El mito de los ocho

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Juan Carlos, Fernando, Ursicino, José Luis, Patricio, Margarito, Mustafá y Samuel Guillermo, nacieron por equivocación, tal cual reza el manuscrito que dejaron las viejas brujas del Dvórvoda (Jessica, Desdémona y Bloody). Hay quienes afirman que perecieron en la nieve, otros dicen que trafican ganado en la estepa siberiana, y hasta existen algunos que no descartan la posibilidad de haberlos visto en alta mar cazando cachalatos. Si de vejez no perecieron, valientes y eróticos jóvenes habrán sido. Posiblemente eternos. De pociones mágicas equivocadas, andarán sembrando el gen de la potencia, cambiando la faz del mundo con una infinidad de rasgos diferentes, naciendo y muriendo a plano sol en la pampa o a mil metros de profundidad en el Océano Atlántico, o volando helicópteros más allá de las nubes. Dicen que arribaron a Buenos Aires a mediados de algún agosto, a presenciar el exterminio de ancianos. Dicen también que Margarito violó una monja y José Luis se dio a la bebida. Mil cosas se comentan y todas improbables. Hay quienes sostienen que son ocho enanos eructadores y simpáticos. Otros hablan de gigantes equilibristas. Se les describe como mercenarios, como hermafroditas o como sementales. Se los hace desembarcar en liberpool, organizar un festival pop en Australia, atentar contra la vida del Papa, vender tonteras en una calle de Honk-Kong, y al mismo tiempo morir en un campo de concentración chileno a fines de 1973. Toda biografía que se haga de ellos, por fuerza es relativo y roza lo mitológico

Rogelio Ramos Signes
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 338

… de Rogelio Ramos Signes

La generosidad de dos maestros

Conocí la revista “El Cuento”, de México, en casa de mi amigo el escritor rosarino Elvio E. Gandolfo. Él me regaló algunos ejemplares que tenía repetidos, o que no le interesaban tanto. Era el año 1973 y me sugirió que mandara algunos textos míos para que allí los consideraran.

Lo cierto es que escribí, pero para preguntarles si podían enviarme la revista, ya que en Argentina no se conseguía. En verdad fueron muy amables y comenzaron a mandármela.

Tiempo después les envié un cuento de un par de páginas. Tengo un muy vago recuerdo de cómo era, porque algún tiempo después lo tiré. Creo que se trataba de una araña que caminaba sobre las páginas de un libro de Historia mientras tejía su tela; de esa manera iba engarzando un hecho con el otro hasta crear la verdadera trama que unía el pasado con el presente. Por lo visto era bastante pretencioso y, seguramente, estaba muy mal escrito.

Edmundo Valadés, director de “El Cuento” tuvo la amabilidad de contestarme que esa narración no tenía el perfil que buscaba la revista. Estoy seguro de que era una manera elegante de decirme que mi texto era malísimo, pero me instaba a que le enviase otros cuentos cuando lo creyera oportuno.

Eso fue lo que hice algunos meses después: le envié cuatro biografías ficticias, en las que jugaba con la fantasía y el absurdo. Grande fue mi sorpresa cuando don Edmundo me respondió que las cuatro historias le habían gustado mucho, que pensaba publicarlas, no para rellenar alguna página sino dándole el espacio que se merecían: cuatro páginas (una para cada texto) en el número de agosto-septiembre de 1974. Además me contaba que Juan Rulfo (uno de los integrantes del consejo de redacción) había sido muy entusiasta al considerar que mis textos “le recordaron a las ‘Vidas Paralelas’ de Marcel Schwob y a algunas miniaturas de Borges”.

No lo podía creer. Por aquellos días ya había leído tres veces “Pedro Páramo”, había escrito para la facultad una monografía sobre un par de cuentos de “El llano en llamas”, y nada menos que el propio Rulfo opinaba eso de mis balbuceos literarios.

