Los cerdos

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El primero que encontró el papel fue el barbero. Lo halló tirado sobre el alcor, cerca del viejo molino. Recogió la hoja, que el viento y la lluvia parecían haber respetado, y leyó los gruesos caracteres dibujados con caligrafía enérgica. De allí bajó, ya con forma de cerdo.

El hecho alarmó a la mujer del barbero, quien subió luego al alcor acompañada de su suegra. Encontraron el papel, lo leyeron y comenzaron a dar pequeños gruñidos ¡Coin! ¡Coin! El maestro de la escuela se dio cuenta del asunto, y subió; también bajó corriendo y dando gruñidos. Después fue el policía, quien llegó al pueblo con su gorra de uniforme trabada entre las grandes y peludas orejas. Más tarde el carpintero, el molinero, la modista, el boticario, cuatro niños, once niñas, el inspector sanitario, etc… El último fue el cura, y su caso más patético: la negra sotana no alcanzaba a cubrir la cola rizada, que flotaba como una bandera a medida que el animal corría por las calles de la aldea, perseguido ya por millares de cerdos. Apenas se salvaron unos cuantos campesinos viejos y analfabetos.

La hoja de papel amarillento quedó sobre el alcor. Funcionarios de la capital del Estado, delegados de la Universidad, científicos y periodistas extranjeros y curiosos de los pueblos vecinos, se mantienen a prudente distancia sin atreverse a leer el texto mágico. De vez en cuando lo hace algún desaprensivo, sin que los oficiales del ejército puedan impedirlo; entonces corre otro cerdo colina abajo, hasta llegar a las calles del pueblo, que hoy es una inmensa porqueriza.

 

Álvaro Menén Desleal
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 345

La dama frente al espejo

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Al entrar al Salón de los Espejos, la bonita señora no pudo resistir el impulso de mirarse. Por lo demás, es un impulso natural, y su comisión no conlleva nada delictivo ni pecaminoso. Había entrado al Salón de los Espejos para esperar a a Marquesa, con quien bebería el té en el coqueto jardín inglés del flanco izquierdo del castillo.

Puso, pues, su carterita sobre una silla, quedándose con la polvera. Al ver su imagen reflejada en el azogue, respingó un poco la nariz para empolvarse. Luego puso en su sitio, con un gesto regañón, a dos o tres cabellos rebeldes, y se ajustó el traje sastre. Fue ese el momento en que percibió el fenómeno: atrás suyo, otra dama se ajustaba el vestido sastre frente a otro espejo de pared. Atrás de esta nueva mujer, otra más, igual también a ella, se ajustaba e traje sastre. Y más atrás, otra, y otra, y otra…

Dio ella un paso, retirándose alarmada del espejo. Simultáneamente, una infinita sucesión de imágenes de mujeres en un todo iguales a ella, dieron también un paso para retirarse de sus espejos. Abrió los ojos desmesuradamente; y aquel millón de mujeres abrieron dos millones de ojos desmesuradamente, formadas en una línea recta en perspectiva que llegaba al infinito.

Palideció. Diez millones de mujeres palidecieron con ella. Entonces dio el grito, llevándose la mano a los ojos. Cien millones de mujeres corearon su grito y repitieron su gesto. Cayó al suelo. Mil millones de mujeres cayeron al suelo gimiendo. Ella se arrastró sobre la gruesa alfombra árabe, y un incontable número de mujeres, como soldados sobre el terreno calcaron uno a uno sus movimientos felinos. No logró salir del Salón de los Espejos: al acudir los sirvientes, encontraron muerta Media Humanidad…

 

Álvaro Menén Desleal
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 344

La condena

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En los primeros días del dominio de Rumanía por los nazifascistas, fue desatada una persecución sangrienta en contra de los judíos. No satisfechos, los alemanes comenzaron a perseguir también a los simpatizantes de los israelitas.

Un día, mi amigo Eugen Bucur, músico de profesión, supo que sería encarcelado y quizá muerto. No podía poner tierra de por medio y, ante el acoso de los agentes de la SS, buscó la protección de una entidad clandestina. Un miembro de la resistencia se puso a sus órdenes, y un día éste fue a buscarlo a la alacena del tenducho en que se refugiaba, para decirle:

—Vamos.

—¿Adónde? —preguntó Bucur.

—Al zoológico.

—¿Al zoológico…?

—No hagas preguntas y sígueme.

En el camino le explicó que esa tarde iba a ser capturado y muerto por los nazis. Ya en el parque zoológico, después de cambiar algunas palabras con uno de los vigilantes, el perseguido se vistió con la piel de un gorila que había muerto la noche anterior.

—Entra en la jaula —le ordenaron.

—Pero…

—No hay pero que valga. ¿O quieres que te fusilen?

Bucur lo hizo, e interpretó bien su papel, los rubios soldados alemanes iban con sus mujeres a ver las monadas del simio, y le lanzaban cacahuates al tiempo que le pedían molestara a los leones de la jaula vecina. Era la suerte de más éxito: el falso gorila se subía a los barrotes de su jaula y desde ahí hostigaba a los reyes de la selva, que respondían con feroces rugidos y terribles zarpazos. Un periódico, en su sección infantil, llegó a calificar de “casi humano” a aquel gorila, y el diario “Dreptatea” le dedicó un reportaje gráfico.

Pero hay algo aún más terrible en esta historia que luego he visto publicada en la revista Siempre como un chiste: la misma tarde en que mi amigo Bucur fue llevado al zoológico, el miembro de la resistencia  que le proporcionara el supuesto disfraz salvador se presentó a la oficinas de la Wermcht y habló con un coronel calvo y gordinflón:

—Mi coronel —dijo, saludando con el brazo extendido a la manera de los fascistas—; mi coronel, Eugen Bucur, amigo de los semitas y profesor del Conservatorio de Bucarest, ha sido capturado.

—¡Aja! —dijo el coronel—; ¿lo disfrazaron de mono?

—Sí, de mono.

Mi amigo nunca habría podido fugarse de su jaula: es una hazaña que no cumplen ni los gorilas verdaderos; en todo caso, jamás sospechó siquiera que su disfraz y su encierro fueran una pena impuesta por el enemigo, y aunque enfermó gravemente de los nervios por la cercanía de los leones, íntimamente agradecía la intervención del supuesto miembro de la resistencia, por quien elevaba cada tarde sus oraciones.

