Tanto insistió aquel hombre de sucia corteza, que un día (el sol era verde) la mujer le dijo:
—Está bien: entra.
Inmediatamente el hombre empezó a golpear con una tabla su exterior de charco hasta lograr una apariencia de soldadito de plomo. La mujer lo tomó sin gran emoción por el bracito derecho —y lo introdujo en su boca. Lo masticó lentamente, escupió las sobras, bebió un sorbo de agua y terminó por cepillarse los dientes con pasmosa tranquilidad.
Miguel Covarrubias
No. 55, Noviembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 335