Edmundo Valadés entre los dos volcanes

Siempre Guillón

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Edmundo Valadés entre los dos volcanes

Por Guillermo Samperio

 A lo largo de mi vida tuve cuatro encuentros con el maestro Edmundo Valadés. Dos de manera indirecta y dos directamente. El primero fue cuando yo tenía aproximadamente unos catorce años de edad. Recuerdo que en aquella época yo visitaba mucho a mi tío Luis Burgos, quien era un lector voraz, además de que poseía un gran oído musical y, por ende, gustaba también de la musicalidad en la literatura. En una ocasión mi tío, al ver que no tendría aptitudes musicales y, a pesar de la insistencia de mi padre porque yo fuera músico, en trompetista concretamente, mi tío Luis me obsequió un bonche de libros, recuerdo muy bien sólo dos: Confabulario, de Arreola, y La muerte tiene permiso, de Valadés. Primero leí el de Arreola y me cautivó con sus historias y estilo, rico en imágenes y el mundo que a los personajes les creaba, libro que tuvo gran influencia.

Después leí La muerte tiene permiso, pero dicho libro lo leía en casa de mi tío Luis, pues su casa quedaba muy cerca de mi colegio, y mi tío había hecho un trato con mi padre para que yo comiera con él al salir de la escuela y así fue durante un tiempo. Después de comer mi tío Luis se iba a dormir en su sillón favorito; mientras él dormía, yo subía a la azotea de su casa; como entonces no había tantos edificios se veían, sin ningún problema, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl.

En aquel libro, ahora, puedo ver que en la obra de Valadés hay una cierta distancia de lo fantástico, a lo indeterminado, a lo metafísico y lo mitológico. Pero, al mismo tiempo, Valadés ve más allá del realismo tradicional que ya se había gestado con los libros de Rulfo, de Miguel Ángel Asturias o Alejo Carpentier, y aun del impresionismo del mismo Arreola: Valadés, no deja fuera ningún componente de la realidad contigua por inmunda que ésta sea. El desarrollo del cuento es, sin embargo, en su totalidad subjetivo, es decir que dicha obra pareciera ser escrita sin ningún afán didáctico ni moral; Edmundo Valadés sólo estaba interesado en la captura de las reacciones de cualquier persona frente a situaciones sociales complicadas. La escritura de Valadés, en la mayoría de sus libros de cuentos, se torna impersonal; en cada obra existe una distancia total, siendo un autor enteramente objetivo y sagaz, como atinadamente afirmó Julio Cortázar en alguna entrevista.

El segundo encuentro fue en un taller que impartió por parte de la Dirección de Literatura del INBA a principios de la década de los setenta. En aquel tiempo asistía también al taller del maestro Augusto Monterroso en el IPN. Recuerdo que ambos talleres se impartían el mismo día, pero con dos horas de diferencia; terminando el curso con Monterroso, salía corriendo hacia el taller del maestro Valadés. Yo no llegaba a tiempo con él. Un día el maestro Edmundo se me acercó, me cuestionó mi impuntualidad, y al saber que venía del otro lado de la ciudad de un taller literario con Monterroso me dijo: “Está bien, Samperio, un escritor debe buscar varios caminos sin obsesiones; de Tito usted va a prender mucho, no lo deje”. Después, no volvió a comentarme sobre mis retardos. Era un hombre sencillo y sobrio de pensamiento. Sus consejos los llevé al pie de la letra y Edmundo Valadés supo el significado de la obsesión en el escritor como una condición que a la larga puede destruir a cualquier artista. Es decir, llega un momento en que las obsesiones no sólo van desgastando, sino que, a mediano plazo, se comienza a ser circular, reiterativa. Puede originar una literatura que tan sólo esté bordando durante años sobre una interioridad, problemas e intimidades que no le interesan al lector. Ser fiel a las obsesiones se puede convertir en un bumerang que, a la postre, golpee en la cara al escritor y eso, estoy convencido, fue el gran obstáculo que varios escritores como Rulfo, Arreola, Cortázar, Monterroso y el mismo Valadés supieron sortear con maestría.

Mi tercer encuentro con el maestro Valadés fue un par de años después de haber tomado su taller; yo ya había publicado Cuando el tacto toma la palabra con el IPN en 1974 y Fuera del ring con el INBA en 1975. Recuerdo que, por medio de una carta, me invitó a colaborar con algún texto inédito para su célebre revista El cuento, invitación que por supuesto acepté de inmediato. Con tal revista Edmundo Valadés, además de mantener la sección de minicuentos, elaboró la conocida antología de ficción breve de importancia universal: El libro de la imaginación (1970). Este libro recoge las ficciones breves más destacadas hasta aquel entonces, obra destinada a ser parteaguas para futuras publicaciones nacionales y extranjeras. La revista El cuento de Valadés no sólo era una publicación donde se concentraban las mejores plumas de habla hispana; también era un trampolín para los nuevos escritores. Además, la política de Valadés era inclusiva; sin importar corriente artística o ideológica, él daba cabida a diversos textos siempre y cuando tuvieran la estructura del cuento; apoyó a los jóvenes escritores sin pedirles nada a cambio. No le importaba si pertenecían a tal o cual grupo; eso pasaba a segundo término. En cambio, hoy en día y desde hace bastante tiempo, esta temática de exclusión en varias publicaciones nacionales es cada vez más latente y es una agresión a la literatura y a los nobeles escritores de nuestro país. Esta mala práctica, en definitiva, debe parar y los nuevos editores deben erradicar y saber que los caciquismos literarios no llevan a nada, sino sólo a la destrucción de la cultura.

Mi último encuentro con Edmundo Valadés fue en Ciudad Victoria, Tamaulipas, durante un encuentro literario; el maestro, como invitado de honor daría una ponencia y yo impartiría un taller literario. En aquel tiempo yo trabajaba en la Subdirección de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes. Durante un fin de semana se llevaron distintas actividades y el maestro Valadés participaría al final y así concluiría dicho encuentro literario. Yo, siendo parte de la coordinación del evento, acompañé al maestro a su hotel; en esa época yo salía con una linda chica tamaulipeca que había conocido anteriormente. Ella me dijo que iba a ir un grupo de amigos al cierre del evento, pues eran admiradores de la obra del maestro Valadés. Y así fue, terminó el encuentro y los amigos de mi galana abordaron al maestro. Recuerdo que dentro del pequeño grupo de amigos había una joven muy guapa; el grupillo se disolvió y sólo quedamos mi novia, su guapérrima amiga, el maestro y yo.

Como anfitrión, le pregunté al maestro si le gustaría acompañarnos a cenar y él, con la galantería que lo caracterizaba, aceptó, diciéndome: “Por favor, Samperio, eso ni se pregunta delante de tan bellas damas”. Así que los cuatro nos fuimos a un restaurante: brindamos, cenamos, charlamos, fumamos (en aquella época se podía fumar dentro de los restaurantes), reímos y el maestro contó varias anécdotas. Regresamos al hotel, nos despedimos de las damas y nos retiramos a nuestras respectivas habitaciones, con la promesa de que al día siguiente ellas vendrían por nosotros para llevarnos desayunar.

Al otro día, el maestro Valadés, las lindas mujeres y yo fuimos a desayunar a un bello lugar que tenía amplios jardines y un mirador. Debo decir que el maestro jamás le insinuó algo a su admiradora, siempre fue un caballero. Una vez que terminamos, decidimos caminar por aquel lugar, yo tomado de la mano de mi novia y el maestro, gentilmente, le ofrecía su brazo a su bella adepta. Al llegar al mirador, aquella vista me hizo recordar la azotea de la casa de mi tío Luis Burgos, traje a mi memoria la estampa del Popocatépetl y el Iztacíhuatl, con la diferencia de que en vez de cargar un libro del maestro Valadés, era él mismo quien me acompañaba en tan bello paisaje. Cada vez que miro ambos volcanes, irremediablemente, viene a mí el recuerdo de mi querido maestro Edmundo Valadés.

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…de José Luis Velarde 2

La corrigenda y algunas líneas inspiradas por Edmundo Valadés 

Por José Luis Velarde

Finalizaba 1972 cuando entré a un estanquillo de Monterrey, sin pensar que iba a descubrir El Cuento, revista de imaginación, pues alguien la había dejado entre las publicaciones dedicadas al futbol que yo solía comprar. Me refiero a Gol, de hechura mexicana y El Gráfico procedente de Argentina. Quizá las portadas mostraban a Enrique Borja, Carlos Bianchi y a Rubén Ayala entre tantos otros futbolistas destacados de la época. No sé porqué las ignoré para revisar El Cuento, cuya presentación era diferente a las utilizadas por los editores nacionales, pues se parecía al formato pulp estadounidense. Los textos no eran muy largos; algunos sólo precisaban unas cuantas líneas para contar una historia. La sección de correspondencia señalaba los errores y aciertos de quienes se atrevían a enviar relatos para publicar.

Nunca imaginé que Edmundo Valadés era el autor de casi todas las respuestas. Quizá las leí de principio a fin gracias a la gentileza de un empleado más atento al JaJá que por importunar a quienes tomábamos el negocio como sala de lectura. Quizá también leí dos o tres textos hasta que me decidí a comprar El Cuento, a pesar del futbol y el JaJá —una revista de chistes y mujeres sicalípticas en traje de baño— que ahora puedo referir, sin pena, como otra lectura preferida en mi adolescencia.

Compré el número 53 de la publicación de Edmundo Valadés. Hoy recuerdo la portada, porque la vi en el sitio Minificciones de El Cuento, donde Alfonso Pedraza atesora todo lo relacionado con una saga que alimentó la cuentística, sobre todo en Latinoamérica, durante la segunda mitad del Siglo XX.

El Cuento era el espacio didáctico donde Valadés dictaba cátedras sobre un género empeñado en modernizarse con requerimientos estrictos sin perder la originalidad y el interés de los lectores. La redacción recibía textos de cualquier parte del mundo. Era el sitio donde convivían maestros de la escritura y aspirantes deseosos de encontrar espacio junto a los consagrados. Ya se hablaba de cuentos mínimos al finalizar la década de los sesenta. Cada propuesta se analizaba y recibía los comentarios pertinentes.

Valadés reiteraba la necesidad de la corrigenda. Así llamaba a la revisión que depura los textos y revela el arte de los escritores si es que lo tienen. La corrigenda es un trabajo íntimo que nadie debería desdeñar. Era un taller literario por correspondencia en aquellos días en que el servicio postal era incierto como de costumbre. En aquella sección descubrí personajes como la Señora de Nueva York. Dama de incontables apariciones y cartas divertidas, aunque no mostrara cuento alguno sólo el gusto de platicar con el editor. Otro visitante reiterado era El Cuentista del Tráiler; un chofer que mandaba los cuentos escritos mientras recorría el país en jornadas interminables.
Hoy puedo saber que se llamaba Ricardo Cortez Zapata, gracias a las Minificciones de El Cuento.

El pasado abril estuve en la Ciudad de México. Asistí a una conferencia de Juan Antonio Ascencio, dedicada a Edmundo Valadés. Ahí nos dijo que nació en 1915, en Guaymas, Sonora. Fue maestro rural a los dieciocho años en Tamaulipas y en el Estado de México. Un año después emigró a la capital del país donde trabajó como periodista en diarios, revistas e incontables misiones culturales. Aun resuenan en mis oídos estas palabras de Valadés, rescatadas por Ascencio.

“Éste quien les habla, padece la filtración de las palabras. Al escritor que no se bate todos los días con ellas, el idioma se le achica. Por eso le será difícil expresar cómo le conmueve este acto, que le suscita sinceras reservas sobre si lo merece. Calcula que no ha podido acabalar sus posibilidades creadoras. En el recuento que hace, buscando estar en paz con sus alternativas, le duelen las páginas no escritas, y no lo levanta la parquedad de las que ha pergeñado.”

