdos se van agazapando y solo se asoman a través de la bruma del tiempo cuando en el horizonte aparece un evento que les interesa. Justo eso sucedió con mi relación con El Cuento. Cuando recibí un correo electrónico de Alfonso Pedraza invitándome a escribir en una antología de minificcionistas que habíamos participado en esa revista, como convocados por un médium, uno tras otro se concretaron los recuerdos asociados a esa publicación. Fui al librero donde conservo algunos ejemplares, abrí uno y el aroma del papel enseguida me hizo recordar otros momentos, a lo largo de los años, en que había vuelto a disfrutar de la revista.
El primer recuerdo que se hizo presente fue cuando la descubrí en un estante de Sanborn’s. Cuando la vi y pude hojearla, un texto brevísimo me atrapó. Di la vuelta a la página y encontré que en casi todas las hojas había una sorpresa deliciosa y breve. Me apresuré a comprarla y a llegar a casa para terminar de leer, primero, todas las ficciones mínimas y después abordar alguno de los platos fuertes.
Desde ese primer momento, el entusiasmo por colaborar en la revista surgió y, con los días, se hizo más intenso. Leí la convocatoria al premio y como un Walter Mitty versión femenina y de catorce años, me imaginé ganándolo. Revisé textos que había escrito y a diario me acostaba pensando en el texto mío que aparecería en sus páginas. Empecé a enviarlos por correo y esperar, esperar, esperar. Nada. Por fin acomodaban el nuevo número en el estante, ahí mismo lo revisaba para ver si alguno de mis cuentos había logrado colarse a la edición, pero los ánimos finalmente se venían abajo.
Como es natural, llegué a la conclusión de que simplemente no les habían llegado mis envíos: el servicio de correo era tan poco predecible que seguro mis cartas estaban por ahí, atrapadas entre la burocracia. Por ello, un día decidí llevar yo misma mi texto a la oficina de la revista, creo que cerca de la Glorieta Mariscal Sucre. Casi no tengo imágenes visuales del lugar, pero viene a mi mente una escena de un sitio estrecho donde había escritorios (¿de madera?) y dos hombres rodeados de papeles, así como muchos ejemplares de la revista. ¿Alguno de ellos sería Valadés? Entregué un sobre con dos o tres textos, colmados de buenos deseos y mejores augurios y salí, cruzando los dedos.
Recuerdo también mis idas a Sanborn’s en los días en que debía aparecer y las decepciones cuando no llegaba aún, así como las alegrías de encontrarla, elegir la que estuviera planita e inmaculada, para correr a leerla de forma administrada: un poco a la vez, para estirar el gusto hasta que se volviera a hacer presente. Eran tales mi afición por la revista y las ganas por que me publicara algo que empecé a medir el tiempo a partir de las entregas de la revista. Así, cuando un día abrí un número y vi mi nombre en el índice, casi la dejo caer al piso. Me apresuré a leer mi cuento y me acuerdo que, ya ahí, no me gustó. Pensé que era un honguito al pie de los árboles robustos que eran todas las ficciones que lo rodeaban. Sin embargo, contagié de emoción a mi familia y a mi mejor amiga. En las noches ya no sólo pensaba en mi siguiente trabajo que aparecería en El Cuento, sino que mentalmente veía de reojo mi textito ya publicado.
El tiempo es un elástico que se estira y que se encoge de vez en vez. Abrir la antología 2014 con un cuento escrito hacía apenas unos meses fue uno de esos momentos en que pasado y presente se tocan: me causó exactamente la misma alegría que aquella primera aparición.
Siempre oímos que los cuentos nos permiten vivir vidas alternas. Para mí, la relación con estos maravillosos minificcionistas me ha permitido no sólo eso, sino revivir momentos de enorme emoción de mi propia historia.