Un día supo todo gracias a mí, cuando, años después, yo ocupé un cargo en el gobierno nacional que reemplazó a Antonescu y, pude ordenar la liberación suya. Y también la de los leones.

 

Álvaro Menén Desleal
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 336

La edad de un chino

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Lu Dse Yan enamoraba a la hija de un funcionario de estado; pero la muchacha tenía quince años menos que él. Lu Dse Yan no era viejo precisamente: contaba 30 años, y era un joven erudito autor de un tratado sobre cómo evitar las inundaciones en los campos.

—Lo que pretendes es imposible —le dijo un día Lin Po, la hija del funcionario—; yo tengo 15 años y tú, 30. Demasiadas primaveras nos separan.

—Realmente no es mucha la diferencia —contestó Lu Dse Yan—. Cuando tu tengas veinticinco años, yo tendré cuarenta, y la gente no podrá menos que alabarla buena pareja que formamos.

—Cuando tú tengas 45 —afirmó el joven erudito—, yo tendré 60, y para entonces no habrá quien sospeche la diferencia entre nuestras edades.

—Cuando tengas tú 65 —dijo de nuevo ella, yo tendré 50, y deberé de ayudarte a caminar.

—Cuando seas tú la que tenga 60, celebraré yo mis tres cuartos de siglo llevándote al Templo de Confucio en Ch´u-fu.

—Si llego yo a esa avanzada edad —contestó ella— tú tendrás ya 90 años y deberé alimentarte como a un niño.

—De cumplir tú los 85, seré yo quien te ilumine con Tao.

—Para entonces —replicó la dama— estarás en los cien años y pasarás el tiempo tendido al sol, sin ánimos para nada.

—Entonces —terminó Lu Dse Yan— la gente habrá dejado de pensar en la diferencia de edades, y sólo exclamará: “Mirad a ese viejo erudito y a su vieja mujer: ambos se cuidan y se aman como si fueran novios”. Y entonces el Nieto del Cielo y la Doncella Tejedora, al juntarse el séptimo día de la séptima luna en la Vía Láctea, harán que podamos quedar como marido y mujer de encarnación en encarnación.

 

Álvaro Menén Desleal
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 342

Los tres arqueros

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Las tres flechas, salidas de distintas aljabas, dibujaron un triángulo en el pecho de la víctima. Los arqueros, ajenos entre sí, habían actuado sin connivencias. Al salir de los lugares donde separadamente se habían emboscado, advirtieron, coléricos, que no podían saber cuál flecha había consumado el crimen. ¿Quién era el autor de la muerte?

No lo sabían. No podrían saberlo.

El odio que los había impulsado era tan intenso que para averiguarlo, para saber quién tenía derecho a gozar de la venganza consumada, después de largas y agrias discusiones, vinieron en acuerdo de liarse en duelo, de invocar a los dioses para que sus manos infalibles señalaran en el superviviente al homicida. Tomaron sitio en campo abierto, sobre la grama. Volvieron a poner tensos los arcos, dispararon de nuevo sus flechas. Dos se derrumbaron muertos. Cuando a estos se les cayó el cuerpo al suelo, sus espíritus quedaron de pie, limpios de la envoltura corpórea y total y absolutamente limpios de la envoltura corpórea y total y absolutamente limpios, porque como está escrito en el Libro de la Llave: “Al morir cae la caparazón del cuerpo y el alma recobra su primitiva y esencial pureza”. Tuvieron entonces frente a sí el espíritu del primer muerto. Y como en el otro plano de la vida no existen odios ni rencores, caminaron los tres, unidos por un mismo rayo de luz, inocentes y jubilosos, cada uno rumbo a su respectivo cielo.

José María Méndez
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 548

El mono sabio

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El profesor Alfred Spigel, después de diez noches de desvelo, se derrumbó sobre una silla cercana a la jaula del mono y fue abatido por un sueño. Era la oportunidad que el simio había estado esperando. Alargó una de sus peludas manos a través de los barrotes y se apoderó del llavero del profesor. Quitó llave a la puerta de la jaula. El profesor soñaba que un pájaro gigantesco lo hacía volar sobre una selva de la era cuaternaria que no podía descifrar.

El mono abrió el estante donde el profesor guardaba los líquidos glandulares, mezcló varios dentro de un tubo de ensayo, trasvasó la mezcla a una probeta, hizo hervir el contenido y luego lo sometió a la radiación de los isótopos. Consultó durante cinco minutos el reloj de pulsera del profesor, y al cabo de ese tiempo, dio por terminado el experimento. Lo repitió en igual forma con otros líquidos glandulares y puso el líquido verdoso, que resultó del primero, en un vaso y en otro, el líquido rojizo, que resultó del segundo. Le abrió la boca al profesor y le hizo tragar el líquido color verde. Él se bebió el de color rojo. Luego introdujo al profesor en la jaula y se sentó, en busca de sueño, en la silla de aquel.

Al día siguiente nadie notó la superchería y todos siguieron creyendo que el profesor Spiegel era realmente el profesor Spiegel y que el mono seguía siendo el mono.

José María Méndez
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 547

Ajedrez

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Le apasionaba jugar al ajedrez y llevaba siempre consigo un pequeño tablero de bolsillo con sus respectivas piezas. En cuanto subió al tren, trabó conversación con el compañero de viaje que ocupaba el asiento situado frente al suyo y lo instó a jugar una partida. El invitado se negó.

—Conozco muy poco, casi nada, del juego ciencia —le respondió cortésmente.

Entonces él insistió con tanta porfía que logró convencer al renuente viajero. Se inició la partida, como su forzado contrincante jugara en forma inusitada, estrafalaria, perdió la serenidad, cayó en error y al cuarto movimiento dejó un caballo a merced de las piezas enemigas. Su adversario, tal vez distraído, iba a pasar por alto la jugada que le favorecía, pero él, caballerosamente, le llamó la atención:

—Cómase usted el caballo —le dijo, señalándole la pieza indefensa.

—¿El caballo? ¿Esa pieza es un caballo? ¿Quiere usted que yo me lo coma?.

