La Duda alargó la mano y acarició su cara recién afeitada y olorosa. Él la apartó de un solo golpe y siguió mirando por la ventana. La Duda cambió de estrategia y suavemente subió sus manos por la espalda del hombre hasta llegar a sus sienes, y allí comenzó a darle un masaje doloroso. Él se apartó de la ventana y sacudió la cabeza con rabia. Fue entonces cuando la Duda entrelazó los dedos del hombre con las suyas y acarició su sexo con la habilidad de una meretriz. Se tiraron en el piso… jadeando aún, él mira el techo de tirol, los muebles, su ropa regada aquí y allá y justo en el rincón favorito de Martha, la corbata que corte el jadeo. Una corbata simple que él ha usado, que nunca ha visto, que no le han regalado, que, en fin, tiene el color de la certeza.
La Duda, mientras tanto, ni siquiera se viste para irse. Abre la puerta y sale a la calle ebria de felicidad y certeza.
Noelia Cigarroa Dávila
No. 121-122, Enero-Julio 1992
Tomo XXI – Año XXVIII
Pág. 31