El Cuento tuvo una primera época donde sólo aparecieron cinco ejemplares. Eso ocurrió en 1939, pero renació en 1964 para alcanzar más de 140 números donde prevalecía el buen gusto tanto en los textos publicados como en el diseño gráfico. La revista enfrentaba los problemas de distribución y respaldo financiero que suelen enfrentar las publicaciones literarias de nuestro país. El Cuento fue semestral o trimestral o irregular en diversos periodos, pero no disminuían las ganas de leerla y uno la buscaba en todos los expendios posibles incluso en las librerías de viejo de la calle Donceles y en las banquetas inmediatas al Zócalo capitalino. Encontrarla era una recompensa multiplicada al adentrarse en las lecturas.

Fue en 1985 cuando Guillermo Lavin me invitó a participar en un taller literario que impartiría Edmundo Valadés, en Ciudad Victoria, mediante el Instituto Tamaulipeco de Bellas Artes. Aún ahora me resulta difícil recrear aquel encuentro con un personaje querido y admirado a la distancia. Atestiguamos sus comentarios con avidez y a partir de esa fecha pude saludarlo en repetidas y afortunadas ocasiones. Un día Guillermo y yo nos topamos con él en un vagón del metro capitalino en una coincidencia milagrosa. Otra vez acompañé a Toño Huerta y a Juan José Amador para llevar a Valadés al aeropuerto victorense, apenas a tiempo, para que abordara el avión de las siete de la mañana tras una velada interminable suscitada en la casa del mismo Guillermo mencionado al iniciar este párrafo.

En 1986 asistí a mi primer encuentro de escritores. Lo organizaba el Museo Pape, de Monclova, Coahuila, para reunir a los aspirantes de la época en un homenaje brindado a Valadés, quien además presentaría un libro: Sólo los sueños y los deseos son inmortales, Palomita. Edmundo Valadés. Hoy quise traer mi libro autografiado para presumir, pero no lo encontré en mis libreros.

Hoy estamos aquí para recordar a un ser humano de trato sencillo y amable. Un personaje que por estas fechas recibirá homenajes en diversas ciudades del país y el extranjero. Nadie los ordenó. Surgen del cariño que supo ganar como pocos escritores lo han hecho. El próximo 30 de noviembre se cumplirán veinte años de su ausencia. Nos empeñamos en recordarlo, porque fue un maestro verdadero en tiempos donde hay más pedagogos que maestros.
Hoy mi querido amigo Pedro Hernández Wilson, integrante del taller literario, leerá para nosotros. La muerte tiene permiso. Uno de los cuentos entrañables de Edmundo Valadés.
Gracias por su atención.

 José Luis Velarde y ValadésValadés y José Luis Velarde

…de Ángel Homero Flores

Los regalos de Edmundo

Ángel Homero Flores a

Edmundo Valadés  En su aniversario luctuoso.

-Nació en Guaymas, Sonora en el 15.

-¿Quién? –Pregunté, metiéndome en la plática como un intruso.

-Edmundo Valadés -fue la respuesta-, el cuentista.

El nombre trajo a mi mente a un señor calvo y bigotudo que le hacía al periodismo y que nos regaló tantos cuentos.

Yo también soy de Sonora, pero no del puerto, sino de Nogales, en la frontera. Y también salí de aquel estado a temprana edad, pero no hacia la Ciudad de México, como Edmundo, sino a la ciudad de Guanajuato; y hasta aquí llega la similitud. Aunque se puede decir que compartimos el gusto por la literatura y el cuento en especial. Sobre todo aquellos que, como dijo Cortázar, asestan al lector golpe tras golpe hasta que cae noqueado. Lo curioso es que no recuerdo ninguno con esas características.

Pensé en el cuento más famoso de Edmundo, La Muerte Tiene Permiso. Pero no creo que sea un historia como la que dice Cortázar, más bien es cómo una pelea en la que uno de los boxeadores se la pasa midiendo al rival-lector y en el momento oportuno da el golpe que lo deja pasmado, sin habla. El cuento lo leí cuando estaba en secundaria y todavía recuerdo, más o menos el final: “Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto”.

Me puse a revisar en mi catálogo mental si conocía algún cuento que golpeara al lector hasta dejarlo sin sentido y no encontré ninguno. Pero la forma más sencilla de hacer esa indagación sería recurrir a la revista que el mismo Valadés publicó durante tanto tiempo, El Cuento: revista de imaginación.

Por suerte en casa todavía conservo algunos ejemplares de la segunda época; así que decidido a buscar el cuento noqueador, esa misma noche descorché una botella de vino tinto y copa en mano y revistas en mesa me puse a leer.

Cuentos con final sorpresivo había muchos, como el de Bukowski, Los Asesinos, en el que dos ladrones matan a sus víctimas sin robarles nada; pero nada de golpes noquedores después de una paliza. Más adelante me encontré un soliloquio amargado de un tal Jesús Gardea que destila, como su nombre lo indica, un torrente de miel amarga: Trabajo me cuesta tomarme el jugo de naranja en la cocina. Es como si se me hubiera coagulado la tristeza en la garganta…

Pensé que tal vez estaba errando la búsqueda, así que me di a la tarea de revisar el texto de una mujer, pero sólo encontré un desfile de palabras en un relato un tanto surrealista cuyo final no tenía nada de sorpresivo ni golpeador, sólo un dejo de desazón y desconcierto: ¿qué tenía que estar haciendo San Sebastián desnudo, destilando sangre, en un café? De acuerdo, La Cita de Emma Armendariz tampoco fue un buen ejemplo.

La botella estaba a medias y hacía rato que el silencio imperaba en el cuarto: las 23 horas y todo sereno. El último vecino no tardaba en llegar, como todos los días. En breve escucharía el chancleteo en el cielorraso. Puse algo de música para acompañar mi búsqueda; me serví otro poco de vino y con la ronca voz de Leonard Cohen en el fondo me sumergí de nuevo en la lectura.

Me topé con un cuento viejísimo y bellísimo de un noruego, Cary Kerner, que databa de la primera época de El Cuento (el número 4) y que fue publicado de nuevo en el ejemplar conmemorativo de los 50 años de la revista. El relato de Olaf oye a Rachmaninoff  me enterneció hasta las lágrimas. Me imaginé al pianista ruso aporreando las teclas mientras Olaf rememoraba los avatares de un una tormenta en mar abierto, el viento entre los velámenes desgarrados y las manos de Rachmaninoff persiguiéndose una a la otra repicando como granizo en la cubierta. Tal vez fue el efecto del vino o mi mente atrapada en la historia y en la música salvaje del piano (tan lejos de la voz pausada y lenta de Leonard y sus acordes tristes de guitarra), pero de pronto me vi viendo a Olaf como veía y escuchaba al músico deshacerse ante su instrumento y, como Olaf, escuché con toda claridad dos tonadas como el graznido de una gaviota contra el mar encrespado. Y de repente [Rachmaninoff] alzó las manos y las detuvo en el aire. ¡Por Dios que uno podía oír la melodía escurriendo de sus dedos en alto! Al final, me quedaron las palabras de la sobrina de Olaf, goteando como restos de lluvia desde las gavias, cuando responde a la pregunta de si ella podía tocar la misma pieza que tocó el pianista ruso: ¡Pero no como él, tío Olaf!

¿El cuento de Kerner me golpeó hasta noquearme? Me hizo llorar, tuve que interrumpir la lectura un par de veces para reponerme; hasta ahora era lo más parecido a esa pelea de box que andaba buscando. Para continuar con la búsqueda tuve que abrir la otra botella (¡sólo tenía dos!).

Estuve leyendo un par de horas más, la lista de cuentos fue más o menos larga.

Cuentos ingeniosos como Una piedra para dormir, de Waldo Frank; de terror rayando en el romanticismo como el de Lovecraft, La música de Eric Zann; o el de El pozo y el péndulo de Poe. Hallé poesía en un cuento de Mastreta: Lo encontré en la esquina de un salón lleno de gente. No hablaba pero me llamó con la amargura de sus ojos miserables…

Pero no encontré la tan buscada historia, tal vez si nos embarcamos en una tercera época de la revista…

La segunda botella se acabó. Seguí hurgando en los regalos de Edmundo y no me di cuenta cuándo me quedé dormido, la mejilla sobre la mesa. Es cierto, los cuentos no te dejan sin sentido, pero la combinación con vino tinto y Leonard Cohen, ¡puede ser fatal!

Ángel Homero Flores SamaniegoHomero

…de Salvador Herrera García 2

En torno a don Edmundo Valadés y a un libro…

Salvador Herrera García

 

Por 1977, radicaba en el Distrito Federal. Era yo asiduo lector de los cuentos de don Edmundo Valdés y, desde tiempo atrás, persistente colaborador de El Cuento, a través de correspondencia desde mi natal tierra veracruzana.

 Una tarde me dirigí a las oficinas de la revista en la avenida División del Norte- con un ejemplar de La muerte tiene permiso…Mi intención era solicitarle a don Edmundo me hiciera favor de firmarlo… Acudí varias veces, nunca lo encontré…

 A la quinta visita fallida, un muchacho que estaba a cargo de la oficina, me sugirió que le dejara el libro; anexé una nota que explicaba mi deseo y se lo entregué, aclarando que pasaría a recogerlo en días posteriores…

No me fue posible regresar. Pasaron los meses. Dejé el DF y regresé a radicar por una temporada a mi natal Catemaco, Veracruz… Casi me olvidé del libro…

Y un día, el cartero me dio la sorpresa. Llegó a mí un envío registrado…era de don Edmundo. … Contenía varios ejemplares de El cuento, con mini ficciones de mi autoría… y mi libro autografiado. Pero no era el ejemplar que llevé aquella tarde, maltratado por el uso; era otro nuevo, de edición reciente y nueva portada… Además de la atención de enviármelo, el maestro se tomó el trabajo de buscar y encontrar en su archivo -entre la nutrida correspondencia-, mis envíos y mi dirección postal…

Años después, tuve la oportunidad de agradecerle personalmente, ese generoso, atento e inolvidable detalle.

chava

img733Salvador Herrera García

…de José Barnoya 2

En homenaje a Valadés.

José Barnoya (Guatemala).

Estuve en el Palacio de Bellas Artes de México en mayo de este año, para la entrega del libro: Minificciones de El Cuento, la hermosa antología de cuantos cortos que, con pulcritud y esmero publicó el amigo Alfonso Pedraza. Estábamos reunidos 31 cuentistas en el Salón Manuel María Ponce, cuando de súbito subió al escenario un personaje: barba y bigote entre canos, sonrisa irónica y mirada chispeante. Una de los cuentistas: Adriana Quiróz, lo reconoció en el acto. –Es Edmundo dijo besándolo amorosamente.

Valadés escucha entonces a los minicuentistas que presiden el acto: Marcial Fernández, Bernardo Pérez, Javier Perucho y Alfonso Pedraza. Después, recibe un ejemplar de Minificciones de El Cuento, y pasa revista a los más de doscientos cuentos, escritos por los 103 cuentistas que colaboraron en la revista El Cuento que él y Rulfo editaron por muchos años.

De repente, alguien entre la concurrencia pide la palabra y sube al escenario. Es Sacramento quien habla en nombre de la comunidad de San Juan de las Manzanas, exponiendo sus quejas en contra del Presidente Municipal, quien les ha robado sus tierras, secuestrado a sus mujeres y vejado a sus pobladores. Pide por último, autorización para eliminar al Presidente. Como nadie lo atiende, se baja del estrado y abandona el salón. Ya en la calle, ve como la gente rodea a un cadáver: es el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas.

Guatemala, octubre de 2014.

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 Entérese aquí de la interesante vida del  Dr. José Barnoya 

…de Guadalupe Vadillo

El Cuento: un fenómeno luminoso

Guadalupe Vadillo

Los recuerdos se van agazapando y solo se asoman a través de la bruma del tiempo cuando en el horizonte aparece un evento que les interesa. Justo eso sucedió con mi relación con El Cuento. Cuando recibí un correo electrónico de Alfonso Pedraza invitándome a escribir en una antología de minificcionistas que habíamos participado en esa revista, como convocados por un médium, uno tras otro se concretaron los recuerdos asociados a esa publicación. Fui al librero donde conservo algunos ejemplares, abrí uno y el aroma del papel enseguida me hizo recordar otros momentos, a lo largo de los años, en que había vuelto a disfrutar de la revista.