—Sí. Es imperativo que se lo coma. No quiero ventaja. Cómaselo. Por favor, cómaselo.

—Si usted lo pide tan fervientemente… —dijo con voz sumisa.

Y tomo la pieza que se le señalaba y la engulló de un bocado. Al segundo se levantó presuroso, aprovechó el paso lento del tren, que se acercaba a una estación, saltó a tierra y se alejó en ligero trote, relinchando, por una vereda que de seguro conducía a un potrero cercano.

 

José María Méndez
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 546

El regresivo

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Dios concedió a aquel ser una infinita gracia: permitir que el tiempo retrocediera en su cuerpo, en sus pensamientos y en sus acciones. A los setenta años, la edad en que debía morir, nació. Después de tener un carácter insoportable, pasó a una edad de sosiego que antecedía aquella. El Creador lo decidiría así, me imagino, para demostrar que la vida no sólo puede realizarse en forma progresiva, sino alterándola, naciendo en la muerte y pereciendo en lo que nosotros llamamos origen sin dejar de ser en suma la misma existencia. A los cuarenta años, el gozo de aquel ser no tuvo límites y se sintió en poder de todas sus facultades físicas y mentales. Las canas volviéndose oscuras y sus pasos se hicieron más seguros. Después de esa edad, la sonrisa de tal afortunado fue aclarándose a pesar de que se acercaba más a su inevitable desaparición, proceso que él parecía ignorar. Llegó a tener treinta años y se sintió apasionado, seguro de sí mismo y lleno de astucia. Luego veinte y se convirtió en un muchacho feroz e irresponsable. Transcurrieron otros cinco años y las lecturas y los juegos ocuparon sus horas mientras las golosinas lo tentaban desde los escaparates. Durante ese lapso lo llegaba a ruborizar más la inocente sonrisa de una colegiala, que una caída aparatosa en un parque público, un día domingo. De los diez a cinco, la vida se le hizo cada vez más rápida y ya era un niño a quien vencía el sueño.

Aunque ese ser hubiera pensado escribir esa historia, no hubiera podido: letras y símbolos se le fueron borrando de la mente. Si hubiera querido contarla, para que el mundo se enterara de tan extraña disposición de Nuestro Señor, las palabras hubieran acudido entonces a sus labios inocentes apenas en la forma de un ininteligible balbuceo.

Oscar Acosta
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 504

La búsqueda

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Adolfo Gannet, famoso médico inglés del siglo pasado, tuvo una revelación maravillosa en su clínica de Londres: un enfermo le comunicó que había averiguado, en un sueño azul, que la muerte era solamente una infinita galería de retratos.

—Quien encuentre el suyo entre los millones de rostros desaparecidos —agregó el confidente— podrá reencarnar.

Gannet murió en 1895, en Escocia. En su lecho final, el rostro le sonreía con el duce misterio de quien espera emprender una gratísima búsqueda.

Oscar Acosta
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 504

Secreto absoluto

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Cuando su hermano le preguntó al Faraón Tanephitos qué buscaban, en esa noche de luna, veinte esclavos negros, éste respondió:

—Cavan buscando su propia muerte—, explicándole que le habían ayudado a transportar, a un lugar secreto, el cuerpo de su bella y dulce esposa, Zuleica, su mayor tesoro, y no quería que nadie en el mundo conociera el sitio en el cual sus restos esperaban la eternidad.

Los esclavos fueron envenenados con vino al celebrar el Término de una obra cuyo fin verdadero ignoraban. Veintiún hombres fueron enterrados y el apesarado y real esposo regresó solo a su fastuoso palacio.

Óscar Acosta
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 503

El vengador

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El cacique Huantepeque asesinó a su hermano en la selva, lo quemó y guardó sus cenizas calientes en una vasija. Los dioses mayas le presagiaron que su hermano saldría de la tumba a vengarse, y el fratricida, temeroso, abrió dos años después el recipiente para asegurarse que los restos estaban allí. Un fuerte viento levantó las cenizas cegándolo para siempre.

Óscar Acosta
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 503

El sheriff

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La noche era cálida, y por la ventana entraban ráfagas de aire fresco que movían las cortinas.

—¡Ay! —gritó Julio, cayendo al suelo pesadamente.

Su mujer , un matrimonio vecino que les hacía compañía mientras reparaban su aparato, y la sirvienta, que apoyada en el quicio de la puerta miraba el programa a hurtadillas, se levantaron asustados. Entre la cuarta y quinta costillas, por el lado izquierdo, empezaba a brotar sangre producida por el impacto de una bala de Colt.

En la pantalla, el sheriff guardaba su arma, mientras la dueña del salón se acercaba lentamente, para tomar más sol.

El señor Vicente se quedó estupefacto y no sabía qué hacer.

—Es inaudito —exclamó—. Puedo jurar que lo vi y no lo puedo creer.
Como era hombre práctico y buen ciudadano, quiso llamar por teléfono a la policía, pero cuando tenía la bocina en la mano, la soltó bruscamente.

—No me van a creer.

Se inclinó para ver mejor a Julio, pero la ahora viuda de Chávez ya había adivinado su nuevo estado. Y como no podía hacer nada por el caído, pensó también en avisar a la policía. Después lo consideró mejor y fue a llamar al médico.

—Espere, señora —le gritó el señor Vicente—. Espere. Vamos a ver que decidimos…

La señora pidió a la sirviente más café para los dos y un refresco para la vecina, y comenzaron a analizar el difícil caso.

—Bueno, ¿ y qué haremos para empezar? Julio estaba asegurado, pero este es un caso aparte. No podemos contar con ellos, ni con los otros. Tampoco el medicucho de abajo. Muy chocante. ¿Acaso la Cruz Roja? No, señora, que allí lo descuartizan para comprobar lo que usted ya sabe…

El aullar de una sirena interrumpió su conversación. Se estaban deteniendo en la casa de enfrente, y unos minutos más tarde sacaban esposado a un individuo medio calvo, vociferador, que había disparado a su esposa. A ella la sacaron después, con una mancha roja entre la cuarta y quinta costilla, por el lado izquierdo.

