Frecuento el espejo de la casa por las tardes. La mujer que allí encuentro es mi única amistad desde que Felipe, mi marido, me prohibió salir a la calle o platicar con los vecinos por la ventana —¡esos celos suyos!—. Me preparo para la cita como para una cita amorosa. Me lavo, me peino, me maquillo —a tientas, porque no me atrevería a acercarme al espejo con la facha que llevo mientras hago el trabajo doméstico—, y me pongo un vestido recién planchado. Ella es muda —pobrecilla— y tal vez tonta —lo adivino en sus reacciones crédulas cuando le miento, contándole las emociones del día—. A las siete llega Felipe y nos interrumpe. Él también es algo tonto porque cree que me he arreglado para complacerlo. Dice que siempre soñó tener una mujer que vive como yo, sólo para darle gusto. Preparo la cena de mal humor. Antes de desvestirme voy a espejo a darle a ella su beso de buenas noches. La pobre está siempre ahí esperándome, con su cara de desamparo. Por lo menos yo la tengo a ella; si la encierro en el espejo es para protegerla de hombres como Felipe. ¡Sabré yo que egoístas pueden ser algunas personas!
Sabina Berman
No. 81, Mayo – Junio 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 69