El primer recuerdo que se hizo presente fue cuando la descubrí en un estante de Sanborn’s. Cuando la vi y pude hojearla, un texto brevísimo me atrapó. Di la vuelta a la página y encontré que en casi todas las hojas había una sorpresa deliciosa y breve. Me apresuré a comprarla y a llegar a casa para terminar de leer, primero, todas las ficciones mínimas y después abordar alguno de los platos fuertes.

Desde ese primer momento, el entusiasmo por colaborar en la revista surgió y, con los días, se hizo más intenso. Leí la convocatoria al premio y como un Walter Mitty versión femenina y de catorce años, me imaginé ganándolo. Revisé textos que había escrito y a diario me acostaba pensando en el texto mío que aparecería en sus páginas. Empecé a enviarlos por correo y esperar, esperar, esperar. Nada. Por fin acomodaban el nuevo número en el estante, ahí mismo lo revisaba para ver si alguno de mis cuentos había logrado colarse a la edición, pero los ánimos finalmente se venían abajo.

Como es natural, llegué a la conclusión de que simplemente no les habían llegado mis envíos: el servicio de correo era tan poco predecible que seguro mis cartas estaban por ahí, atrapadas entre la burocracia. Por ello, un día decidí llevar yo misma mi texto a la oficina de la revista, creo que cerca de la Glorieta Mariscal Sucre. Casi no tengo imágenes visuales del lugar, pero viene a mi mente una escena de un sitio estrecho donde había escritorios (¿de madera?) y dos hombres rodeados de papeles, así como muchos ejemplares de la revista. ¿Alguno de ellos sería Valadés? Entregué un sobre con dos o tres textos, colmados de buenos deseos y mejores augurios y salí, cruzando los dedos.

Recuerdo también mis idas a Sanborn’s en los días en que debía aparecer y las decepciones cuando no llegaba aún, así como las alegrías de encontrarla, elegir la que estuviera planita e inmaculada, para correr a leerla de forma administrada: un poco a la vez, para estirar el gusto hasta que se volviera a hacer presente. Eran tales mi afición por la revista y las ganas por que me publicara algo que empecé a medir el tiempo a partir de las entregas de la revista. Así, cuando un día abrí un número y vi mi nombre en el índice, casi la dejo caer al piso. Me apresuré a leer mi cuento y me acuerdo que, ya ahí, no me gustó. Pensé que era un honguito al pie de los árboles robustos que eran todas las ficciones que lo rodeaban. Sin embargo, contagié de emoción a mi familia y a mi mejor amiga. En las noches ya no sólo pensaba en mi siguiente trabajo que aparecería en El Cuento, sino que mentalmente veía de reojo mi textito ya publicado.

El tiempo es un elástico que se estira y que se encoge de vez en vez. Abrir la antología 2014 con un cuento escrito hacía apenas unos meses fue uno de esos momentos en que pasado y presente se tocan: me causó exactamente la misma alegría que aquella primera aparición.

Siempre oímos que los cuentos nos permiten vivir vidas alternas. Para mí, la relación con estos maravillosos minificcionistas me ha permitido no sólo eso, sino revivir momentos de enorme emoción de mi propia historia.

guadalupe vadillo

Guadalupe Badillo

…de Mario Luis Vigueras Cuellar

Edmundo Valadés en mi vida.

Mario Luis Vigueras Cuellar

Era la hermosa ciudad de Tlaxcala, la Universidad Autónoma de Tlaxcala, la que nos daba la bienvenida a uno de los Encuentros de Investigadores del cuento mexicano, eran sus inicios, allá por el año de 1990, cuando estudiábamos en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica de la entonces Universidad Autónoma de Puebla.

            La invitación había llegado de parte de algunos docentes que también trabajaban en la UAP y en la UAT, por lo que el ambiente que se creo fue de total camaradería, debido a que allá la carrera de Letras apenas se iniciaba y sus alumnos eran poco, por lo que nosotros nos sentíamos como en casa.

            El encuentro se llevó de la mejor manera posible, los ponentes una vez terminadas sus exposiciones permitían el acercamiento de los alumnos, fue ahí que tuve la fortuna de conocer y hablar con Edmundo Valadés, una persona sumamente sencilla, cordial en el trato, de voz suave, con mucho sentido del humor y con una sonrisa que aún la recuerdo.

            El maestro Edmundo Valadés, con su plática muy animosa, era de sus vivencias, de sus experiencias, en ocasiones de tiempos difíciles que por sus lejanas tierras tuvo que vivir en carne propia, terrenos secos, en alguna ocasión intentó llegar al extranjero, fue una aventura digna de contarse en algún cuento, donde estuvo a punto de morir asfixiado en un transporte improvisado para llevar personas.

            Por aquellas fechas, todavía soltero, con ganas de triunfar, el conocer a Edmundo Valadés fue para mí, un ejemplo a seguir, conocía poco de su persona, poco de su obra literaria, pero ese encuentro considero que fue primordial para tomarle más gusto al cuento.

            Supe que era el director de la revista «El cuento», y me dijo que si quería, que mandara a ella algunas minificciones, situación que no desaproveché, lo curioso del caso es que perdí la comunicación después de ente encuentro de cuento y no supe jamás lo que pasó con lo que le envié, no había los medios con los que contamos en la actualidad.

            Esas vivencias, con compañeros que teníamos los mismos gustos, me llevaron por esas fechas a hacerme novio de la que se convertiría con el paso de los años, en mi esposa, Mariana Morales Alcántara, esas salidas a Tlaxcala, desde Puebla, esa convivencia, ir al mercado a consumir los platillos de la región, fue el inicio de una nueva vida, que terminaría con un casamiento el 21 de diciembre de 1991.

            Me enteré años más tarde que había fallecido, el 30 de noviembre de 1994, fue una noticia lamentable que se divulgó por los diferentes medios periodísticos y sobre todo de las letras en México, lo que son las casualidades, es en este mismo año, unos días antes, el 1 de noviembre que llega a mi vida una de las fortunas más grandes que podemos tener en esta vida, me convierto en padre de mi primera hija, que lleva el nombre de su madre, Mariana Vigueras Morales.

            Sin embargo el paso del tiempo me lleva por otros caminos, un día, por coincidencias o azares del destino, me doy cuenta de que preguntan por mí, se trata de Alfonso Pedraza, al momento creo que se trata de alguna broma, pero mi sorpresa es enorme al ver que se trataba efectivamente de mí, no había duda, esa persona soy yo, lo había escrito en ese tiempo que lo conocí y que ahora estaba seguro de que algo, tal vez poco, pero él me había evaluado con un «excelente» al poder permitirme estar en su revista internacional.

            Mi alegría creció porque al paso del tiempo, me he convertido en un docente de español, en secundaria y de un docente de Lenguaje e Investigación en el nivel de preparatoria, y por gusto personal, les he dicho a mis alumnos, la fortuna que tengo de haberlo conocido a este genial maestro de literatura mexicana, les hablo de él, con el respeto y admiración que se profesa a un padre, a un gran amigo, les invito a leerlo, les traigo sus lecturas a las clases y trato en lo posible que él siga presente, que no se vuelva como la muerte tiene permiso, que siga presente con nosotros, porque los Sueños son inmortales palomita, porque si algo he aprendido de este genial maestro es que los mejores cuentos salen de las vivencias y que tarde o temprano se pueden volver realidad.

            Por eso y más cuando me hablan del maestro Edmundo Valadés, me llena de gusto y orgullo poder ser parte de este grupo selecto que en alguna ocasión tuvimos la fortuna de encontrarnos en su camino, un camino literario, ser parte de esas coincidencias de la vida o de la muerte.

mario luis

Mario Luis Vigueras Cuellar

… de Dámaso Murúa

EDMUNDO VALADÉS, SONORENSE MAREÑO[1]

Autor. Dámaso Murúa

Sucedió a fines de noviembre de este año, en el Museo Carrillo Gil de la Tenochtitlan City. El acontecimiento era simple y claro pero notable: celebrar los primeros cien números de la revista El Cuento que había dirigido desde siempre Edmundo Valadés. Anteriormente con ayuda de Juan Rulfo, Memo Giardinelli y ahora por la de Agustín Monreal y Juan Antonio Ascencio. Decir cien números de tal revista, en nuestro país, equivale a proeza no fácil de igualar. Un hombre de mar, que tuvo horizonte azul en su infancia guaymense, es el causante de este acontecimiento.

La mesa de los homenajes fue ocupada por José Agustín, José de la Colina, Marco Antonio Campos, Felipe Garrido y el mago de nuestra literatura cuentística. A Edmundo debemos muchísimos escritores mexicanos, consejo, apoyo y estímulos. Yo no puedo contarme fuera de su generosidad. Afortunadamente la reunión fue entrelazada, colectiva, y debido a ello pudimos saber muchos secretos de esta portentosa obra del sonorense escritor, autor del magistral cuento llamado “La muerte tiene permiso”.

Lo menos que dijo Pepe de la Colina fue que sus libros no serán muy conocidos, sus cuentos tal vez un poco menos, pero por el hecho de haberle publicado Edmundo Valadés algunos textos suyos en El Cuento, podía considerarse conocido no sólo en México, sino en toda Sudamérica. Porque por todo el Congo Sur, la revista es famosísima; se le considera el primer embajador mexicano de las letras. No hay escritor importante o menor que en los países sudamericanos, no la conozca.

Ante lo dicho por De la Colina, Marco Antonio Campos apuntó que él se consideraría desheredado y sin estímulo en las letras mexicanas, hasta que Edmundo Valadés algún día lo publique, y ojalá que sea pronto porque Campos es un escritor joven que nos brindará buenas cosas en el futuro. José Agustín, más novelista que cuentista, lamentó que Edmundo aún no lo haya incluido en ninguno de los 1500 cuentos que se han logrado publicar en la revista que celebrábamos en un ciento. Pero Agustín es un escritor tan talentoso, ya conocido, tan hecho den su personalidad inconfundible de escritor grande, que no le hace falta. Fue a la reunión porque el afecto por Edmundo Valadés se nos desparrama siempre. Edmundo es como un hermano mayor en esto de las letras mexicanas.

A medida que se desarrollaba esta asamblea literaria, no pude omitir el recuerdo de otro homenaje hecho a Valadés en otra galería de pintura, por las calles de Havre, cuando Juan Rulfo nos dijo a todos que si era escritor se lo debía a Valadés.

Carajo, en mi vida he escuchar elogio tan sincero y franco a favor de Valadés. El mejor cuentista de México, le estaba diciendo que era escritor por él, por sus consejos, por su amistad y sapiencia literarios. Pero también, ya en reflexión, creo que Rulfo no estaba diciendo mentiras ni elogios desmedidos. Edmundo es un grande de la literatura mexicana y de muchas partes del mundo. También es un maestro.

Entrando a la reunión, me topé con Ascencio, a quien yo confundí con Noé Jitrik cuando me lo presentaron, un argentino cuentista y de facha parecidísima a este jalisciense amigo. Antes de decirle buenas noches a Juan Antonio, me emplazó a recordarle el nombre de un cuento de mi libro El mineral de los Cauques (“Tengo ocho libros tuyos, ya sabes”), que no era otro que El héroe, el soldado cobarde y escuinapense que lo mataron con rifle de municiones; iba llorando como el soldado que consagró Daniel Santos en una cancionsona de aquellos tiempos. Juan Antonio fue testigo del premio que me dieron por “El Tiburón Larín”, en Puerto Vallarta, en el año de 1984. Hasta me aseguró que había salido en El Cuento; que lo había publicado Valadés. Fuimos a preguntarle a Edmundo si era cierto y me dijo que no, ya me reí, porque tanto Edmundo como yo, para esas cosas, tenemos memoria de elefante grande. A mí no se me habría podido pasar que me publicaran esa revista y no saberlo.

Porque, como José de la Colina, estoy en deuda con Edmundo Valadés. En el número 20 ó 25, me publicó el cuento de “El tigre ensillado” de mi libro El Güilo Mentiras, lindamente ilustrado; y en el número 60, el texto grande que yo llamé “En el tiempo”, un cuento bonito de las fiestas de toros en el sur de Sinaloa, donde narro que una mujer bellísima, Walfa llamada, por el recuerdo de sus axilas velludas, baja con una indicación de ojos a uno de sus admiradores a torear un toro cebú que le pone una paliza de órdago, reventándole un testículo con el testuz, porque la fiera no tenía cuernos. A Edmundo no se le olvida el tema, ni el Mentiroso tampoco. Por eso pude dirigirme casi pedante como si fuera hijo de la familia Valadés, a Marco Antonio Campos. Otros lloran por lo que a uno le sobra. Carajo, qué presumido me sentí esa noche.