Tomás Doreste
No. 09, Enero-Febrero 1965
Tomo II – Año I
Pág. 21

El manso

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Chava miraba con odio a la figura garbosa y torera que se movía en la pantalla. Con odio y con envidia, porque si algo bueno había con el capote era precisamente el “Morenito”.

Su mujer lo miraba, sonriente:

—Anda, Chava, que no es para tanto. Después de todo tu hermana es ya mayor de edad. Olvídalo. Y mira qué difícil va a ser manejar un mansurrón como ese… —añadió, refiriéndose al bicho que acababa de salir.

Siguió agitándose nervioso en el sillón, fija la mirada en la faena. A su lado, el café se enfriaba, y el humo de la colilla subió por última vez hasta el techo. Y el odio seguía, feroz y sin sentido. Odio de honor ofendido. Odio reciente, absorbente, aniquilador. Odio asesino. Odio. Odio.

—¡Oh, Dios! —se gritó a sí mismo—. ¡Déjame cinco minutos, sólo cinco minutos, cámbiame por ese animal! ¡Quiero embestirle, acabar con él! ¡Quiero…!

Pero su frase terminó en un dulce mugido. Y se encontró en la arena, rodeado de una multitud que lo insultaba, azotando su cola con timidez, pisoteando el polvo con todo cuidado. Lástima que no se pudiera ver reflejado en los cristales de los turistas, porque su estampa era admirable. Pero no sabía embestir, porque no tuvo tiempo de aprender, y el respetable sufrió con su experiencia. Su mujer, que lo estaba viendo, desde su cómoda butaca, estaba indignada.

Y “Morenito”, todo pundonor, no tuvo más remedio que acelerar y llegar antes de lo previsto a término. Cuando el nuevo chava percibió, a través de la bruma de torpeza que lo había invadido, que el matador sacaba ya el estoque, quiso darse prisa, pero con tan poco tino que el acero lo penetró por la cruz pocos segundos antes de cumplirse los cinco minutos.

Juanita miró a su esposo con indignación.

—Pero, ¿habías visto alguna vez un manso tan repugnante? Ni morir sabe. Y Chava, mirando dulcemente a su esposa, sólo alcanzó a decirle:

—Muuuuuuu.

Tomás Doreste
No. 09, Enero-Febrero 1965
Tomo II – Año I
Pág. 20

La bajada

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Según el mapa, la carretera bajaba durante doce kilómetros. Ya había recorrido seis, la cara quemada por el viento y el sol, las manos agarradas con fuerza al manillar de su bicicleta, los dedos separados como patas de cangrejo, prestos a frenar en las vueltas.

De repente, se detuvo. Le pareció que el cable del freno trasero se soltaba.

Sonrió un instante al panorama de montañas que tenía enfrente. Luego se asombró al notar un súbito frío. Una verdadera sombra de hielo, a pesar de que no había viento. Buscó un suéter en la bolsa.

Y entonces vio el muro. Y detrás del muro, el cementerio.

A un lado de la carretera, una señal indicaba que se acercaba a San Sabornin.

Siguió el camino, prudente. Llegó a imaginar que algo le esperaba en esa carretera cerca de San Sabornin. Atravesó el pueblo despacio, con toda clase de precauciones. Salió del pueblo, y alcanzó la señal del otro lado.

No volvió a tomar velocidad hasta unos kilómetros más allá.

Su freno se rompió cuando alcanzó los últimos metros de la bajada. En aquel lugar era peligrosa en extremo. No pudo virar y salió al vacío.

Eso sucedía a cien metros de Cadoliva, pequeña localidad que carecía de cementerio. Los muertos eran enterrados en San Sabornin.

J. Sternberg
No. 09, Enero-Febrero 1965
Tomo II – Año I
Pág. 14

El vuelo

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Un moscón se pasea por los bordes de la azucarera. De vez en cuando emprende un vuelo, un rápido zumbido, un colérico zigzagueo. Lleva un luto descolorido, sucio. Una criatura irritante, completamente fuera de lugar en el silencio dulzón del comedor. Pero ahora veo que debajo de las alas posee un lujoso cuerpo azul, como una ridícula vieja vestida de lentejuelas brillantes y tules gastados, extraídos de roperos con olor a humedad. Avanza hacia un terrón de azúcar blanquísimo (un ser puro, inmutable, hermético, que, por supuesto, debe despertar su envidia). Parado sobre el terrón de azúcar se frota las patitas delanteras. Yo lo miro, simplemente. No hago un solo movimiento. Lo miro desde el fondo de mi calma intacta como el silencio del comedor que él no puede perforar con su estúpido zumbido. Es un silencio de algodón inmaculado y el no atina a desgarrarlo, aunque dé vueltas como una maquinita redundante que ignora lo que le espera.

Pero algo sospecha y por eso se lanza ciegamente contra el vidrio de la ventana. Desde aquí pude oír con precisión el golpe opaco, seco. No encuentra la salida. Se revuelve en espirales de impaciencia en lugar de aceptar su situación. No sabe nada de nuestro orden secreto, nuestros juegos, nuestros menudos privilegios. Las moscas son más inteligentes. Se pasean por el techo. Comprenden que todo está dispuesto y debe ser así. No es posible cambiar nada de sitio. Las tazas son siempre las mismas. La tetera, así como la jarrita de la leche y la azucarera, son de plata inglesa. Eso significa mucho para nosotros. El tejido de la carpeta no es perfecto, si lo miramos con ojos críticos, pero se disimula bien debajo de la vajilla. Nosotras somos seres silenciosamente lúcidos y activos. Nos confabulamos contra las moscas (que son hábiles, como ya he dicho) y demanda toda nuestra paciencia (que es infinita). Tenemos nuestras pequeñas emociones cotidianas. Pero lo más importante para nosotras es nuestro trabajo. Tejemos. Y en nuestra habilidad, nuestra pericia o, si se me permite la expresión, nuestro talento encontramos la mejor recompensa. Nos admiramos mutuamente los tejidos. Pero la mayor parte del tiempo —ya que no siempre estamos tejiendo— nos quedamos inmóviles, expectantes.