En fin, yo tenía 24 años y solamente había publicado poemas sueltos en diferentes revistas muy modestas, de Rosario, de Buenos aires y de Tucumán.

Desde México tuvieron la gentileza de enviarme no uno, sino dos ejemplares de aquel número, así que uno de ellos circuló largamente entre amigos y no tanto, hasta desaparecer. El otro está encuadernado junto a diferentes números salteados en uno de los tres volúmenes de “El Cuento” que hay en mi biblioteca.

A fines de 2009, cuando se publicó mi libro de microrrelatos “Todo dicho que camina”, no pude menos que dedicárselo a los señores Edmundo Valadés y Juan Rulfo; obviamente, in memoriam.

Rogelio Ramos Signes(Circa,1975)Rogelio Ramos Signes (circa 1975)

El mito de las ocho

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Bertildo, Fernando, Ursicino, José Terencio, Patricio, Margarito, Mustafá y Samuel Constancio “nacieron por equivocación”, tal cual reza el manuscrito que dejaron las viejas brujas de Dvórvoda (Jessica, Desdémona y Bloody), aunque la frase suene odiosa. Algunos suponen que perecieron en la nieve, otros dicen que todavía trafican ganado en la estepa siberiana, y hasta existe algún colaborador de revistas de divulgación que no descarta la posibilidad de haberlos visto en alta mar cazando cachalotes. Si de vejez no perecieron, tal vez otras historias circulen por ahí; pero valientes y eróticos jóvenes habrán sido, si damos fe a ciertas anécdotas escuchadas con frecuencia en almacenes y peluquerías. Posiblemente eternos. De facciones obligadamente vagas. Surgidos de pociones mágicas que se desconocen, andarán sembrando el gen de la potencia, cambiando la faz del mundo con una infinidad de rasgos diferentes; naciendo y muriendo a pleno sol en la pampa, o a mil metros de profundidad en el Océano Atlántico, o volando helicópteros más allá de las nubes. Dicen que arribaron a Buenos Aires, a mediados de algún agosto, a presenciar el exterminio de ancianos; pero suena a literatura de Bioy ¡ese fabulador irredento! Dicen también que Margarito violó a una monja, que Ursicino comía ralladuras de plomo, y que José Terencio se dio a la bebida. Mil cosas se comentan, y todas improbables. Hay quienes sostienen que son ocho enanos eructadores y simpáticos, salidos de un jardín muy húmedo en el casco viejo de Yerba Buena (provincia de Tucumán). Otros hablan de gigantes equilibristas. Se los describe como mercenarios, como hermafroditas o como sementales. Se los hace desembarcar en Liverpool, organizar un festival de música pop en Australia, atentar contra la vida del papa, vender tonteras en una calle de Hong-Kong y, al mismo tiempo, morir en un campo de concentración chileno a fines de 1973. Toda biografía que se haga de ellos, por fuerza, es relativa y roza lo mitológico.

Rogelio Ramos Signes
No. 66, Agosto-Septiembre 1974
Tomo X – Año X
Pág. 742

Pumas en la escopeta (o la destrucción de Coyotes Enanos)