Todavía me acerqué a José Agustín para confiarle mi fanatismo por sus letras y asegurarle, sin mentir, que lo leo siempre que publica un libro. Este escritor es de Guerrero, nacido en Acapulco y para mí que es de origen cambujo o saltapatrás, como calificaban a algunos mulatos los güeros españoles racistas. Además, tiene manos grandes, como de boxeador con KO. Gran amigo, sencillo y ñero, como decir “mi cuáis”, en Sinaloa.

Pepe de la Colina se quejó conmigo de la falta de notas por los libros de escritores mexicanos. Que los aprendices de crítica mexicana y literaria, parecen que viven en extranjía, porque sí hacen crónicas de Milán Kundera, Leonardo Sciascia, Chesterton y otros extranjeros, pero de los mexicanos ni una nota. Hay que esperar que se apiaden de nosotros, estos traidores de la cultura mexicana. Es cierto que hay pocos escritores mexicanos de gran calidad, pero que los hay, sin duda. Sergio Galindo ha publicado recientemente su libro importantísimo cuyo tema se desarrolla entre las ciudades de Jalapa y Orizaba. Además hay ya gente joven trabajando bien y con acierto. Pero la aclaración de De la colina, venía a cuento porque le di a uno de sus croniqueros, un ejemplar de la primera novela de José Luis Franco, un escritor novel pero bravo, de Mazatlán, que escribió sobre los amores fallidos de Angela Peralta y sobre el teatro que lleva su nombre, que ahora es una cueva de fantasmas marinos en el puerto sinaloense.

La reunión de marras me hizo reflexionar en el por qué Edmundo Valadés es como es. Seguramente su infancia la pasó enfrente de un espejo de mar, que no es lo mismo que pasarla frente a un espejo de rocas. El mar avivó la imaginación del niño y adolescente; lo tomó afectivo, porque Guaymas, en el tiempo de su vida, era un puerto muy generoso y no ha dejado de serlo.

De Sonora emigró un agricultor tosudo, sin mucha preparación, maestro que mataba presidentes y sueños, llamado Plutarco Elías Calles, el turco inmortal. Este turco es el autor de la primera estructura social y política más importante de nuestro país. También desde Huatabampo, se fajó los machos y tomó grado de general por sus pistolas, el Manco Obregón, Álvaro para su familia. Uno de los presidentes nacionales más astutos y canijos que ha tenido México. Tanto, que tuvieron que matarlo. Si el turco lo mató, o mandó matar, como dejó dicho a doña Elisa Beaven en Escuinapa, no quiero meterme en líos históricos. Pero ambos sonorenses, por no citar más, fueron hechura de las tierras y hábitat de esos rumbos. El desierto de Altar y el Golfo de California, producen hombres sensibles y constructivos, trabajadores y ladinos.

Cualquiera que vaya a Guaymas, ahora, en estos tiempos, en los muelles pesqueros, llegando al hotel Rubí, por ese rumbo podrá contemplar tres estatuas: las de Calles, De la Huerta y Abelardo Rodríguez. Los tres, presidentes de la República, que son de Sonora. Ahí, nomás le falta el Gordo Valenzuela… Para que dejemos de toser por nuestras presumidas pretensiones. Los sonorenses deveras que son gallos, como acostumbraba a decir Florencio Villa.

Pero también de Sonora, salieron tres maravillosas mujeres, tres repito, tres. Las más valientes, independientes y bonitas. Me refiero a María Félix, Silvia Pinal e Isela Vargas. La divina Isela, personaje femenino que la ilustró la portada de mi libro Amor en el Yanqui Stadium. Sobre las tres no necesito amontonar adjetivos, porque les sobran. Casi opacan a las otras tres nórdicas divinas del cine mundial: Heddy Lamar, Greta Garbo y Liv Ullman. Tengo razón en deducir cualidades por Edmundo Valadés, porque su tierra se las dio, y él supo desarrollarlas. Es un hombre que ha sabido estar en la altura de su talento.

Cuando vuela una gaviota frente a nosotros, besando al reventadero de las olas o paralizando sus alas en el centro del huevo azul, se nos da una lección inolvidable: el pájaro es uno de los animales más libres de la creación. Edmundo Valadés es un pájaro de mar, pero con la inteligencia orientada por el afecto a sus hermanos y a las letras escritas.

Que vengan otros cien ejemplares de la revista El Cuento, porque los escritores de habla hispana estamos muy orgullosos de esta publicación y de su autor, Edmundo Valadés, el tantas veces repetido y afamado sonorense.[2]

 Dámaso MurúaDámaso

 

 

 

 

[1] Texto publicado en el libro “LAS MUJERES PRIMERO” de Dámaso Murúa el “Güilo Mentiras”

[2] Nota agregada: En Investigación a los hechos narrados por el “Güilo Mentiras” Dámaso Murúa en este artículo encontramos estos datos que sirvan para dar más precisión a lo leído en este artículo.

Dámaso Murúa Beltrán, fue publicado en:  N°8, Caja de sorpresas, Pag. 55 Con el nombre: Fábula Escuinapense (Debe ser el mismo mencionado por él, como Tigreensillado). N°60 En el tiempo, Pag. 74

José Agustín fue publicado en: N° 23 Trayecto en el taxi Pag. 397, en el N° 53 Luz Aexterna Pag.77, en el N° 109-110 Cuentalia, respecto al libro: No hay cesura.

Marco Antonio Campos fue publicado en: el N° 93 María de sol, Pag. 623, Una fotografía con Eraclio Zepeda en pag. 604, En  “ Ellos los escribieron” Pag. 606, en el N° 96 Caja de sorpresas.  El canto de las sirenas Pag. 137, En el N° 113 Caja de sorpresas (3 cuentos) El pescado y la mujer Pag.35.   Después del combate  Pag.  69.  En la cruz Pag. 113, en el N° 114-115 Caja de sorpresas, En un burdel de Atenas  Pag. 171, en el N° 123 México 2 Bulgaria 0, Pag. 261  “Ellos los escribieron” Pag. XXX, y en el N° 127 Caja de sorpresas,  DIE KLEINSTE FABEL  Pag. 113.

…de José Barnoya

Nuestro antologado amigo, El Sordo, Dr. José Barnoya se comunicó por vía e.mail y nos convida tres hiperbreves que mantienen su clásico humor satírico.

Apreciable Alfonso: Gracias por su respuesta y acogida a mis relatos breves. A Valadés y a Rulfo los conocí por sus letras, y frecuentemente converso con ellos, releyendo sus cuentos y libros. Agradeceré cualquier información que me envíe. Abrazos de su amigo guatemalteco.

José Barnoya.

TRANSFIGURACIÓN

Preguntó a Dios un ateo:

— ¿Qué eras antes de ser Dios?

Y Dios respondió preciso:

—¡ Ateo, verdad de Dios!

 Julio de 2011.

ANTES Y DESPUÉS DE CRISTO

En pleno siglo XXI se encuentran dos personajes de barba y mirada serena; después de saludarse se sientan a la mesa. Uno de ellos pide una taza de café; el otro no pide nada, pues no necesita de bebidas estimulantes.

—Si hubiera nacido antes de usted no hubiera escrito: “La religión es el opio del pueblo  — dice Carlos Marx.

—Si yo hubiera nacido después de usted sería marxista —replica Jesucristo.

Septiembre de 2012.

LA CRUZ DE CONSTANTINO

“Con este signo vencerás”: AK47.

 Enero de 2013.

EL BIG BANG.

Con la mezcla de fermiones y bosones elaboró una bala, que introdujo dentro del cañón. Encendió la mecha y escuchó la explosión. Después, empezó a poblarse el universo.

Enero de 2014.

MANIQUEÍSMO

La mera verdad es que el escritor se regocijaba escribiendo puras mentiras.

Noviembre de 2014.

Agregamos un nuevo texto que el Dr. Barnoya. nos envía y que presentamos hoy precisamente que estaremos hablando de su libro Últimas Palabras, en el programa «Gente de pocas palabras» 

ALMAS GEMELAS

Nacieron, nacen y seguirán naciendo juntas. A la par, pegaditas sin ser siamesas. Aquí, allá y en cualquier lugar. Desde que ven la luz caminan juntas, inseparables. Comen juntas, trabajan juntas, duermen juntas, despiertan juntas. De repente, un día de tantos, una le dice a la otra: – Basta ya, estoy cansada, aquí me quedo, sigue tu camino -. La otra replica: – Está bien, puedes quedarte, desaparece de mi vista, descansa, ya es tiempo. Adiós -. Se despiden las dos con un abrazo. Se esfuma la Vida, mientras que la Muerte sigue su camino.

Junio 20 de 2015.

José BarnoyaJosé Barnoya para testimonios

… de Jaime Adolfo Muñoz Torres

1989. el maestro Edmundo Valadés viene a Aguascalientes en Feria del libro. Es invitado por el Instituto Cultural. Nos habla del cuento y de El Cuento. Al terminar, como siempre, varias personas se acercan a preguntar, felicitar, o como yo, a hacer bola. El hecho es, le informan que su regreso a Ciudad México, se retrasa. No será a la una de la tarde, sino a las siete. Escucho eso y lo invito a comer a mi casa. No era yo un completo desconocido para él, ya me había visto en el grupo de Felipe San José. Sencilla y espontáneamente aceptó, así que me vi caminando con él, de Casa de Cultura, a mi casa. Tal vez siete cuadras. Elegí la ruta más turística, La Plaza, calles peatonales, el Parián. Era bajito de estatura, vestía traje con corbata. Ya en la calle nadie lo conoció, nadie lo abordaba, ni saludaba. Yo tan orgulloso que me sentía de caminar con él, pero era evidente que a nadie importábamos. Al voltear a decir algún comentario, ya no estaba a mi lado, ni cerca. Desapareció. Lo vi caminando allá por otra calle, al alcanzarlo me hizo fijarme en un perrito, sus orejas, las patas, las manchas, leía en él, de que razas era descendiente. No recuerdo de cuales mencionó, pero me quedó claro su conocimiento del tema canino y su gran cariño por los perros. Luego llegamos frente al templo de San Diego. Ahora la cátedra fue sobre las campanas, me hizo ver las formas de los badajos, que me fijara en las inscripciones, en los faldones, supe que tenía labio, hombro y pie, ya casi una persona. Por lo tanto, en cuentos, perros y campanas era una enciclopedia viviente, cuando menos esos tres temas, pero, apenas hacía cinco cuadras que caminábamos juntos. En casa, invitamos a todos, mis hermanos y padres. Como a Rosa María le había leído La muerte tiene permiso, un día en la playa, la sorprendí, le estaba presentando al autor. Don Edmundo platicó con todos, y un buen rato, feliz con mi padre, era un campesino simpático. Como siempre llega la hora de despedirse. Dejó dos libros con dedicatoria, que también las comparto con su mensaje
:

...de Jaime adolfo 1

En La muerte tienen permiso: Para Jaime Adolfo Muñoz Torres, deseándole todo éxito en el tránsito de mercurio a las masas narrativas, amistosamente. (Firma) Ags. 1989.

 

 

... de Jaime Adolfo 2

La del Sumario de la revista 109-110: Para Jaime y Amelia Muñoz, agradeciéndoles su gentil hospitalidad y haber convivido en el seno de su amable y unida familia. Con la amistad de (Firma)

 

 

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Jaime Adolfo Muñoz con la camisa comemorativa de 50 años de EL CUENTO

…de Lilian Elphick

«La gran ola » fue finalista del Concurso de Cuentos Juan Rulfo, París, Francia, 1990. Estaba de visita en París y yo misma fui a dejar mi cuento a Radio Francia Internacional. Tenía 30 años recién cumplidos. Nunca me avisaron que había sido finalista. Me lo contó dos años después Daniel Divinsky, editor de Ediciones de la Flor, en Buenos Aires. Me mostró la revista. No podía creerlo. El fotocopió el cuento y yo me vine a Chile. Escribí a la revista para pedir un ejemplar. Me lo enviaron por correo postal con tan mala suerte que justo mi texto venía en blanco. Volví a escribir. Pasaron meses y recibí la revista, esta vez con el cuento bien impreso. El año 2000 mi casa se incendió y la Revista El Cuento N° 117 desapareció para siempre de mi vida.