Él no espera nada. Se lanza de cabeza contra el vidrio. Afuera el laurel rosado se está poniendo gris. Quiere salir antes que se desvanezca. Pero ahora parece que entendió y vuelve a la mesa. Me llena de inquietud, porque nunca me he enfrentado con una criatura tan ruidosa y hostil. Pero más inquieto estaría él, probablemente, si me hubiera visto. Es demasiado grosero y torpe para observar a su alrededor. Eso sí, se nota que es individuo vanidoso y complaciente consigo mismo por la manera de frotarse las patas. Su plan ha fracasado. El laurel se cubrió de ceniza. Y él no encontró la salida. Pero parece no advertirlo o haberlo olvidado. Se dirige estrepitosamente hacia el centro de mesa donde yacen cuatro flores de cera. Se posa sobre un pétalo rosado. Advierto que ya se está cansando. No era eso lo que él buscaba, por supuesto.

Lo veo venir. Lo espero. Ahora se acerca a la lámpara. Es una gran pantalla de seda amarillenta un poco desteñida y chamuscada en el centro, donde brillan tres bombitas eléctricas. Hacia esos gusanos de luz incandescente que habitan en el vidrio quiere llegar al moscardón. Pero yo atisbo agazapada en el borde interior de la pantalla. Lo miro casi con amor ahora que está tan cerca y me seduce y quiero volar al fin y caigo en el vacío, suspendida de un hilo frágil que brota de mi propio vientre, me balanceo en mi ciega embriaguez, quiero volar, pero sigo cayendo, con mi pesado vientre negro, todo se desgarra blandamente como un algodón y ruedo sobre las tablas del piso, roto el hilo visceral que me ligaba al tiempo, roto el precario equilibrio, el diferido vuelo, huyo a esconderme en un rincón de polvo y sombra. Sé que mañana o pasado mañana comenzaré a tejer una vez más nuestra vieja paciencia. Porque todo está dispuesto y debe ser así. No hay cosa que nos exaspere tanto como esa absurda vocación del vuelo.

Mercedes Rein
No. 22, Abril 1967
Tomo IV – Año III
Pág. 294

El legislador y la pastilla de jabón

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Un miembro de la legislatura de Kansas encontró un día una pastilla de jabón. Iba a seguir su camino sin prestarle atención, cuando la pastilla de jabón insistió en estrechar su mano. Pensando que tal vez la pastilla de jabón gozaba acaso del derecho del voto, el legislador estrechó a la pastilla cordialmente. Cuando la soltó, se dio cuenta de que tenía jabón adherido a sus dedos. Alarmadísimo, llegó hasta un río y se lavó la mano para quitarse el jabón. Sin darse cuenta, puso algo de jabón en la otra mano, que también tuvo que lavar. Cuando terminó con la operación, sus dos manos estaban tan blancas que tuvo que acostarse en seguida y llamar al médico.

Ambrose Bierce
No. 13, Junio 1965
Tomo III – Año II
Pág. 498

Ambose Bierce
No. 143-145, Abril-Diciembre 1999
Tomo XXX – Año XXXV
Pág. 80

Habla Rulfo

Habla Rulfo

Juan Antonio Ascencio 

EL CUENTO cumple treinta y cinco años. Entre los fundadores de El cuento, como puede ver el lector en la columna del directorio, tuvimos a Juan Rulfo. Para celebrar nuestro cumpleaños, ofrecemos algunos comentarios sobre la creación literaria. Son fragmentos breves, tomados de la biografía, por el momento inédita, que escribí sobre Juan Rulfo.

La escritura de la mañana es distinta de la del medio día o de en la tarde. Es mejor de noche, uno se concentra, el cuerpo está relajado, si no le importa levantarse tarde. Así le hacen los pobres para no sentir el hambre, duermen de día.”

“Usted siéntese. Escriba. Ponga allí a su personaje. Muévalo, que haga cosas. Cuando él camine solo, tire todo lo anterior y sígalo. Pero si el personaje le sale flojo, si él espera a que usted lo empuje, tire todo completo y vuelva a comenzar. Y así, hasta que sea real, porque la literatura es mentira, pero no falsedad.”

“Es muy sencillo. Usted parte de algo real, ni modo de inventarlo todo, quién iba a entenderlo, pero uno va transformando esa realidad hasta que desaparece, hasta que dice lo que uno quiere. Ya para entonces es otra cosa, nada autobiográfico. Imagine, imagíneses el cuento a partir de una realidad y dele la vuelta para adentro”

“No hay por qué hacer historia. Al hombre le suceden cosas importantes una vez, o dos, en toda su vida. Alguien puede morirse a los ochenta y haber vivido, lo que se llama vivir, qince días de su vida, o nada. Si lo importante se presenta hay que tener la decisión de vivirlo. Si uno lo deja pasar es un pendejo, porque ese día no lo vuelve a tener y el vacío se queda…”

“Otros inventan vida de paja a sus personajes, por eso resultan tan aburridos. A quién le interesan las definiciones, o las descripciones de lugar, cuando lo importante son las personas. Los escritores del siglo pasado no podían saltarse diez o veinte años muertos. Comenzaban el capítulo treinta y siete: ‘Recordarás, amable lector, que en el capítulo veinte dejamos a Josefinita a punto de hacer su primera comunión’. Pura basura… Hay mucha historia disfrazada de novela, anécdotas con facha de cuentos, por eso hay tanto cuentista, y no digamos poetas. Se puede barrer poetas y hasta se atora la escoba…”

“Los onderos, y todo escritor, deberían leer el Código de Napoleón. Es de 1808. Y si quieren algo más moderno aquí tenemos el directorio telefónico, más de un millón de palabras sin que falte ni sobre ninguna. Eso es claridad y economía, es lo que necesita la literatura.”

