Trampa

Toda la casa, y también la mujer de Lucio, están de acuerdo en que la vieja Remigia es buena, y amiga de hacer favores, y que no hace ningún mal con Tití, que no tiene con quién jugar, porque, él había prohibido terminantemente (ante la cara asustada de su mujer que nunca lo había visto así) que fuera a la otra cuadra a jugar con la hija del almacenero, que es compañera del segundo grado, sí, en el patio del almacén no pasan autos, pero está lleno de cajones de botellas vacías, y hay un hermano varón, por eso prefirió que, después de hacer los deberes, todas las tardes, fuera a la pieza de la vieja, para evitar que escapara en un descuido a la vereda, y ocurriera lo de tantas niñas desaparecidas, y que ante esas noticias, Lucio siempre pensaba qué hacían los padres, y que nadie puede ver en lugar de uno, y menos su mujer que todo le aparece lo mismo, aunque había intentado explicarle lo que sucedía, y lo que sucede en la calle, en el subterráneo, en todas partes, pero la mujer no entendía, y los de la casa dijeron que parecía borracho, él, que no bebía ni para las fiestas (ni un traguito para no desairar; aunque la mujer insistiera con una vez qué va a pasar, no, ni una vez) y si se puso así, no fue porque Tití siguió jugando sin saludarlo, ni porque venía mal del trabajo, sino porque la vieja elegía sus números, murmurando algo incomprensible, mientras Tití la miraba cubrir el cartón, hasta que dijo: basta para mí, y a ver si ahora ganás vos y Tití sonreía y le daba la única moneda que había sobre la mesa, y cuando se reanudó el juego, su hija, cantaba sin elegir, pero leyendo sus propios números, y la vieja esperaba, con los ojos en su cartón vacío, y un poroto entre los dedos.

Eduardo Barquín
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 52

Árbol

Pasaba por aquí dos veces al día. Sus pájaros decían otras cosas, y de su cuerpo salía el aliento verde para cada mañana. Lo veía abrirse, extendido sobre la ventana azul, protegiendo la casa.

Mi existencia se enverdecía al encontrarlo con los ojos, allá, fuerte y seguro. Y subía esa cuadra como si al llegar a él, encontrase la fuente de la vida. Las cosas violetas, oscuramente violetas, que olía en la cabeza de la gente, desaparecían cuando respiraba bajo sus ramas. También lo había encontrado en tormentas de lluvia y no tuve miedo de nada, como si fuera parte de él. Crecimos mucho juntos.

No sé cómo se dieron cuenta de que sus raíces habían crecido demasiado. Quizás las baldosas flojas. Lo terrible fue que viera a esos hombres cortar su tronco. Y a la noche un hoyo tremendo.

Al otro día, el sol quemaba la casa; y cuando pasé, mis ojos ardían, toda esa noche estuvo lloviendo. Y desde entonces ha quemado el charco. Me detengo todas las noches a contemplarlo; de allí, sale un aliento verdoso que aprieta la garganta.

Hace un rato, un olor amargo se adelantó a hundirse en mi pecho para revolverme la sangre. Asqueado de la herida nauseabunda, no me detuve y seguí de largo hasta el café, en donde me quedé oyendo música.

Así me encontró el diariero que dijo que venía a tropezar con los de la ambulancia, cuando sacaban una muchacha suicida de cuatro días y que habían roto la ventana azul para entrar

Eduardo Barquín
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 52

El gallo

El Pancho se ha pasado la vida entre las gallinas, agua limpia todos los días, a la tardecita granos de maíz, que no faltó ni cuando costaba caro, siempre buen techo y mejor nido, mañana por medio barrida general, nada de piojillo, ni de arañas escondidas en el gallinero. Pero no me puedo convencer de que el gallo, dueño de las gallinas por antigüedad y prepotencia, deje venir cruzado de brazos a los gallitos jóvenes. Para el Pancho parece que es así, y como es imposible meterme con él, a no ser que quiera enfurecerlo y después no me deje llevar ni un huevito. Porque está más animal desde que no puede tanto como antes. Claro que si sigue así se va a quedar solo con las gallinas viejas, con toda la bronca que me da. Al fin y al cabo, él también acabará sin remedio como gallo viejo, lástima de tiempo que se pierde. Con ese gallito ya era el cuarto que largaba el gallinero, todos traídos de una granja modelo, buena raza, criados en modernísimas incubadoras, una garantía. Antes de que se despabilara el gallito se le acercó tranquilo el gallo y estuvieron como conversando. Después, se le alejó unos tres metros, se detuvo, lo miró e hizo un cloc parecido al de gallina. Y salió corriendo, el gallito atrás.

—Otra vez —dije.

A la segunda vuelta, la ventaja del gallo se achicaba a menos de un metro. En la tercera, ya estaba por alcanzarlo cayó fulminado de un balazo. El gallo oyó, se frenó, con un solo ojo miró, estiró el pecho y cantó.

—Los de antes eran de pura capa. No faltaba ninguno. Ahora con la atómica y los satélites y el viaje a la luna, todo de ha dado vuelta. ¿Lo querés para un puchero?—. —Y bueno —dije. Bruto y todo, es mi amigo. Además los gallitos son más tiernos y tienen el mismo gusto que las gallinas.

Eduardo Barquín
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 51

Último momento

Sofía Wilson de profesión Contadora pública tuvo ocho hijos. Ella misma se hacía de partera y no se explicaba por qué nacían muertos. Enterró a siete en un baúl y el octavo en el jardín. Cuando le preguntaron por qué lo hacía, dijo que esperaba llevarlos a todos al cementerio para que saliera más barato.

Eduardo Barquín
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 51

Trescientostreintaytres

Los tres se encuentran reunidos desde hace tiempo. Sólo uno cree que son amigos, los restantes dicen que lo son cuando uno propone moverse e inmediatamente lo detienen. Esto sería inexplicable si no estuvieran para hacer algo común y no se pusieran de acuerdo en las detenciones. Coincidencia que los deja en el mismo lugar, mientras constantemente, el menos joven habla de ir al momento originario y el segundo protesta al tercero porque murmura del primero que pierde tiempo en vez de dar vuelta la hoja.

Eduardo Barquín
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 51