Toda la casa, y también la mujer de Lucio, están de acuerdo en que la vieja Remigia es buena, y amiga de hacer favores, y que no hace ningún mal con Tití, que no tiene con quién jugar, porque, él había prohibido terminantemente (ante la cara asustada de su mujer que nunca lo había visto así) que fuera a la otra cuadra a jugar con la hija del almacenero, que es compañera del segundo grado, sí, en el patio del almacén no pasan autos, pero está lleno de cajones de botellas vacías, y hay un hermano varón, por eso prefirió que, después de hacer los deberes, todas las tardes, fuera a la pieza de la vieja, para evitar que escapara en un descuido a la vereda, y ocurriera lo de tantas niñas desaparecidas, y que ante esas noticias, Lucio siempre pensaba qué hacían los padres, y que nadie puede ver en lugar de uno, y menos su mujer que todo le aparece lo mismo, aunque había intentado explicarle lo que sucedía, y lo que sucede en la calle, en el subterráneo, en todas partes, pero la mujer no entendía, y los de la casa dijeron que parecía borracho, él, que no bebía ni para las fiestas (ni un traguito para no desairar; aunque la mujer insistiera con una vez qué va a pasar, no, ni una vez) y si se puso así, no fue porque Tití siguió jugando sin saludarlo, ni porque venía mal del trabajo, sino porque la vieja elegía sus números, murmurando algo incomprensible, mientras Tití la miraba cubrir el cartón, hasta que dijo: basta para mí, y a ver si ahora ganás vos y Tití sonreía y le daba la única moneda que había sobre la mesa, y cuando se reanudó el juego, su hija, cantaba sin elegir, pero leyendo sus propios números, y la vieja esperaba, con los ojos en su cartón vacío, y un poroto entre los dedos.
Eduardo Barquín
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 52