(apareció en el No. 143-145, correspondiente a Abril-Diciembre de 1999)

 

Con Valadés en el Café Chufas

Con Valadés en el Café Chufas

 José de la Colina

 (Un cuento sin ficción, con personajes reales)

En aquel año 1955, tan lejano que hoy parece no haber existido (pero existió, lo juro), Edmundo Valadés y quien esto escribe se encontraron en el café Chufas de la Ciudad de México, una ciudad que ha dejado de existir[1]. Por aquel entonces la gente que leía, asistía a conciertos, iba al cine, hacía o pensaba y discutía de política, participaba en tertulias, trabajaba en editoriales, periódicos y revistas, etcétera, solía encontrarse en ese corazón de la ciudad casi diariamente de tal modo que en la vidita cultural nos conocíamos todos, pero éste no era el caso: Valadés y quien esto escribe nunca se habían encontrado, a pesar de que andaban los dos, más o menos, por los mismos círculos de periódicos y revistas. Sin embargo, resultó que ya se conocían, porque daba la casualidad de que ambos habían publicado en ese año su primer libro de cuentos, ya se habían leído uno al otro y viceversa, cada uno por su lado, y la mejor manera de conocer a un escritor es leyéndolo antes de conocerlo en forma de persona de carne y hueso “con un pedazo de pescuezo”. Por una de esas casualidades que si uno las lee en un cuento le parece enteramente inverosímil, los dos llevaban en el bolsillo sus primeros libros, como revólveres cargados de muerte[2]. Yo ahora no recuerdo qué puse en la dedicatoria del mío, pero en la dedicatoria de Edmundo generosamente se me trataba de “joven maestro del cuento”. Esa tarde entre cafés express y vasos de blanca y fría horchata, con los que tratábamos de combatir un calor totalitario, hablamos de nuestras admiraciones literarias, en las que casi siempre coincidíamos, y claro está que inmediatamente surgió el nombre de ese gran cuentista hoy completa e injustamente olvidado, el armenio-norteamericano William Saroyan, del cual alguna influencia teníamos en más de uno de nuestros cuentos, y coincidimos en que lo que más nos gustaba del autor de un relato tan largo y admirablemente titulado “Como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo”,  era su capacidad de hacer del cuento un canto y del canto un cuento, de tomar una anécdota pequeñísima, casi insignificante, y convertirla en una narración llena de vida, de ambiente, en la que casi se podía sentir el frío o el calor de un día en una ciudad, o la voz del amigo encontrado en la calle o del desconocido que en un bar cuenta su triste o alegre aventura cotidiana. Saroyan resultaba para nosotros la ilustración perfecta de eso que ha escrito Jean Paul Sartre en uno de sus libros menos fragorosos y pesados que los otros: “Para que el acontecimiento más trivial se vuelva una aventura, se necesita y basta poner a contarlo. Es lo que siempre atrapa a la gente: un hombre es siempre un contador de historias, vive rodeado de sus historias y de las de otros…” Y aunque esa tarde yo no conocía esa espléndida anotación sartriana, y tal vez tampoco Valadés, no me cabe duda de que eso era lo que creíamos y que en Saroyan nos atraía particularmente la manera cómo el cuento se convierte en canto.

Dio la casualidad de que en ese momento entró en el café, convirtiéndose inmediatamente en un imán para la mirada de todos los presentes, una señora treintañera, de belleza deslumbrante, que caminaba como envuelta en pura música, cimbrándose el alto y esbelto cuerpo como una elástica lanza, sonriendo con señorío angelical que casi borraba la impresión de tristeza que había en su mirada.

—Mire usted esa mujer: a mí me gustaría… —comenzó a decir Valadés, y yo pensé que confesaría un deseo lujurioso tan súbito como comprensible, pero Edmundo era un caballero, muy poco amigo de ese género de expansiones, y lo que iba a decir por otro camino—. Me gustaría saber qué historia entra aquí con ella…

—¿El cuento que todos llevamos dentro, Don Edmundo? —le pregunté.

—Sí, y el cuento que nunca contamos, que ella nunca contará, y que es el que más vale la pena contar, aunque por otro lado nunca acertamos a contarlo bien.

—¿Y cuál sería?

Entre los dos nos dispusimos a imaginarlo. Iba más o menos así, y no me pregunten quién decía qué, porque ahora no puedo separar nuestras dos voces susurradas:

—Viene al café a una cita con su amante, sabe que él o ella van a romper la relación esta tarde, por eso se siente la tristeza en los ojos de ella…

—Sonríe porque siente que esa historia íntima podría adivinársele en la tristeza de sus ojos.

—Trae bajo el brazo un paquete, alguna prenda que habrá comprado en El Palacio de Hierro, su pretexto para venir al Centro de la Ciudad, un pretexto para ella misma antes de que lo sea para su marido…

—Un marido que de ella sólo ve la belleza y no comprende nada…

—Es la primera vez que entra en este café, eso se nota en la manera de mirar alrededor, y la tristeza de la mirada se debe a que ella ha llegado tarde y no sabe si no lo ha encontrado a él por eso o porque en realidad él no ha acudido a la cita…

—Se sienta ahora, y pide un old fashioned, sin advertir que esto no es un bar, y que lo más que podía pedir es una cerveza, y eso en el caso de que pida alimentos…

—El mesero que se acerca a servirle esta visiblemente perturbado por la belleza de la mujer, y se cambia la servilleta de un brazo al otro…

—El hombre que ella espera nunca llegará…

—No, nunca llegará…

—¿Y si ha llegado ya? ¿Si es uno de nosotros? Usted o yo…

—Lo que está llegando ya, y ella no lo sabe, y nosotros apenas hemos comenzado a intuirlo, es el cuento…

—Un cuento que podría titularse a la manera de Saroyan…

—“Con una mirada triste, con una sonrisa, y con toda la tristeza del mundo…”

—Habría que escribir ese cuento.

—¿Quién? ¿Usted o yo?

—Los dos, cada uno por su cuenta, a su modo. Y luego publicarlos juntos.

—Prometido.

—Prometido.

Nunca lo escribimos, pero quizá sea mejor así, porque tal vez los dos, Edmundo en el más allá y yo en la patria de acá abajo, estamos secreta, silenciosamente, infinitamente, escribiéndolo juntos[3].

[1]Ha sido abominablemente sustituida por la actual Smógico City, capital de la asfixia y el crimen organizado y desorganizado.

[2]Los dos libros llevaban la palabra “muerte” en sus títulos: Valadés, La muerte tiene permiso; De la Colina, Cuentos para vencer a la muerte.

[3]Por lo demás, yo volví a ver unas cuantas veces a la hermosa, siempre solitaria allí en el café, y pienso ahora que su sonrisa se debía a que sentía que nunca le escribiríamos su cuento.