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Sabemos bastante de Chambergo Dimocco; no tanto como de Sarmiento, pero considerablemente más que de Hernández. A pesar de ello, desconocemos su imagen. Es natural que así sea, ya que sus retratos de madurez fueron quemados por orden de aquel interventor, de apellido olvidable y bigotes teñidos, que asoló estos desiertos. Lógico es que, por ese motivo, el lugar que le corresponde a Dimocco en archivos y bibliotecas, sea ocupado por una reproducción de Las Meninas, de Velásquez, o por La hebrea, de Modigliani, que eran sus cuadros favoritos. Además, aún hoy se sigue discutiendo el lugar donde fueron sepultados sus restos. Hay quienes se inclinan a pensar que su cadáver fue incinerado y que sus cenizas fueron desparramadas al pie de la cordillera. Gente del lugar, a la que si bien escuchamos con atención, no creemos conveniente darle demasiado crédito, apoya esta versión, argumentando que las lechugas se dan muy malas en esa zona y que ya casi no vale la pena plantar legumbres allí. Dejando de lado esas apreciaciones que rozan lo superstición, lo importante de Leopoldo Chambergo Dimocco fue que nació, vivió y murió en el país, que odió los conejos (sin un porqué a la vista) y que amó las hormigas, con las que colaboró en más de un derrumbe. A ellas les dedicó un largo poema, en forma de manifiesto, donde habla del gamexane como si del demonio hablase. Dimocco (“Leo” para sus amigos íntimos) antes que ningún otro científico del país, adoptó el desplazamiento de las termitas hondureñas como base para el primer diagnóstico climatológico; el “de la probeta” que le llaman. Posiblemente de esa primera experiencia nació su famoso trabajo “Hermanas americanas, estoy en pie para hablar de ustedes”. Se dice que fue intrépido y decidido como el que más, recordándose sus cacerías de pumas en San Guillermo, antes de la legislación protectora. Ese rasgo intempestivo de su personalidad, de dudoso buen tino, es algo que aporta muy poco a su biografía, pero indudablemente ayuda a completar la imagen de alguien que, además del espíritu contemplativo que acompaña a todo científico, fue un hombre de acción. No viene al caso recordar ahora que el gobernador fronterizo de entonces (hablamos de las primeras décadas del siglo XX) lo declarara persona non grata, y que se le negara la entrada a la provincia. Si tenemos en cuenta que ese siniestro personaje era tío del interventor que veinte años después ordenaría la quema de sus retratos; esa restricción, ¡esa verdadera neurosis familiar!, no debería sorprendernos. Todas estas incomprensiones, y algunos datos más (que hoy da vergüenza enumerar), terminaron por llenarlo de escepticismo, encaneciéndole totalmente la cabeza (y el ánimo) en cuestión de semanas. De allí en adelante abunda lo incierto. Sabemos que siguió escribiendo poesía; que inició una correspondencia copiosa con el antropólogo inglés Darcy Nidos, que nos enorgullecemos de poseer; que a pesar de la clandestinidad en que vivió, la gente lo recuerda con cariño; y que a la invasión de hormigas que terminó con la ciudad de Coyotes Enanos (todas salidas de su propio laboratorio) se la conoce con el nombre de “chambergada”, palabra que es parte de nuestro lenguaje, aunque muy pocos conozcan el origen del nombre. Ya dijimos que de Leo(poldo) Chambergo Dimocco sabemos bastante; no tanto como de Sarmiento, de quien ya el revisionismo hizo postre; pero mucho más que de Hernández, que (lejos de lo que se piensa) no simpatizó demasiado con Rosas, y escribió el Martín Fierro. Incluso sabemos más de Dimocco que de Alejandro Magno, de Atila, de Napoleón, de San Martín o de Bolívar, que ajenos a todo tipo de originalidad se rodearon simplemente de hombres. Sin embargo, ¡cosa curiosa!, desconocemos el origen del apodo Chambergo, aunque podríamos arriesgar alguna hipótesis. Baste decir entonces, en estas palabras liminares, que es muy poco lo que ignoramos (aunque lo callemos) del deslumbrante conversador Leopoldo Dimocco, alias Chambergo, y de su Glorioso Ejército de Hormigas Voraces.
Una muestra es una muestra, ya se sabe, no la tienda completa.

Rogelio Ramos Signes
No. 66, Agosto-Septiembre 1974
Tomo X – Año X
Pág. 741

Algunos datos para ubicar a Walter Martillo

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Sin excepción, todos los autores coinciden en los 88 años que tenía al momento de su muerte el fanático guerrero Walter Martillo (o Martel, o El Golpeador, o Puño Fuerte, o Walter a secas) que, luchando en Bizancio, en Persia, en el Egipto islámico y en la España posterior a Covadonga, impuso la paloma como símbolo de la guerra, y de la paz a través de la guerra; porque de armas tomar era ese mahometano latino, reverente a los mandatos de Alá y también temeroso del Dios de carne que agonizaba en la cruz.