Pero, como la vida tiene muchas vueltas, el año 2013, Alfonso Pedraza me envió el cuento en formato pdf, vía mail.

Lilian Elphick testimonio

Lilian Elphick con Luis Britto García,en el Congreso Internacional Juntémonos en Chile.

… de Martín Sosa Cameron

Martín Sosa Cameron, hijo de Emilio Sosa López, nos envía anécdotas de éste escritor cordobés.

En una, él discutía con una persona poco tolerante y muy obcecada, y cuando Sosa López con argumentos amables e irrefutables le demostró al otro su equivocación, ante el excesivo malhumor del interlocutor, Sosa López le dijo, «Bien… Ahora tranquilicémonos… Ya está… No sigo discutiendo con usted: jamás hay que tener tanta razón»… Era conocida su naturaleza conciliadora…

Otra, Sosa López había invitado a su amigo Jorge Luis Borges a dar una conferencia en Córdoba. Borges y él hablaban animadamente de temas personales; en un momento Borges se quejó de todo lo que debía soportar por el entorno familiar de su primer esposa… Sosa López le preguntó «Jorge, ¿tan incómodo está? Qué le gustaría hacer?», a lo que Borges le respondió «Irme de allí y volver con mi madre»; Sosa López le dijo, «Pero, Jorge, háblela ahora a su mamá y dígale que volverá con ella»; Borges lo tomó de un brazo, pues ya no veía, y le pidió que lo llevara hasta un teléfono; una vez que eso hicieron, Sosa López le discó los números, Borges
tomó el tubo y cuando fue atendido por doña Leonor, exclaEmilio Sosa López en los '40mó, muy contento, «¡Madre! Cuando vuelva de Córdoba me quedo con usted!»

 Emilio Sosa López en los 40’s


Martín Sosa Cameron: Nacido el 14 de julio de 1951 en Córdoba, capital, Argentina. Escritor, poeta, dramaturgo y editor. Casado, vive en Córdoba, Argentina.

Publicaciones: más de 200 trabajos literarios en diarios y revistas culturales de Argentina («LA GACETA», Tucumán; «LA PRENSA», Buenos Aires), Estados Unidos, España, Inglaterra. Becario del Fondo Nacional de las Artes. Enrique de Goycoechea, compositor asociado de la Bloomington University, Indiana, USA, musicalizó trabajos suyos, ganando el 1º premio por «Viajes interiores». Sus libros tienen críticas positivas en los principales suplementos literarios de Argentina, gran parte de ellos por miembros de la Academia Argentina de Letras – Libros publicados: INTERIOR DEL SUEÑO; POESÍAS DISPERSAS; PAR O NIMIAS (Poesía); ANTOLOGÍA DE LA POESÍA MODERNA DE CÓRDOBA – LOS HOMBRES DE HUMO (Cuentos); TEATRO (Tres obras: La vida perfecta; Laverdito; Celacanto); IMAGINERO DE CÓRDOBA (Antología narrativa); VIEJO Y ENFERMO IBA YO EN MI TRINEO (Cuentos, New York, USA); ¿ACASO EL ALMA NO ES IMPERSONAL? / LOS VIAJEROS (Teatro, New York, USA).

 Corresponsal para Sudamérica de «Boxing Illustrated», New York, USA; Editor de BoxRec.com; primer argentino y sudamericano Miembro de la IBRO (International Boxing Research Organization), el más importante centro de expertos en historia del boxeo del mundo[1].

Martín Sosa Cameron

Martín Sosa Cameron

 

 

 

 

[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Usuario:Mart%C3%ADn_Sosa_Cameron

… de Lucero Balcázar

Verme publicada en El Cuento es uno de los Poemas que me ha regalado la vida.
…Agosto de 1997: Salíamos de la Sala Adamo Boari y nos fuimos a comer a Los Azulejos; no sin antes ir a su librería y sí, ahí estaban mis letras, libres, con las crines al viento: Yo Yegua Poeta entre las páginas de El Cuento…

LB.... de Lucero Balcazar

Lucero Balcázar: México D.F. Poeta y Caricaturista, publica en http://www.lapiztoladigital.com.mx/index.php?lpzgwe=
Facebook: Lucero Balcázar Caricaturista Poeta,
email: lucerobalcazarotmail.com

…de Jorge P. Guillén

… de Jorge P. Guillén

 

Jorge ha querido enviarnos estos textos de reciente manufactura como una forma de testimoniar que su pluma se mantiene activa.

 

La Imaginación

Para Gabriela Sagahon.

 

Entre las cosas que guardaba en su celda estaba una pequeña pintura de un paisaje, no de aquellos paisajes verdes y frondosos ni tampoco marinos y soleados, era una pintura de un invierno siberiano, donde se apreciaban la ausencia de calor, blancos y grises dominaban el lienzo.

Solía dejar su imaginación vagar, adentrarse en los recovecos de su memoria y reconstruir recuerdos y olores, imaginación tan prolija poseía que era capaz de vagar por horas y hasta días si se lo proponía.

Una noche se adentró en el lienzo invernal, camino mucho y perdió la cuenta del tiempo.

Volteo a ver sus huellas en la nieve y estas casi se borraban. El pánico lo inundo.

Aquella mañana cuando los guardias revisaban a los prisioneros encontraron su cuerpo muerto de hipotermia.

 

Sus ojos

 

Desde el momento en que la trajeron se sintió abandonada, sus ojos azules y muertos observaban las cosas y personas de la casa sin perturbar a nadie, sin ser testigos de nada, siniestra aguardando su momento y tan inerte.

La gata venia hasta la cama y se echaba a dormir a sus pies ronroneado mientras descansaba, ya era este el séptimo felino que habitaba la casa desde su llegada y siempre ocurría lo mismo. El animal dormía profundamente y ella repentinamente les brincaba al cuello y de una dentellada les abría una vena y se tomaba la sangre tibia, los dueños de casa creían que eran los vecinos que odiaban a los gatos. Mientras con sus ojos azules y muertos y su hermoso vestido blanco de organza la muñeca los veía; ya les llegaría también a ellos su hora.

 

Memoria

Para Gabriela Sagahon

 

El senior se sentó a escribir el libro de la vida, era imperativo incluir a todos los justos y excluir a los que pretendían serlo, escribió sus mandamientos primero, de manera que pudiese medir resultados concretos, luego decidió listar por apellido y nombre. En el trascurso de escribir la lista se hizo viejo.

Debido a los efectos de la edad en la memoria un día no supo para qué escribía y termino por olvidar aquel libro lleno de nombres de extraños.

 

Bifurcación

Para Jaime Medina.

 

Marco sentía que estaba en una disyuntiva, por un lado la vida sería monótona y por el otro demasiado aventurada, era él lo que llamaríamos un hombre poco convencional, no podría nunca lidiar con el aburrimiento de lo cotidiano y tampoco osaría combatir en una Aventura interminable, debido a esto decidió caminar al filo de la navaja por el resto de sus días y como consecuencia termino por partirse en dos.

 

 

...de Jorge P. Guillén

Jorge P. Guillen

Marzo de 2014

…de Ricardo Chávez Castañeda

Decir la verdad desde los géneros literarios:

 una historia personal del cuento.

                                                     Ricardo Chávez Castañeda

Primero la confesión. Soy cuentista. Y, sin embargo, en veinticinco años he escrito poco cuento porque nací en una mala época para el género. No soy el único traidor. Represento a muchos. Traicionamos al cuento porque elegimos llevar nuestra necesidad de expresión a otro género literario donde pudiésemos ser leídos. Lo que me pregunto y quiero preguntarme hoy con ustedes es ¿qué no hemos podido decir, transmitir, contar, por esta decisión de darle la espalda? O más importante aún: ¿Qué no hemos podido ver?

Cada género literario es una máquina de observación y los traidores dejamos de ver cierta parte del mundo humano por cambiar el visor a través del cual lo observábamos. Mi hipótesis: perdimos el género que más allá de dar cuenta de una vida (como lo haría la biografía o la autobiografía) nos permitía penetrar en el mayor misterio de cualquier existencia humana: su punto de quiebre, el momento en el cual cada persona se divide en un Antes y un Después.

En la época en que escribí mis primeros cuentos, las editoriales ya te decían claramente: No, cuento no; no vende, no tiene lectores.  Me pregunto si ¿de verdad se fueron los lectores antes que nosotros? ¿Si de verdad la traición empezó por allí? Porque si así fuese, nosotros habríamos sido una mera consecuencia. Lo que quiero decir es que eso hablaría de algo más interesante que el mercado editorial y las ventas y bla bla bla. Revelaría a toda una época dándole la espalda al género; y en este desdén se hallaría una especie de síntoma con el cual podríamos hacer un intento de diagnóstico o emprender una investigación detectivesca.

Prefiero hacer la tentativa de un diagnóstico: la época que le ha dado la espalda al género del cuento es una época ultrarrealista. Por lo tanto. A) han sido privilegiados aquellos géneros que creen que lo que se ve a simple vista es la verdad. Por ejemplo, la crónica, el testimonio y demás géneros periodísticos o ligados al periodismo. B) ha sido encumbrado en pedestal el género que cree que para decir la verdad hay que mostrarlo y decirlo todo o sea al género que cree que la verdad está en el exceso. Por supuesto, me refiero a la novela dentro del los géneros de ficción, y a las memorias (sea en forma de biografías, autobiografías, diarios, correspondencias) dentro de los géneros no ficcionales. C) se ha dado la espalda, por consecuencia, al único género narrativo que cree que la verdad ni está en el exceso ni se halla en la superficie de las cosas; es decir, hemos perdido, con el género cuentístico, la conciencia de que la verdad no puede ser contemplada a simple vista sino que a la verdad hay que cazarla o hay que construirla. Y para ello se requiere de una fórmula, de una estructura, de un artificio, de un mirador, o como quiera llamársele. Claro, me refiero al cuento.

Es importante recordar lo que hemos olvidado: no basta la voluntad de querer conocer “la verdad”. “La verdad” es un arduo camino y es un largo proceso, y es preciso recorrerlos para hacérnosla accesible. Es decir: buscarla, identificarla, atraerla, meditarla y modelarla. Nuestra época hiperrealista piensa que el cuento no vale porque ninguna de sus historias reza “Basada en un hecho real”.

Lo suyo es un artificio, nos dicen abierta o implícitamente.

No saben que atinan en el blanco y que su aseveración no es ninguna afrenta. La llamada artificialidad es una necesidad del género mismo pues siendo la verdad invisible a los ojos, hay que crear una trampa para atraerla: la trampa es el género mismo.

Soy un obseso, como todo autor, y la obsesión que tengo o que me tiene cogido a mí, es la necesidad casi sádica de exponer a un personaje a una situación límite. Siempre he creído que es en ese momento cuando emergen las esencias humanas, mismas que – mientras en el cuento definen si un personaje sobrevivirá o no a su catástrofe- , nos estarán revelando a nosotros sus escritores y sus lectores cuál es el repertorio humano para superar la fatalidad.

Hace poco me deslumbró tal revelación de que justamente eso es el género del cuento: un género creado para ser testigo precisamente del encuentro entre una persona y la coyuntura existencial que le amenaza.

Cuando era adolescente, yo tenía una amiga y un amigo, y esos amigos míos tenían a su vez una hermana y un hermano. Con el correr del tiempo, cada uno de ellos, por su cuenta, sin conocerse -la hermana de mi amiga y el hermano de mi amigo- acabaron arrojándose al vacío, y yo me quedé en choque. Estuve tanto tiempo cerca de ellos, tanto tiempo en las inmediaciones de su camino a la muerte voluntaria y no lo vi venir. Peor aún, ambos suicidios se llevaron años en cumplirse y nadie de nosotros pudo hacer nada por detenerlos, por retenerlos. Lo que he ido entendiendo es que realmente no existió la posibilidad de dar ayuda, no, por lo menos, en aquel presente que es cuando yo los conocí. Cuando yo los conocí ellos vivían ese largo periodo suyo de la consecuencia que un cuento ya no necesita narrar.