José de la Colina
No. 143-145, Abril-Diciembre 1999
Tomo XXX – Año XXXV

Berlín 43

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El reducido salón privado de Hans Klinger acogía los más variados elementos, a manera de injertos caprichosos, con gran predominio de objetos bélicos y de libros. La combinación de los severos utensilios de guerra con rebuscados toques de refinamiento, daban la clásica atmósfera de un despacho de oficialía nazi. Hans Kliger, enfundado en su impecable uniforme, con la vista fija en la luz de sus botas negras, tamborileaba con los dedos la funda metálica de una rancia espada prusiana que, colgada en un rincón del cuarto, no tenía ya más finalidad que oxidarse.

En seguida, midiendo los pasos, como si un ritmo lento pudiera iluminar sus ideas, llegó hasta un escritorio. Extrajo del cajón superior una gruesa carpeta, cuya portada se adornaba con una swástica. La abrió y comenzó a desechar papeles. Encontró lo que buscaba: una hoja con anotaciones manuscritas. Después de leerla fría, automáticamente, la redujo a una pequeña figura de arrugas y la arrojó al suelo.

Las pupilas de Hans Kliger, dos hileras de brillo a medio borrar, delataban el peso progresivo del insomnio. Se sirvió una copa de aguardiente, que hizo desaparecer  al primer intento. Miró por la ventana, sin poder capturar un objetivo, y fabricó dos maldiciones con estupenda dicción. Estuvo a punto de tomar el teléfono, ociosamente situado sobre una mesita de hierro; pero cambió de parecer por la tentación de seguir acortando el nivel de la botella. Se despojó de su gorra militar, para propiciar una invasión de cabellos anarquistas en la frente.

Urgido en preparar juegos internos, se dio a perseguir determinados recuerdos que luego acomodaba en sitios convencionales, como un recurso inmediato a su vacío. Mientras, jugueteaba maquinalmente con un pequeño cañón a pequeña escala del temible “Bertha” y que cumplía funciones de encendedor. Un “Bertha”, con nombre de mujer y caricias homicidas. Pero todo eso ya no tenía ninguna importancia. Caminó hacia el librero para tomar un ejemplar bastante usado de “Una Alemania Mejor”, y en su lectura transcurrieron veintiocho minutos más de su existencia. En seguida se ocupó en buscar el papel que había estrujado. Lo dejó de nuevo en condición legible, y un pequeño lápiz apareció trazando signos.

Sólo pudo permanecer tranquilo unos breves instantes. Volvió a presionar el papel, ya sin ninguna utilidad inmediata. Descolgó la bocina del teléfono. Permaneció indeciso, con esa teatral angustia que trae la desventura, sin atreverse a marcar el número. Se quedó con la mirada fija en el escudo del partido nazi, y movió los labios sin lograr ningún sonido. La gruesa guerrera de estrecho cuello lo acaloraba: razón ideal para tirarla. Se sirvió otra copa, que ahora sorbió a pequeños tragos.

Un repentino acceso de voluntad lo llevó hacia el teléfono en cuyo disco marcó un número.

—¿El jefe?… Sí, habla Hans. Necesito me conceda un día más… ¿Cómo? ¡Le aseguro que estoy a punto de encontrar la solución!… Sí, sí, comprendo que sus actividades no pueden esperar, pero es una última oportunidad que solicito… ¡Compréndame; sólo se trata de una última vez!… ¡Usted puede acabar con mi carrera si no me escucha!… ¡Bueno, bueno, bueno!… ¡Colgó el muy…!

Derrotado, aunque ya sin la tirana presión de la esperanza, se sentó en un sillón y se quedó inmóvil. Sería cuestión de momentos esperar el final. Ese final aniquilante que acompaña al fracasado sin excusa. Se levantó, envuelto en esa resignación cercana a la indiferencia, para proveerse de nuevo licor. Eso ayudaría.

Entonces, bajo los efectos de la mermada botella, procedió con la calma inconsciente de la embriaguez, a vestirse con su nuevo uniforme de gala. Otra gorra nueva también, disimuló el caos de su pelo. Como final de actuación predilecta, se ciñó el cinturón que sostenía la funda de una temible “Luger”. Al siguiente paso, encadenado en la suficiencia de todo aquel que nada puede exigir a la fortuna, ensayó tres marcas de sonrisa ante un espejo, para luego marcar otro número:

—¡Bueno!… ¿A dónde hablo?… ¿La Policía?… Oiga: todo esto es un tanto extraño, así que le ruego prestar atención… Sí, sí; no interrumpa… Habla Hans Kliger… ¿Quién? ¡Oh, perdone! Es mi pseudónimo… Mi pseudónimo, mi apodo. ¡Caray!… Sí, por supuesto. Mi nombre original es Melchor Rueda… ¡Claro! Ya sé que está mejor, pero eso a usted no le importa… Lo que sí puede interesarle es que dentro de dos minutos, a más tardar, necesitaré suicidarme…Sí, sí; desde luego que es una historia larga; pero todo se reduce a que el jefe de la editora ya me perdió la confianza, y hoy mismo presenta su demanda… ¿Cómo dice? ¡No, no; es que yo soy escritor!… Sucede que no he podido dar un final conveniente para mi última novela, “Las Angustias del Führer”… Del Führer… ¡Oh, no tengo tiempo para explicarle esos términos!… Sí, claro que podría dejar una carta explicativa de mi suicidio; pero acabo de prometerme no volver a escribir jamás… ¿Mi dirección? ¡Ah, sí, claro! Es Berlin 43… ¡Berlín 43!… Cuarenta y tres… Eso mismo; cuatro, tres… No, No; descuide. Yo ya no tengo lugar para bromas…

Luis Enrique García
No. 21, Marzo 1967
Tomo IV – Año III
Pág. 236

El libro

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El hombre se detuvo y miró con timidez por encima del hombro del otro, tratando de descifrar los caracteres del libro que leía. El lector se volvió irritado y soltó un manotazo. El sombrero del tímido curioso voló por los aires y su rostro quedó marcado por el golpe. Luego el hombre continuó su lectura y el tiempo pasó. ¿Qué hizo el tímido curioso? ¿Dónde estuvo todos esos años? El curioso vagó por el mundo, sufrió, realizó casi toda su vida. Estuvo lejos o cerca del lector, no se sabe.

