Herebeus: descubridor de América

Herebeus llegó a las costas de la nueva tierra, a los cuarenta meses de su partida en playas mediterráneas. Con la mirada alucinante, vieja, y el corazón martilleante del descubridor anónimo. Tal parecía que había transcurrido toda una vida en la destartalada embarcación, con la quilla transformada en un herbario de algas y medusas, denotando un abandono siniestro. Al décimo mes de viaje ya había consumido las dos terceras partes de los comestibles, y tuvo que dedicarse a la pesca, que por esos mares resultaba entretenimiento gratuito.

Arnaub, el compañero de viaje, menos ducho en el arte de no comer, tuvo la ocurrencia de morirse una mañana. Herebeus, sin embargo, fiel a su labor, escudriñaba el horizonte con la esperanza de detectar esa tierra ambicionada en sus orgías oníricas. Así estuvo por espacio de varios días hasta que la peste del cuerpo putrefacto fue imposible. Se lo comió lentamente, gustando el sabor salobre, sin dejar de mirar hacia el occidente.

Herebeus pisó la arena dorada y cálida con un deleite inusitado y se desplomó. Soñó y soñó, con ese sueño de náufrago fatigado. Se soñó rey de un imperio soñado; Dios de un pueblo sabio y versado en las artes del tiempo y los astros; una civilización floreciente y feliz, con esa sonrisa primordial de las civilizaciones neolíticas. Herebeus, con sus largas barbas blancas y su corto destino a flor de piel, se dejó conducir por las cimas luminosas del poder. Así soñó Herebeus que soñaba.

Y así lo encontraron los nativos, tendido en la playa, como niño travieso agotado después de sus correrías, que durmiese en los tibios brazos de la madre. Y se lo comieron, lentamente, gustando del sabor salobre.

Guillermo González
No. 81, Mayo – Junio 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 65