Experto geógrafo, miraba con una lupa poderosísima los círculos negros que marcan en los mapas las ciudades importantes. Llevado de una insana curiosidad, orienté el lente hacia la circunferencia que situaba en el plano a mi propia ciudad. Hubiera querido decir que, en su interior, me vi a mí mismo observando con fruición un mapa; pero no sucedió así. Decepcionado, aparté la vista del lugar para sentir, justo encima de mí, un enorme ojo que me estudiaba. Concienzudo lector de revistas especializadas, no me amilané; sabía lo que estaba sucediendo. Sin inmutarme, puncé con una varilla la abultada pupila que me escudriñaba para que, como lo había previsto, fuera mi propio ojo izquierdo el que se vaciara con un molesto y silbante silbido. Por último preferí dejarlo todo como estaba para no continuar con ese molesto juego de reacciones disparatadas que prometía nunca acabar.
Una mañana descubrí que una brillante película negra cubría por completo el mapa; atribuí el fenómeno al coqueto parche de terciopelo oscuro que, desde el día del accidente, oculta mi cavernosa cuenca izquierda.
Luis Arturo Ramos
No. 65, Junio-Julio 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 636