Lo que sorprendí pensando es que quizá si hubiésemos estado en el pasado, en su pasado, cuando todo eso empezó, algo habríamos podido hacer.

Ahora creo que quizá fue allí cuando descubrí que el único género capaz de brindarme ayuda para no ahogarme en el dolor y en la incomprensión era precisamente el cuento.

La muerte es la situación más radical para el ser humano. Esta situación extrema ayuda a entender aquello a lo que se dedica el cuento: cazar los instantes que definen una vida.

Vayamos con mesura: todos los géneros literarios son trampas para seducir a la vida, para retenerla en las palabras, para convencerla de que nos muestre sus misterios y nos comparta sus secretos. Como cualquier trampero lo sabe, cada presa exige un artefacto distinto: no es lo mismo atrapar un lobo que apresar un zopilote. Según yo, según mis intuiciones, el arte-facto que es el cuento se especializa en la fatalidad. Es una máquina literaria destinada a rastrear la grave consecuencia de lo que hacemos o dejamos de hacer, de lo que nos hacen o nos dejan de hacer. “A toda acción corresponde una reacción”, “a toda causa corresponde un efecto”, diría la física del cuento, así haya que esperar pocos o muchos años en una vida humana para que ocurra la reacción correspondiente, para que el efecto de una pretérita causa, que se ha extendido a través de los años en forma de secuelas, llegue a término.

Pienso que todo género literario es una creencia. La creencia del cuento es que las existencias humanas se definen en un sólo momento de su vida. Ese momento capital divide las vidas en antes y después. Es decir, todo lo que ha precedido al momento crucial de una vida acaba revelándose como un ingenuo ANTES y todo lo que sobrevendrá a ese momento se manifiesta como un fatalista DESPUÉS. El cuento entonces intentaría recoger justo ese instante, la bisagra de una existencia. Por ello el cuento es breve: le basta con dar cuenta del momento en que una subjetividad humana se descubre, literal o metafóricamente, parada en la cornisa. Por eso mismo el cuento cree que no son necesarios los antecedentes –  es decir,  carece de relevancia relatar aquello que ha debido sucederle previamente a una persona para conducirle a su momento fatal-, ni es necesario paradójicamente mostrar los “procedenetes”, llamémosle así a los momentos en que se vaya completando “la grave consecuencia” de lo que sucedió una vez.

En el breve instante existencial recogido por el cuento – si es elegido bien- estarán contendidas ambas larguísimas secuencias del Antes y del Después.

Por eso el cuento es sutil y sugerente por necesidad.

La teoría del iceberg propuesta por Hemingway encontraría aquí una interpretación distinta: la masa descomunal de hielo que se oculta bajo la superficie de una historia contiene ese ANTES y ese DESPUÉS de una existencia en la cornisa. Piensen, como yo, en aquel hermano de mi amigo. Él se arrojó del puente por desamor, más finamente dicho, por haber sido desamado. Pero fue muchos años después del término de su relación romántica. Es de suponer que su momento coyuntural, su momento fatal, vino cuando su novia decidió en el último momento no casarse con él. Hemos oído cantidad de historias semejantes: el arrepentimiento del novio o de la novia que no acuden a la cita, la interrupción imprevista de una ceremonia matrimonial por el develamiento de un secreto, la interrupción de un enlace por causa del accidente trágico de uno de los futuros esposos, bla bla bla. Pero esta “misma historia” melodramática que hemos oído sobre una boda no concretada, no conduce a todas las personas al mismo lugar existencial. La manida y sobada historia de la boda interrumpida condujo al hermano de mi amigo a una larga extinción – para mí él fue el primer ser triste, abiertamente triste, que recuerdo: ya sin defensa, ya sin resistencia, ya sin encubrimiento; y fue para mí también el primer fantasma en vida que recuerdo: blancura envuelta en ropas negras; y ahora digo que asimismo fue para mí “el último romántico”, “el último Werther” – porque su larga extinción, la grave consecuencia que devino del fin de su amor, la inevitable reacción a la vieja acción de desamor, lo alcanzó en aquel puente por el que diariamente pasaba yo: el puente que da a los carriles de una autopista siempre transitada y siempre de vértigo.

Lo que no puedo parar de preguntarme desde aquel lejano entonces es: ¿sabía él que se iba a arrojar, es decir, lo planeó, lo previó, pudo anticiparlo?… ¿O fue un arrebato? Y también me pregunto: ¿Entonces por qué tanto tiempo después?… ¿Había estado esperando que algo que lo retuviera o, justo lo contrario, fueron los años que le llevó desasirse y deshacerse de todo lo que lo sostenía en esta vida?

Mi creencia es esta: si yo escribiera un cuento que le hiciera justicia, no, no justicia, si yo escribiera un cuento que le hiciera verdad a él, a su fatalidad, la historia debería concentrarse sólo en el momento en que la chica está diciéndole que no se casa con él – o bien el cuento debería concentrarse en sus inmediaciones: el momento inmediatamente anterior o en el momento inmediatamente posterior- y nada más. La magia del cuento es que si yo lograra, con esa sencillez de recursos característico del género, elegir bien el momento en que su vida se condenó, podría hacerles intuir/presentir/saber a todos ustedes aquello que hubo antes en esa vida pero sobre todo lo que vendría después.

La magia buena y la magia mala del cuento es que en mi historia estaría sucediendo hasta la eternidad solamente en ese momento donde ella le dirá, le está diciendo o le acaba de decir que no puede casarse con él. Si yo le hago verdad al hermano de mi amigo,  cada lector, también hasta la eternidad, sabrá, cuando lea la historia, sabrá sin saber cómo, que su vida acaba de ser decidida en este momento; es decir, que su muerte, la experiencia humana más radical, acaba de empezar.

Coincidimos muchas personas amantes del género en que los grandes cuentos empiezan cuando se acaban. Es decir, que es en el momento en que el lector lee la última palabra escrita en el papel, cuando en verdad empieza a suceder el cuento en su cabeza, en su alma, en su corazón. Quiero pensar que sucede así porque al concluir la lectura, que es la punta del iceberg teorizada por Hemingway, comienza a emerger en el alma, el corazón y la cabeza del lector aquella gigantesca masa de hielo que estaba oculta y que empezará a susurrarles la historia de lo que le sucedió al personaje antes de este momento coyuntural, pero sobre todo le susurrará la historia de lo que sucedió después aunque todavía no haya sucedido.

Leer y escribir cuento es un entrenamiento existencial. Un ejercicio perceptual y mental para empezar a narrarnos de un modo distinto a las personas con las cuales nos vamos cruzando en la existencia. Un modo de afinar la intuición para empezar a descubrir, en las vidas reales que están a nuestro alrededor, sus puntos de quiebre.

Lo que quiero decir que quizá este es el costo de vender el alma por el género cuentístico. El desarrollo de una triste sabiduría que nos llevará, a nuestro pesar, a perfeccionar la visión de la fragilidad humana allí donde más nos duele: en nuestras personas amadas.

Especializarnos en el fatalismo nos puede ir tornando en incómodos augures, en videntes despreciables. ¿Se imaginan realizar biografías o autobiografías que se limitaran a deducir si las personas residen todavía en su ANTES o ya transitan en su obtuso DESPUÉS; biografías o autobiografías cuya intención sería concentrarse en ubicar el posible punto de quiebre de toda una vida?

Dije que mi obsesión era crear situaciones límites donde mis personajes en el trance de vida o muerte (vida o muerte mental, vida o muerte afectiva, vida o muerte social, vida o muerte física) me mostraran las esencias humanas que tendríamos que compartir todos nosotros y que llegado el caso serían nuestro último recurso para salvarnos.

Creo que la bondad, dentro de la maldad implícita que vertebra al cuento, está justamente aquí: lo que queremos hacer es coleccionar estrategias de supervivencia.

Es en este sentido que puede pensarse que toda buena historia es un contagio, un parásito, una enfermedad. Un lector no sale indemne de un buen cuento precisamente porque el cuento no soltará al lector hasta que el lector vea al personaje arrojándose por el puente por el lado del Después, pero también hasta que el lector vea al personaje siendo llevado a la cornisa donde la coyuntura de su vida está terminando con su Antes.

Los lectores estarán parasitados, contagiados, enfermos, habitados por esta historia concentrada en una aparente decepción amorosa más hasta que logren ver precisamente que no es una historia amorosa más, no para este hombre, no hasta que consigan ver al hermano de mi amigo a punto de salirse de la vida por la inexistente puerta de abajo; es decir,  hasta que lo vean haciendo lo que el cuento no necesitó contarles: lanzándose desde un suelo que se le hunde bajo los pies y que le guarda una última esperanza y una última utopía, inesperadas ambas, impertinentes ambas, tan locas como él: alas, amor mío, alas, por favor.

Sin saberlo, los lectores estarán tocados por una nueva manera de percibir la existencia. Sin saberlo, estarán decidiendo si mudarse a este triste observatorio de la fragilidad humana por una razón fundamental: quizá pueda prestar ayuda: prestarles ayuda, o bien ayudarles a prestar ayuda.

Escritores y lectores de cuento somos hermanos de un mismo mal y de un mismo bien. Sucede que cuando el parásito, contagio, enfermedad que es un buen cuento quiera abandonar a su lectores después de cumplido el cometido de la revelación, seremos nosotros, los lectores, quienes no dejaremos a la historia marcharse de nosotros. Más que enamorados de una historia, nos hemos enamorado de la visión y del mirador y del recurso de sobrevivencia que quizá no sirvió al personaje pero que acaso nosotros logramos entrever. Estamos marcados por la historia en particular que fue el cuento leído y por la posible variante que sería su antihistoria,  pero también estamos marcados por el género, por esta cosmovisión y por su creencia que nos parecen, de pronto, apropiadas, pertinentes, afines: la fatalidad existe pero acaso también existe la posibilidad de interrumpirla.

Nosotros, como aquella célebre novela de Ray Bradbury “Farenheit 451”, nos convertimos entonces en recipientes vivos de una historia y de todo un género literario y de toda una posibilidad de no perder la vida.

¿No es eso lo que desearía todo escritor de cuentos? Ser el nuevo hogar y el nuevo brote de la epidemia cuentística.

S‎í y no. Todo escritor de cuentos quiere sobre todo asir una de las más tristes verdades de la existencia humana: nuestra vulnerabilidad y las mil rutas para destruirnos que tiene la vida. Quiroga se especializó en ver todos los finales trágicos con que la naturaleza nos está esperando: venenos, hormigas, accidentes, pulgones, etc. Cortázar se especializó en ver todos los finales trágicos que lo extraordinario nos depara en las esquinas más ordinarias y comunes de la vida. Onetti se especializó en ver todos los finales trágicos a que los seres humanos nos empujamos los unos a los otros. Rulfo se especializó en ver todos los finales trágicos a las que una vida triste y desamparada nos va orillando. Y así.

La otra historia es la de la hermanan de mi amiga, ¿recuerdan? La hermana de mi amiga parecía una niña normal hasta que descubrió a Dios o hasta que Dios la descubrió a ella. Poco a poco Dios la fue ocupando hasta que ella abandonó todo lo que no era Dios: dejó estudios, dejó amigos, quiso dejar a su familia muchas veces, pero su familia salía a buscarla y la traía de vuelta esa misma noche o días después. Su misión era Dios y contagiar a Dios, así que predicaba. Para mí, su misión de predicar ya era un comportamiento suicida porque ella –siguiendo quizá la consigna cristiana de que quien necesita a Dios está entre los pecadores y no entre los justos- salía a buscarlos por las noches y en los barrios más rabiosos del norte de mi ciudad. Descubrió el suicidio, al mismo tiempo que la vergüenza de seguir viva, después de su primer intento de matarse. Lo intentó tantas veces que sus cinco hermanos y sus padres se turnaban para no dejarla sola ni en casa ni fuera de ella. Alguna vez tuvo que haberse liberado de todas las vigilancias y todas las tentaciones de volver a fallar, se subió en un edificio y se arrojó de la azotea.