Si muerto en el 791 lo consignan todos -incluso Goodalrick Hereford, amigo de la disputa malhabida- por nacido en el 703 deberíamos darlo, y la historia no caería en contradicciones; cosa que siempre es un saludable paso hacia adelante. Las aves cantarían al amanecer, el sol seguiría poniéndose por el Oeste y la brisa marina humedecería las playas, las axilas y las sábanas.

Pero como Goodalrick Hereford lo hace morir a la edad aceptada y en el año indicado hacia fines del siglo VIII (aunque nacido en el 770, según él) apenas habría llegado a la juventud. Sinceramente no sabíamos qué hacer con los 67 años que faltaban, o que sobraban.

Como tamaña afirmación del estudioso Hereford pusiera en apuros a nuestro cuerpo de historiadores y también a nuestro cuerpo de revisionistas y a un cuerpo muy especial de revisionistas del revisionismo, que terminan por aceptar la historia tal como se la contó en un primer momento; dimos en afirmar su teoría, por lo que el aprendiz de musulmán Walter Martillo habría nacido hacia los 67 años de edad en la parte saona de lo que luego sería la Lotaringia.

Fue hombre de extraordinaria perseverancia. Alumno y maestro al mismo tiempo, aprendió y enseñó el oficio de la guerra en las campañas previas al apogeo de Aquisgrán. Sus hombres y los hombres de sus hombres, por extraños cambios de bandería, defendieron y conspiraron contra los hijos de Ludovico Pío en el siglo IX.

35 años antes de su nacimiento dio quintillizos a su esposa y dos bellas mujercitas a su amante Marcela la Confiada. Atacó de palabra y de hecho a vándalos y ostrogodos, lo que le costó más de una cárcel en Constantinopla y otros conglomerados. Defendió sus territorios, controló las fronteras y recaudó impuestos a favor de intereses ajenos.

Llegó a todo cuanto podía llegar un hombre surgido de la nada. Fue soberano de su rey, y esclavo de sus vasallos. Ayudó a los fines de la ociosa monarquía, para luego combatirla sangrientamente. Algunos lo conocieron destruyendo comercios en el Mediterráneo; y otros, haciendo entrar por la fuerza las leyes germánicas.

A los 8 años, o a los 75 (es lo mismo), formó un ejército de mongoles nómades que lo llevaría a luchas de escaso fundamento al este de la Rusia varega; hasta perder, en esas estepas y en esas lides, las dos piernas y el brazo derecho.

Lejos de acobardarse por esas disminuciones, controló el comercio de Dalmacia desde un carro ornamentado, del que sólo emergía su cabeza de búfalo, haciéndose recordar por su pésimo carácter y por uno que otro rapto de generosidad.

A los 88 años, o a los 21 (¿qué mas da?), en medio de un rajante invierno en la costa de Malta, murió agobiado por un acceso de tos ferina, arengando a sus nietos, bisnietos y a un índigo esloveno de los Cárpatos.

Corría el año 791 y en los campos ya se olía la presencia del Señor.

Rogelio Ramos Signes
No. 66, Agosto-Septiembre 1974
Tomo X – Año X
Pág. 740

Rogelio Ramos Signes

Rogelio Ramos Signes

Rogelio Ramos Signes

(Nació en San Juan, en 1950; vivió en Rosario, provincia de Santa Fe, en los años 60; y reside en Tucumán desde 1972).

Ha publicado el libro de cuentos Las escamas del señor Crisolaras (1983), las nouvelles Diario del tiempo en la nieve (1985) y En los límites del aire, de Heraldo Cuevas (Premio “Más Allá” a la Mejor Novela de Ciencia Ficción publicada en la Argentina durante 1986), el libro de poemas Soledad del mono en compañía (1994), los volúmenes de artículos en ensayos Polvo de ladrillos(1995), El ombligo de piedra (dos ediciones en 2000 y 2001) y Un erizo en el andamio (2006), en la novela para jóvenes En busca de los vestuarios (2005).

