—¡Cucú! ¿En dónde estás, querida?
El hombre recibió poderosa descarga de revolver calibre 32 en pleno rostro. Tambaleante y espasmódico, dio de pecho contra el antiguo aparador de malaquita con incrustaciones de bronce, motivando seco estrépito. El semblante apoplético exhibía, impresionante, los tatuajes de la pólvora y un bullente orificio pardo en medio de la frente abombada. Oscuros hilillos de sangre le escurrían ligeros por la boca y la nariz.
El cadáver del amante arrastró, en su derrumbe, las rosas del aparador y éstas adornaban el cuerpo yerto, el cual había caído en decúbito supino, como un muñeco arrojado sobre la alfombra ensangrentada. Los ojos opacos los tenía fijos en un punto lejano y del orificio brotaba abundante el rojo líquido sanguíneo.
La mujer avanzó hacia el muerto, lo miró fijamente y con desprecio arrojó luego el arma humeante sobre el amplio diván escocés y gritó:
—¡Estúpido! ¡Te advertí que no me dijeras Cucú!
Sergio Bravo Castillo
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 88