Como se habrán dado cuenta, con la hermana de mi amiga relaté más los efectos del descubrimiento de Dios que la causa de esa necesidad de lo divino que súbitamente debió de haber irrumpido en algún momento de su vida.

Así es el cuento. Un género maestro no para mostrar causas – acaso ese género sería la memoria o la biografía o el psicoanálisis – sino los efectos.

Lo que muestra el cuento es el momento en que el efecto comienza o está por comenzar. ¿En cuál momento de la historia de la hermana de mi amiga tendría que concentrarme yo para, como dije, no hacerle justicia sino para hacerle verdad? ¿En qué momento se definió su vida y todo lo que vino después sólo fue consecuencia, un túnel cuya única salida era la azotea de un edificio?

A diferencia de lo sucedido con el hermano de mi amigo, aquí el momento coyuntural y la cornisa no son fácilmente conjeturables.

Es aquí donde da comienzo la difícil labor de la búsqueda de la verdad que es el cuento. Imaginen la manida visión de la laguna, la piedra cayendo en su centro y el oleaje hecho anillos que se expanden por el agua, órbitas de efectos que se desplazan siempre hacia las orillas de la laguna. ¿Cuándo cayó la piedra en medio de la laguna que era la hermana de mi amiga? ¿Y qué fue la piedra? Eso es lo que me sigo preguntando aún.

Las historias de mis amigos y sus hermanos suicidas son reales. Pero un cuentista no necesita- como se cree en esta época ultrarrealista- historias reales. Antes de leer “Una rosa para Emily” de William Faulkner  yo ya estaba obsesionado con las personas que se rebelan contra la muerte con la única posible rebeldía que tenemos al alcance de la mano: no dar el cadáver de nuestra persona amada. Siempre he querido escribir esta historia. Parece morboso y quizá lo es. Yo me defiendo diciendo: quiero saber a qué clase de persona tendría que morírsele qué clase de persona para empujarlo a tal extremo de locura rebelde y quiero saber quién es ese alguien que mantendría de allí y para siempre un cadáver en su casa, en su cama, en su alma, en medio de todas y cada una de sus ideas hasta el final de su vida, y quién es ese cadáver que sería convertido entonces en símbolo de vida, en símbolo de nuestra victoria sobre la muerte. En el fondo me preocupa una de las tragedias Onettianas: lo que nos mal-podemos hacer los seres humanos los unos a los otros, por ejemplo, una novia que dice que mejor no, por ejemplo una familia que siembra a un Dios que terminará  por precipitar a su hija hacia la inexistencia, por ejemplo, una persona que simplemente se nos muere.

Lo que me interesa indagar, por encima del mal-poder, es el bien-poder. Es decir, lo que podemos hacernos los seres humanos para prestarnos ayuda y así librar del mejor modo posible nuestro propio momento coyuntural

¿Qué es el cuentista entonces?

Retomando la metáfora de la piedra, la laguna y el oleaje producido, creo que los cuentistas son aquellas personas obsesionadas en hacer un inventario de las piedras, de los lagos y de los efectos que pueden ser producidos con los encuentros de ciertos lagos y ciertas piedras, es decir, personas obsesionadas en hacer una compilación de todas las convergencias que pueden destruir una existencia humana.

Por eso un cuentista es incapaz de ignorar tragedia alguna de la vida. Allí donde suceda una tragedia, el cuentista se detendrá para empezar la peliaguda labor de reconocer la causa y el pretérito origen de la piedra que produjo hoy en día tal efecto radical.

Los cuentistas acabamos siendo conocedores de piedras y de vulnerabilidades humanas. O sea, de los riesgos que supone el mundo para el ser humano y de las debilidades existente en todos nosotros donde golpes bien dados nos romperían. Un cuentista sabe y nunca olvida que la existencia no deja de lanzarnos pedradas. Un cuentista sabe y nunca olvida que cada uno de nosotros posee una fisura, el manido <<talón de Aquiles>>, aquello que de ser alcanzado te condenará a la caída.

Por eso el cuento no crea personajes sino personifica las grietas humanas.

Por eso el cuentista acaba trazando su propio mapa de las vulnerabilidades.

Por eso todo buen cuentista acabo encarnando una teoría de la debilidad.

¿Quién quisiera dedicarse a este trabajo?, me pregunto hoy aquí con ustedes, ¿A quién puede interesarle crear tal cartografía de la fatalidad?

A lo mejor lo único que yo quiero es entender el misterio de  la naturaleza humana que puede condenar una existencia en un único instante. A lo mejor lo único que quiero entender -cuando escribo cuento, es decir, cuando contemplo la vida desde el mirador de este género- es cómo pudieron salvarse los hermanos de mis amigos.

Confieso entonces -para dar cierre a esta reflexión- una última creencia que es mía y que es más que poética es una ética.

¿Mi última creencia? Creo en la utopía.

Creo, y por eso amo al género: creo que el cuento puede salvar vidas.

Creo que si yo lograra contar la verdad de los hermanos de mis amigos, quizá otros hermanos y otros amigos no tendrían que llegar al cielo para después arrojarse desde allí.

Creo y eso es todo. Creo, creo, creo, y quizá no es sino una última esperanza y una última utopía, inesperadas ambas, impertinentes ambas, tan locas como yo: alas, amor mío, alas, por favor.

Pero no me importa.

Ricardo Chávez Castañeda

 Ricardo Chávez Castañeda

…de Salvador Herrera García

El Cuento, don Edmundo Valadés y este escribidor…

Fue una gris y húmeda tarde  citadina,   allá por  los 70.  Solo —sin qué hacer, sin rumbo y sin novia— caminaba por San Juan de Letrán, cuando la pertinaz lluvia me obligó a entra a la Librería Zaplana…

De pronto, entre un altero de libros, una  revista  acaparó mi atención… Era El Cuento… Y ¡Oh sorpresa…¡ la publicación ofrecía una selección de cuentos de famosos autores,   ilustrados con finas viñetas…   Además,  repartidos en sus páginas había pequeños recuadros con mini ficciones enviadas por los lectores… Su director era el escritor  Edmundo Valadés. El Consejo de editorial lo integraban Juan Rulfo, Gastón García Cantú, Héctor González Casanova y don Andrés Zaplana…

Por entonces, yo,  lector asiduo y aspirante a cuentista, conocía la obra literaria de don Edmundo. Grata  emoción me habían  provocado su cuento La muerte tiene permiso, Las dualidades funestas y el tierno texto Adriana. Sabía de su brillante trayectoria periodística en Novedades y en Excélsior…

Desde ese encuentro con la revista, su lectura se volvió imprescindible…  Fue la chispa que, a muchos, nos hizo buscar antiguos borradores, reescribirlos, corregirlos, pulirlos y enviarlos con el deseo de verlos publicados en El Cuento. Nuestros envíos de mini textos eran frecuentes.  Y cada número nos traía la magia de la narrativa, pero, además, algo  insólito: las secciones “Correo del Concursos”  y “Cartas y envíos”, que cumplían  la función de un taller literario a distancia…

Los textos recibidos pasaban por el exigente tamiz de don Edmundo, quien personalmente los leía y valoraba, los aprobaba para su publicación o  rechazaba…Pero siempre el director, amablemente,  aclaraba, explicaba   por qué el texto no era publicado… Sugería y alentaba a los noveles escritores… Y  Qué grata sorpresa cuando veíamos un texto de nuestra autoría, impreso en las páginas de la fantástica revista…Este escribidor tuvo muchas de esas gratas sorpresas…

Durante mi larga estancia estudiantil y laboral en la ciudad de México, en varias  ocasiones busqué al maestro Valadés en la oficina de División del Norte, sin encontrarlo…Pero una tarde luminosa  —ya  con quehacer, con rumbo y con novia—  me encontré con  el escritor  en la redacción del diario Excélsior.  Fue la primera de dos enriquecedores charlas con uno de los narradores más importantes de la literatura mexicana contemporánea.

Entre el rítmico ruido de los teletipos,  la cálida y suave voz de escritor, reflejo de su personalidad amable y generosa, de amigo y maestro, me habló de libros, autores, cuentos…de su quehacer periodístico,  su pasión por el relato breve y de su interés  por difundir, sobre todo entre  los jóvenes,  la literatura de ficción…

Cuando me alejé del Distrito Federal, llevé conmigo la colección de El cuento,   que personalmente encuaderné y conservo en 13 tomos,  más varios  números sueltos. También poseo un ejemplar de La muerte tiene permiso, dedicado por su autor y una carpeta con recortes referentes a la revista y a su fundador….

Cuando don Edmundo falleció, pensamos que “… Colorín colorado…El Cuento había acabado…” Pero, afortunadamente,  no ha sido así… El espíritu de El Cuento, la obra de   difusión  iniciada por su ilustre fundador está vivo…  Ha cobrado nuevo impulso, ahora a través de internet y de otros proyectos, gracias a Alfonso Pedraza Pérez, cuentista, apasionado,  estudioso y promotor  de la mini ficción, quien  alienta la obra iniciada por el maestro Valadés

 Para que la imaginación continúe volando…y así, autores y lectores  continuemos, disfrutando de la magia prodigiosa del cuento y del relato breve.

Salvador Herrera  García,  Catemaco, Ver. 2013.

Salvador Herrera García

Salvador Herrera García

Alejandro Aguilar Sierra

Alejandro Aguilar Sierra

Alejandro Aguilar Sierra 

(México D.F. el 30 de Noviembre de 1964)

 Me obsesiona la simplicidad y la brevedad, por eso el cuento es mi tipo de literatura favorito y el reto de escribir minificciones me atrae mucho. De niño dibujaba cuadernos de historietas con argumentos originales, tenía ideas para cine y escribí algunas obras cortas para teatro y para títeres. Fue en la adolescencia cuando, acompañando a mi hermana a un taller literario en el CCH Sur, se despertó en mí una furiosa creatividad que me llevo a escribir más de 100 cuentos antes de cumplir 19 años. No tengo premios pero sí el orgullo de haber creado una revista literaria estudiantil llamada Aquelarre y haber visto publicados algunos de mis cuentos en suplementos culturales, revistas de divulgación científica y finalmente la mismísima, legendaria revista El Cuento, que conocía y admiraba desde niño, pues mis padres la compraban y de hecho casi tengo la misma edad que la revista. Tuve el honor de conocer a Don Edmundo en su taller sobre la estación del metro Juárez a finales de los 80.  Recuerdo que el primer día que asistí al taller, se canceló la sesión debido a que el maestro Valadés asistió al funeral de Juan Rulfo, era enero de 1986. Por alguna razón confiero a ese hecho una importancia que seguramente no tiene.  De adulto he escrito muy poco, pero cuando lo hago, aún lo disfruto mucho[1].


[1] Datos biográficos enviados por Alejandro, vía e-mail.

… de José Luis López Goytia

Edmundo Valadés no preguntaba el historial de la persona que asistía a su taller, bajo la apreciación de que cada cuento debía defenderse por sí mismo; nunca pedía ninguna recomendación ni cuestionaba el lugar de procedencia o la presencia física. Tampoco cobraba: la literatura era su vida, no su modus vivendi. ¡Cuánto hace falta su presencia hoy que el nepotismo es insensatez cotidiana! ¡Cuán bello sería volverlo a ver repartiendo una discreta e inmensa esperanza!

José Luis López Goytia

José Luis López Goytia

… de Antonio Puertas

Era gloriosamente joven: devoraba, sin orden ni concepto, novelas y cuentos, especialmente todo lo que encontraba de escritores mexicanos. Gracias a Mempo Giardinelli y a René Avilés Fabila, conocí más de cerca El Cuento, la revista del maestro Edmundo Valadés, quien fue miembro del jurado que me otorgó mención honorífica en el Premio Puerto Vallarta. Sin embargo, no recuerdo cómo fue que este breve texto llegó a la revista y es hasta ahora, gracias a Google, que me entero que fui publicado en ella.

