Seguí caminando en la obscuridad, golpeándome los pies descalzos entre áridas rocas, hasta que divisé un monte perfilado tras un resplandor de plata. Traspuse el monte y el resplandor creció. Llegué a un valle negro, entre cuyos montículos sobresalían inmensos cuernos plateados, como puntas de guadañas enterradas. Era el valle donde caían las lunas después de su carrera por los cielos. La violencia de su caída las sepultaba y de allí que a través de la negrura de borra de café del suelo, trasudara un resplandor helado, y, aquí y allá, asomara una hoz curvada como un ala de golondrina. Por su resplandor fui reconociendo todas las lunas que habían encandilado mis ojos. La menguada de mi nacimiento y la luna de sangre de mis desgracias, y la luna de hielo de la indiferencia. Reconocí lunas inmensas cuya gravitación había estado a punto de elevarme, y lunas mansas de esas que aparecen en las tardes del mar, como la vela de un navío. Y lunas malignas como aguijones y lunas olvidadas como cortaduras de uñas. El fulgor de aquellas lunas era inagotable y hacía pesar un silencio que casi me derribaba. Las amargas lunas del insomnio y las lunas cristalinas del pesar. Quise gritarles y me paralizó la lengua el peso de plomo de la inutilidad de las griterías contra la luna. La última de ellas estaba en el cielo, y descendía hacia el valle como una lenta cimitarra. Recordé lunas de melancolía y lunas de delirio y lunas pardas y lunas azules y lunas doradas. El fulgor de las lunas semienterradas se duplicaba al reflejar el fulgor de la que caía. Eché a correr, entre un bosque de plateados filos. Sentí el terremoto de la caída de la última luna y el alarido de la plata lunar que vibraba por el impacto con la tierra. Durante varias noches, soñé con espejos.
Luis Britto García
No. 81, Mayo – Junio 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 61