Sucedió en diciembre

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Dicen que siempre le gustaron los caballos, quizá porque nació bajo el signo de Sagitario o porque su primer juguete fue un sonajero con forma de corcel.

Cuando la llevaban a las fiestas, su júbilo ignoraba límites en los tiovivos, encaramada en alguna figura caballuna, acariciando las grupas de madera.

Ya mayor, coleccionaba todo objeto de apariencia equina y hasta compró —no sin sacrificio— un pequeño rancho caballar.

Fue en ese sitio donde una noche de viento —según relató un palafrenero— penetró a su habitación un enorme caballo alado, que de tan blanco hería las pupilas. Una doncella contó que ahí mismo se escucharon resoplidos y jadeos.

Lo cierto es que luego de esa noche, nadie supo de aquella mujer. Aunque hay quien afirma haberla visto en las dehesas, abrazando a un bebé que, en vez de lloriquear, emite tenues relinchos.

Svetlana Larrocha
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 35

La piedad del silencio

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Luego de cuatro semanas, exactamente cuatro semanas negándome tu voz, hoy me has hablado.

Que cómo estoy, preguntas. “Bien” (¿reprocharte que sólo existo cuando nadie atempera tus hambres de afecto?, ¿que siempre me comparaste con nada, mientras te regalaba una flor por cada amante que te supe?, ¿que sin conocerlas rechazaste mis ternuras?). ¿Qué he hecho? “Ya sabes, trabajando”, respondo por inercia (¿presumiré mi recién felicidad?, ¿contarte que he renunciado a la perseverancia de quererte?, ¿que ya no me privo de compartir los goces de la carne porque —entre juegos y placer, arrebatos y sonrisas— alguien me da un fragmento de aquello que jamás me diste?). Entonces, callo. Callo al respirar tu soledad, tu podrida soledad, y no te digo el regocijo supremo de olvidarte.

Svetlana Larrocha
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 15