…de Esther Vázquez-Ramos

 RECUERDOS INOLVIDABLES

Esther Vázquez-Ramos

Dos hechos inolvidables para mí se dieron 1985. En enero de ese año,  llegué a los talleres del ISSSTE, intentando entrar al que dirigía Edmundo Valadés, estaba repleto, todo mundo quería estar con él. Insistí,  fue imposible, entonces entré al de Vicente Torres, una persona allegada a Valadés.  En  este inter se vinieron encima los Terremotos de 1985, así que para la ceremonia de premiación, la cual se llevó a cabo en el Centro José Martí el 12 de diciembre;  recibí de manos de Edmundo un diploma y como premio 3 libros de cuentos de la colección Sepan Cuantos de la Editorial Porrúa, mimos que aún conservo, y  en mis oídos aún resuena su voz cuando nombró a: “la escritora Esther Vázquez Ramos”.

Esther Vázquez-RamosEsther Vazquez Ramos

 

 

 

 

 

Diploma de Esther Vázquez-RamosDiploma de Esther Vázquez-Ramos

… de Rogelio Ramos Signes

La generosidad de dos maestros

Conocí la revista “El Cuento”, de México, en casa de mi amigo el escritor rosarino Elvio E. Gandolfo. Él me regaló algunos ejemplares que tenía repetidos, o que no le interesaban tanto. Era el año 1973 y me sugirió que mandara algunos textos míos para que allí los consideraran.

Lo cierto es que escribí, pero para preguntarles si podían enviarme la revista, ya que en Argentina no se conseguía. En verdad fueron muy amables y comenzaron a mandármela.

Tiempo después les envié un cuento de un par de páginas. Tengo un muy vago recuerdo de cómo era, porque algún tiempo después lo tiré. Creo que se trataba de una araña que caminaba sobre las páginas de un libro de Historia mientras tejía su tela; de esa manera iba engarzando un hecho con el otro hasta crear la verdadera trama que unía el pasado con el presente. Por lo visto era bastante pretencioso y, seguramente, estaba muy mal escrito.

Edmundo Valadés, director de “El Cuento” tuvo la amabilidad de contestarme que esa narración no tenía el perfil que buscaba la revista. Estoy seguro de que era una manera elegante de decirme que mi texto era malísimo, pero me instaba a que le enviase otros cuentos cuando lo creyera oportuno.

Eso fue lo que hice algunos meses después: le envié cuatro biografías ficticias, en las que jugaba con la fantasía y el absurdo. Grande fue mi sorpresa cuando don Edmundo me respondió que las cuatro historias le habían gustado mucho, que pensaba publicarlas, no para rellenar alguna página sino dándole el espacio que se merecían: cuatro páginas (una para cada texto) en el número de agosto-septiembre de 1974. Además me contaba que Juan Rulfo (uno de los integrantes del consejo de redacción) había sido muy entusiasta al considerar que mis textos “le recordaron a las ‘Vidas Paralelas’ de Marcel Schwob y a algunas miniaturas de Borges”.

No lo podía creer. Por aquellos días ya había leído tres veces “Pedro Páramo”, había escrito para la facultad una monografía sobre un par de cuentos de “El llano en llamas”, y nada menos que el propio Rulfo opinaba eso de mis balbuceos literarios.

En fin, yo tenía 24 años y solamente había publicado poemas sueltos en diferentes revistas muy modestas, de Rosario, de Buenos aires y de Tucumán.

Desde México tuvieron la gentileza de enviarme no uno, sino dos ejemplares de aquel número, así que uno de ellos circuló largamente entre amigos y no tanto, hasta desaparecer. El otro está encuadernado junto a diferentes números salteados en uno de los tres volúmenes de “El Cuento” que hay en mi biblioteca.

A fines de 2009, cuando se publicó mi libro de microrrelatos “Todo dicho que camina”, no pude menos que dedicárselo a los señores Edmundo Valadés y Juan Rulfo; obviamente, in memoriam.

Rogelio Ramos Signes(Circa,1975)Rogelio Ramos Signes (circa 1975)

…de José Luis velarde

… de José Luis Velarde

Conocí al maestro Edmundo Valadés a mediados de la década de los ochenta. Aunque la revista la leía desde muchos años atrás cuando lograba conseguirla en Monterrey. Un día comencé a escribir y tuve la fortuna de asistir a diversos talleres que coordinó con la generosidad que lo caracterizaba. Algunas ocasiones compartimos una botella de whisky y charlas interminables que iban de Proust, a Rulfo, al cuento contemporáneo y a las mujeres hermosas. Siempre lo recuerdo con cariño que no se lleva el tiempo.

Valadés y José Luis VelardeEDMUNDO VALADÉS Y JOSÉ LUIS VELARDE

… de Luis Alberto Chávez Fócil

Por estos lares Ariel Lemarroy, mi amigo, excelente lector y escritor, no deja de contar una anécdota -él escribe en el Tabasco Hoy, de Villahermosa- donde refiere que, un día, fue a visitar las oficinas de EL CUENTO allá en México (el maestro Rulfo acababa de fallecer) y al enterarse en  EL CUENTO que Ariel era de por acá, del sureste, le preguntaron si de casualidad me conocía y, dijo que sí.

—Es que—le comentaron— «Luis Chávez hizo reír al maestro Juan Rulfo al leer Los Avispados» (la publicó EL CUENTO). Incluso Ariel ha publicado ese pasaje y parece ser que está más orgulloso que yo de ello. De nuevo gracias Alfonso, un abrazo.

-LOS AVISPADOS-

Y cuando la pequeña Lulú contrajo una gonorrea, sumió a Tobi en el más profundo de los caos.

Entonces, todos los niños del mundo preguntaron: Papá, ¿qué cosa es caos?

 

Luis Alberto Chávez FócilMuseo de Matamoros

…de Leopoldo Borrás

COCOYOC, MORELOS, 9 de Julio de 2013

DE: POLO BORRÁS
PARA: ALFONSO PEDRAZA

Gracias amigo Alfonso por tomarme en cuenta.
Guardo una colección de la revista. Mi acercamiento al maestro Edmundo Valadés fue en Novedades del cual fuí corresponsal en Europa de 1961 a 1963 con sede en la antigua Yugoslavia. Ahí en Novedades lo conocí, pero no fue sino hasta después de haber regresado de ese viaje cuando lo traté ya que reanudé y terminé la licenciatura en periodismo en la UNAM y me hice gran amigo del maestro Henrique González Casanova, fundador también de la revista El Cuento y de la Gaceta de la UNAM. El me dirigió la tesis con la que me gradué en la ahora Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.
En muchas conferencias, presentaciones de libros y reuniones bohemias nos encontrábamos y nuestro tema favorito eran los cuentos…y las mujeres bonitas, de preferencia también talentosas aunque esto último no era imprescindible. Cuando en el INJUVE (Instituto Nacional de la Juventud) tuvo su mejor época dirigido por mi gran amigo Enrique Soto Izquierdo (quien fue director del suplemento El Gallo Ilustrado del periódico El Día que era refugio de intelectuales), publicó mi primer libro en 1973 «Un Millón de Fantasmas, Alucinaciones y otros textos» que tuvo mucho éxito sobre todo por los cuentos muy cortos incluidos ahí y uno de ellos con el título de “Hipótesis Sobre la Creación del Universo” selló nuestro encuentro definitivo con el maestro Valadés.
Un día me llamó por teléfono para pedirme autorización de incluir uno de mis cuentos en esa a ANTOLOGÍA UNIVERSAL DEL CUENTO BREVÍSIMO (como él la llamaba) y yo me sentí en la gloria aunque sabía que era muy difícil superar a Tito Monterroso y su famoso Dinosaurio. El maestro Henrique, supo del asunto. Me felicitó y dijo que mi cuento aparecería solo con el nombre de “Hipótesis” y así fue publicado en El Cuento.
Actualmente vivo en Cocoyoc, Morelos. El teléfono de mi casa ya lo tienes y mi dirección electrónica es leopoldoborras@gmail.com y contesto todos los mensajes.
Te estoy enviando adjunto al presente texto todo lo que me solicitaste para la antología de cuentos escritos por quienes publicamos en nuestra amada revista “El CUENTO” en una época maravillosa durante la cual abrevamos en ella el amor a lo infinitamente pequeño.
La próxima semana te enviaré una copia escaneada del número de El Cuento en el cual se publicó. Por lo pronto te envío la portada de mi primer libro publicado por el INJUVE que luego formó parte de mi libro ”Cuentos Maravillosos” publicado por CONECULTA, CHIAPAS y al cual uní mi librito “La Puerta Invisible” que me publicó la UNAM, como los dos ríos de mi pueblo en Chiapas se unen para formar uno no de los principales afluentes del gran Río Grijalva que después de pasar por El Sumidero (tan imponente o más que el Cañon del Colorado) que desemboca en el Golfo de México para confundir su brillo con el del cosmos.
En Europa, Borges hizo escuela con su Zoología Fantástica y sus ficciones. Kafka, con El Proceso o Las Puertas de la Ley pero sobre todo con ese cuento breve que es “Metamorfosis”. Y Bashó. Y las tankas y haikús de la poesía japonesa. Y las Greguererías de Gregorio Gómez de la Serna. Y los albures y calambures mexicanos. Se encontrado así lugar a lo inconmensurable de la imaginación (que solo necesita unas dos o tres micras por cada suspiro). En ese tono publiqué también “Canto de Amor a unos Zapatos Viejos” que fue uno de los mayores éxitos de la Editorial Katún de la tan amada Consuelito Moreno, mi paisana.
En el Fondo de Cultura Mexicana lo rechazaron porque algún genio de su llamado consejo dictaminador adujo (tengo el texto original del documento al respecto) que no eran cuentos porque no eran largos ni tenían la estructura tradicional. Pero el maestro Valadés, me dijo alguna vez que le fascinaba el grado de exageración del final y por ello nombró «Exageraciones» a la sección de su célebre antología cuyo título ya es clásico: «El Libro de la Imaginación», del Fondo de Cultura Económica.
Mañana miércoles 10 de julio del 2013 viajo al D.F. y estaré invisible para mis cuates por ir a otros menesteres. Regreso a Cocoyoc el jueves en la tarde pero avísame en cuanto aparezcan publicados mis comentarios (he empalmado el anterior con éste). Por lo pronto te mando mi curriculum, algunas fotos y las portadas de algunas de mis obras que han tenido más éxito incluida la portada y la contraportada del primer librito en el que apareció mi «Hipótesis sobre la Creación del Universo» nombre que me gusta más que el de HIPÓTESIS.
Para quien lo lea, el juego consiste en que desde el principio se pueda preguntar cómo demonios en tan pocas líneas puede plantearse una hipótesis, de algo que sigue siendo el enigma de enigmas, sobre un acontecimiento cuya probabilidad es imposible calcular.
La hipótesis de que un demiurgo (palabra que como sabes, en griego quería decir algo así como un creador del creador para que éste último se encargara de mover un dedo y crear el mundo solo con dos palabras (y así poder escribir que primero fue el verbo, o sea la palabra que concreta hasta lo inimaginable) que en latín se pronuncia «Fiat Lux» ¡Hágase la luz”! y con un toque digital crear un hombre (¿Por qué no creo de una sola vez la pareja?) dedo que parece moverse en ese mural maravilloso de Miguel Ángel en la capilla Sixtina en Roma o más cercano, en el Hospicio Cabañas de Guadalajara en la obra conocida de nuestro gran demiurgo criollo José Clemente Orozco, creador de nuestro hombre envuelto en llamas como la niña que ví consumirse en mi cuentito durante la noche de la pesadilla con esa fiebre inconmensurable de recién nacida que era nada menos que ¡mi hija! quien, cuando desperté, estaba nadando en la tina en la que todavía flotaban los muchos hielos como lo aconsejó de urgencia el pediatra cuya voz obedecí casi como sonámbulo antes de volverme agua de la tibia corriente de mi amado Río de Yayagüita que según ha dicho mi paisano y brother Marco Aurelio Carballo “Es el Macondo de Leopoldo Borrás” en una entrevista que publicó hace algunos ayeres y del cual espero mandarte una copia escaneada de la misma. Recibe, amigo Alfonso, mi afecto. POLO BORRÁS ¡SIEMPRE!

Polo Borrás y Mario BenedettiMario Benedetti y Leopoldo Borras