Mario Levrero

Mario Levrero

Mario Levrero

(Montevideo, Uruguay 1940-2004)

Fue fotógrafo, librero, guionista de cómics, humorista y redactor jefe de revistas de ingenio; publicó las novelas: La ciudad (1970), París (1980), El lugar (1984), Dejen todo en mis manos (1994), El alma de Gardel (1996) y El discurso vacío (1996). Al morir dejó inédita su última obra, La novela luminosa. También publicó los libros de cuentos: La máquina de pensar en Gladys (1970), Todo el tiempo (1982), Aguas salobres (1983), Los muertos (1986), Espacios libres (1987), El portero y el otro (1992), Ya que estamos (2001), Los carros de fuego (2003), más dos volúmenes de Irrupciones (2001), columna periodística que realizara entre 1996 y 1998.

Además, durante veinte años Mario Levrero estuvo a cargo de diversos talleres de escritura, incluyendo los talleres virtuales.  Dirigió la colección literaria De los Flexes Terpines, que publica Cauce Editorial (Montevideo) y sobre los que expresó: “Los libros de esta serie inicial han sido todos elegidos por mí.  Son auténticos escritores, de alma, no escriben “para” sino que escriben “por”: escriben por necesidad de escribir, que es la única fuente de la que surge auténtica literatura.”

Las prodigiosas señales luminosas

La característica primera persona del narrador en la literatura de Mario Levrero se convierte en un atrapador del lector; al avanzar el atrapado lector, irremediablemente vive otra vida más valiéndose, ahora él mismo, de la vida del narrador.   Esto lo consigue Levrero por la veracidad y la honestidad, así como por el carácter profundo de sus creaciones.

Se ha dicho que la obra de Levrero se caracteriza por presentar un mundo caótico, distorsionado, cruel, obsesivo, asfixiante, en fin, un mundo de pesadilla y, pueden ser válidas estas descripciones, siempre y cuando reconozcamos que se hacen acompañar por una estructura lúdica, cruel pero festiva a la vez.  Podemos agregar también los ambientes opresivos, las relaciones humanas ambiguas y casi pornográficas, la apatía del narrador y su imperiosa necesidad por satisfacer sus instintos más primitivos y otros no tanto, como el comer, el dormir, el mear o el hacer el amor; el fumar, el beber café y el aislamiento.  Dentro de toda esta aparente oscuridad, Levrero nos señala o, mejor dicho, nos muestra y traduce las prodigiosas señales luminosas que constantemente se están revelando, pero que sólo unos pocos logran traducir; Mario Levrero posee ese don y lo comparte generosamente con sus lectores.

Aquél que crea que los mundos que Levrero nos narra no existen en nosotros mismos, es que no se ha atrevido a echar una mirada hacia su interior.  Posiblemente Levrero tenga no muchos lectores, pero sus lectores se convierten en lectores leales que nunca lo abandonan porque no pueden y, además, no quieren escapar.

La narrativa de Levrero se ha querido encasillar de manera equivocada, en la ciencia-ficción y, después, en la literatura fantástica, concepto errado también.  La obra de Mario Levrero es luminosa, yo la llamaría si es que hay que llamarla de alguna manera, narrativa luminosa[1].

Ese líquido verde

Llaman a la puerta. No espero a nadie; me extraña que llamen. Sin embargo, abro. Hay una muchacha de uniforme y ojos verdes; sonríe, muestra un portafolios y me dice:

—¿Me permite pasar? Es una demostración gratuita domiciliaria.

No lo pienso; me hago un lado y entra, al tiempo que abre el portafolios. Extrae una franela y un frasco, pero aún no reparo en esto; detrás de ella entra un payaso, que se para de manos en el centro de la pieza, y hay más gente afuera.

La muchacha humedece la franela con el contenido del frasco —un líquido verde— y comienza a pasarla por la mesa, frotando lentamente con movimientos circulares. Ha entrado una pareja de equilibristas que hacen pruebas maravillosas; una consiste en hamacarse, colgados de la araña, y dar una vuelta completa en el aire y caer de pie, haciendo un saludo; pero yo estoy atento al domador que entra con un león y un tigre (que gruñen con sonidos estomacales y peligrosos), y luego a la écuyere de pie sobre el caballo, y a los camellos y a la jirafa y al elefante; éste queda trabado en la puerta, a pesar de que el director ha abierto especialmente las dos hojas. El elefante tiene una expresión penosa mientras el domador y el payaso lo empujan hacia afuera, para destrabarlo; luego lo empujan de nuevo hacia adentro, torciéndolo ligeramente, y logran hacerlo pasar.

Quedaba el motorista suicida que irrumpe con ruido infernal, a gran velocidad, da vuelta por las paredes y hasta por el techo.

Me acerco a la muchacha  y le digo que ya tengo bastante de su demostración domiciliaria, que ya no me interesa, que no he de comprar, de todos modos, ningún producto; que está perdiendo su tiempo, y yo el mío.

No se enoja; sonríe interrumpe sus movimientos circulares, guarda sus cosas, me saluda y sale. Mientras baja la escalera y sale. Mientras baja la escalera me asomo y le grito:

—Y llévese también su circo. ¡Por Dios!

—¿Mi circo? —pregunta, asombrada— ¿Qué me dice? Esa gente no ha venido conmigo.

Mario Levrero
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 92