Tiene más de 20 libros inéditos en diferentes disciplinas. Ha sido incluido en varios diccionarios de la literatura y en antologías nacionales e internacionales. Colabora con publicaciones de la Argentina, España, México, Colombia, Venezuela, Chile, Francia y los Estados Unidos.

Parte de su poesía ha sido traducida al francés, y parte de su narrativa, al inglés. Ha coordinado talleres literarios y ha dictado conferencias sobre temas inherentes a la literatura en diversos encuentros y congresos.

Los poemas que componen La casa de té pertenecen a diferentes publicaciones en revistas, suplementos literarios, antologías, páginas web y a los libros inéditos Este desmesurado subtrópico, Composiciones náufragas, Poemas tontitos, Cierto pájaro, Poesía en el laboratorio, Epigramas nena, Gutenberg cooperativa de riesgo, El décimo verso (en proceso de impresión), Las bellaquerías detrás de la puerta, Linchamientos en el patio, En honor y vértigo Décimas blancas. No se incluyen textos de los libros Arca de otro diluvio, Banalidades, Como una casuarina silbando en el médano, Hotel Carballido, Pretérito inconcluso Tras el Amta Huazihul de cuchillo y lagarto a la cintura, por tratarse de obras conceptuales, de estructura unitaria[1].

Armas de fuego, pajaritos y farmacias

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A pesar de su buena predisposición para la familia, en sus tres mejores películas Cayetano Tenango fue un villano mujeriego, pendenciero y en extremo torpe. Amigo del juego y de la bebida en la ficción; en la vida real, a no ser por los cuatro hijos y la nena, se lo podría definir como un asceta de ternura contagiosa, y dado a hacer favores. Pájaros similares a los que alimentaba en el fondo de su casa, con los mejores mijos y alpistes del mercado, eran los que luego estrangulaba en las sesiones de malevolencia que registraban las cámaras. El bigote que usaba en la pantalla era postizo, como también lo era esa sonrisa despiadada (todo un hallazgo personal) que lo diferenciaba de otros actores de su mismo calibre. Seducido por el filtro informativo de la United Press, vivió honestamente equivocado; y, por su misma equivocación congénita, negó todos los movimientos populares. Desde su contradictoria posición hizo favores a sus vecinos, y todo el mundo fue bueno para él (salvo aquellos que la televisión y el diario reprobaban). Gracias a las gestiones que personalmente hiciera, su barrio consiguió veredas de mosaicos antideslizantes y luz en las calles. Maltrató niños, violó mujeres y mató por la espalda a infinidad de honestos ciudadanos, pero (fuera de las filmaciones) no soportó armas en su casa; y si no integró la Sociedad Protectora de Animales, fue porque los productores de sus películas, temerosos de una publicidad no deseada, lo disuadieron “por el bien del negocio”. Sufrió lo indecible cuando las revistas especializadas ignoraron su trabajo, pero nunca llegó a comprender que ese tipo de películas nada aportara al cine. Se esforzó buscando un papel distinto, del que luego la crítica pudiese decir que un actor, hasta entonces desaprovechado, había dado su primera muestra de real valor. Pero, ¿para qué negarlo?, él estaba hecho para matar gente por la espalda, golpear mujeres y reírse a carcajadas mientras comía. Por ese fatalismo donde la moral y el sustento se tocan, pensó seriamente en dejar el cine, hacer una sociedad con algunos farmacéuticos amigos y poner una cadena de negocios, pero se quedó en el proyecto. Cayetano Tenango murió baleado por las fuerzas del orden, en sus dos vidas al mismo tiempo, por una simple equivocación de utilería.

Rogelio Ramos Signes
No. 66, Agosto-Septiembre 1974
Tomo X – Año X
Pág. 739