Y anocheció, como en el primer día fueron creadas las sombras.
Adán tomó a Eva de la cintura. No fue el tosco cordón de bejuco que sostenía la hoja de parra lo que sintió al contacto de su mano extendida y ligeramente ahuecada, sino una perfumada, sutil tela de seda, bajo la cual palpitaba la vida eterna.
Caminaron unos pasos. El rechazo alucinante de un crepúsculo que naufragaba en la comba terrestre iluminó sus rostros transfigurados por el deseo. Repentinamente se detuvieron atónitos. Ninguna serpiente se balanceaba, amenazante o dulce, en su camino. Pero ante sus ojos, agrandados por la angustia, se elevaba gigantesco, monstruoso, un arrebatador hongo de humo.
Contemplaron abismados cómo el hongo, sombríamente adensado, subía, subía. Y un rumor oceánico, más conturbador que un millón de bombarderos en picada, asordaba el horizonte.
Se esperaba la noche, pero ya no como en el Génesis sino como en el Apocalipsis. Centelleos de otros mundos acuchillaban la espesura cósmica.
Adán y Eva se tomaron de las manos. Bajo sus pies reptaba —aterrado— el animal por cuya causa fueron expulsados del paraíso. Apenas alcanzaron a verse de reojo sus perfiles empalidecidos. Un estruendo formidable los arrebató en su vértice. El vientre de ella estalló como una granada y su faz se disolvió en una negrura espacial.
Y Adán quedó solo, rota la espina dorsal, doloridas las costillas, balanceándose en un espacio ignoto, tenebroso.
Edmundo Flores Cuevas
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 108