Lo cierto es que al cabo de los años, vencido totalmente por la curiosidad, volvió a espiar por encima del hombro del otro. Esta vez, el hombre dejó a un lado el libro y le preguntó con la benevolencia que dan los años:

—¿Tanto te interesa lo que leo?

El curioso balbuceó algo, carraspeó y se atrevió a decirle:

—Sí, todos los años he vivido angustiado por eso. Ahora estoy aquí y quiero saber.

—Bien dijo el lector, recogiendo el libro y abriéndolo por sus últimas páginas—; espera solamente que termine y lo sabrás.

El curioso esperó con impaciencia. Unas horas más tarde concluía el lector su libro y un instante antes de cerrarlo para siempre le dijo:

—Escucha, leía tu vida. Desde el día aquel en que naciste hasta tu muerte: ¡así!

Y cerró de golpe el libro.

Miguel Collazo
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 418

Mariposa

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Era la estación y había miles. El hombre observó fríamente el filo de la navaja, de pie frente al espejo, en su casa de la calle Picota. Las mariposas habían quedado inmóviles en el espacio y la sombra de alguna de aquellas alas multicolores cayó sobre el borde inferior izquierdo del espejo. Al salir del valle de los muertos notó que llevaba sobre los hombros una gigantesca mariposa cada vez más pesada.

Miguel Collazo
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 417

El hogar

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El niño trajo sus “comics” y comenzó a leerlos. El padre desvió un instante la mirada del periódico y se regocijó viéndolo a su lado. Luego volvió a su periódico. De pronto reaccionó. Las imágenes cruzaron veloces por su mente. ¿Qué leía su hijo? Miró nuevamente, tratando de descifrar aquella criatura y lentamente, con perplejidad y desasosiego, comprendió que ni aquella criatura era su hijo, ni los cuadernos impresos eran “comics”, ni aquella era la sala de su casa.

Miguel Collazo
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 417

Cálculos de amor

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Ella estaba completamente desnuda.

—¡Oh delicioso tesoro mío! —exclamaba él, trastornado de placer—; yo te amo, te amo con el alma y los sentidos.

Y en sus arrebatos de pasión le prodigaba los más tiernos y cariñosos nombres.

La había deseado largo tiempo, entre suspiros, lágrimas y súplicas, y, por fin, la ingrata había consentido en despojarse por vez primera de sus elegantes vestidos, que tantos encantos ocultaban.

Sin embargo, él no se precipitó con el furioso arrebato de la pasión sobre el cuerpo adorado; todo lo contrario: con la más perfecta calma, se acerca a un pequeño mueble estilo Renacimiento, con instrucciones de marfil y oro, y sacando una cinta de raso de un metro de larga, se vuelve hacia su amiga, que le espera recostada sobre el mullido diván, y empieza a medir toda la superficie de su torneado brazo.

—Pero, ¿qué haces? —exclama la niña estupefacta.

—Espera —le responde con un gesto— No te muevas

Pasó la cinta desde la raíz de sus dorados cabellos hasta la rosada punta de su pie; todo, todo lo midió con febril ardor, interrumpiéndose muchas veces para entregarse a algún cálculo mental.

—¡Seis mil cuatrocientos!

—¡Seis mil cuatrocientos! —repite ella, creyéndolo loco.

—Sin que exista error, es decir, que la superficie de vuestro divino cuerpo, medida por su cara anterior —es preciso reservar la posterior para el porvenir —se compone de seis mil cuatrocientos centímetros, de un cutis más fino y perfumado que la rosa; de manera —prosiguió entusiasmado, pero metódico— que suponiendo que un beso mío cubra tres centímetros de tu piel, necesitarán mis labios apoyarse sobre ella dos mil ciento treinta y tres veces, para cubrirla toda; me parece, querida mía, que aunque mis labios persistan una hora o dos, habrá algunos de más larga duración…

—¡Pero, Dios mío, entonces esto no acabará nunca!

—Es que, adorada mía, nuestro amor durará hasta la consumación de los siglos.

Y, postrado de rodillas, comenzó a besar la puntita de su pie desnudo, que colgaba fuera del lecho, haciendo trampas para prolongar la caricia

Catulo Mendes
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 398

La lección

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Llamé suavemente a la puerta de la más hermosa e ingrata de las mujeres, de aquella que me amó largo tiempo: ¡oh, sí, largo tiempo!: de abril a abril. Largueza meritoria de ternura.

—¿Quién está ahí? —respondió ella desde dentro.

—El que te adora, amada mía—respondí—, y a quien tú desdeñas.

—Amigo mío, no es propio de un hombre cortés venir a molestar a las personas en el momento de meterse en el lecho; continuad, os lo ruego, vuestro camino.

No insistí más y me retiré triste y cabizbajo, pensando que las jóvenes bonitas se complacen en cambiar a menudo de amante; desechan al viejo por el que se presenta hoy ofreciendo nuevas caricias.

A pesar de todas estas reflexiones, volví sobre mis pasos y llamé otra vez a la cerrada puerta de aquella mujer que ya no me amaba

—¿Quién es? —Respondió con enojo—. ¡Cómo! ¿Sois vos todavía?

—No, es otro, amiga mía, os lo aseguro, otro que se muere de cariño y que desea besar nada más la puntita de ese lindo pie que asoma por debajo del vestido.

No respondió al pronto; sin duda se entregaba a sus meditaciones.

—¿Otro? —respondió al fin.

Creí por un momento que iba a enternecerse, pero prosiguió con tono duro:

—Os repito que es muy inconveniente venir a turbar el sueño de las personas cuando éstas se disponen ya a cerrar sus pupilas; seguid en buena hora vuestro camino.

Yo entonces le pregunté desolado:

—Pues que, para ser acogido de nuevo por vos, ¿no es suficiente, querida infiel, haber variado en absoluto, ser, en una palabra, completamente desconocido?

Escuché detrás de la puerta una risa contenida.

—Aprended —me dijo por último—, y sírvaos esta lección para lo sucesivo; no es suficiente, ni satisface a una mujer, recibir el mismo beso de un hombre dado de diferente manera; esto hastía, causa molestia; es preciso, para sentir el goce, que sean otros los labios que lo den.

Catulo Mendes
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 397