La casa tenía una sola ventana, una sola, y un pequeño jardín. Sobre el muro del fondo subía una escalera de caracol por donde bajaban, casi voces, casi pasos, inciertos rumores. Una reja los separaba del mundo.
De noche, la ventana única permanecía iluminada como una luna distante, como una posibilidad. De día, siempre cerrada, dejaba ver sin embargo la silueta de aquella mujer a través del cristal. La llamábamos la madre, o la hija, o la abuela; no sabíamos quién era. Desde niños jugábamos a espiarla. Crecimos. Ella seguía allí.
Mi curiosidad trepó esta tarde a la ventana, deseosa de abrirla con los ojos. Sentí que me miraban, cuando empezó a llover. Poco a poco se fueron mis amigos y me quedé solo con la lluvia. Entonces decidí tocar a la puerta por primera vez en veinte años. Desde la ventana, la mujer preguntó:
—¿Qué desea?
—Entrar. Soy su vecino. Olvidé mi llave y esta lloviendo.
La mujer apareció en la escalera.
—Pase lo estaba esperando.
Crucé el jardincillo, subí en espiral y al entrar vi la ventana. Me acerqué despacio, muy despacio. Afuera, bajo la lluvia, ella y mis amigos juegan a espiarme.
Martha Cerda de Ruiz
No. 96, Enero-Febrero 1986
Tomo XV – Año XXI
Pág. 167