El prisionero

Lo habían trasladado desde Rancagua hasta esa ciudad sureña. Él pensaba que allí, tal vez, podría tener esperanzas de escapar a la sentencia por alguna influencia de su hermano, también militar. Pero el Comandante de esa Plaza era tanto o más cruel que el de Rancagua. Este convencimiento lo tenía deprimido y sin fuerzas.

En el patio, él y los otros presos, seguían el sol, lentamente, como unos girasoles pálidos, apenas vivos. Había empezado hacía poco la primavera pero el tiempo seguía frío y aún permanecían las huellas del largo invierno austral. Los primeros daban una sensación de orfandad aterradora, como si estuvieran envueltos en algo más fuerte o gélido que el clima.

Al día siguiente, a poco más de las cuatro de la madrugada, después de la ejecución, dos soldados conversan en voz baja, muy cerca del muro donde yacen dos cuerpos tendidos.

—No se porqué siempre madrugamos para un fusilamiento dice uno.

—Es verdad —responde el otro, casi una sombra— pero como aún no es noche no les vemos las caras. Apenas parecen los monos para el simulacro de tiro. Por esto me parece mejor madrugar.

—Pero no entiendo por qué ya no usamos el rifle de ordenanza en el fusilamiento. Ahora tiramos con las metralletas.

—Es que ya no fusilamos. Al usar la metralleta aplicamos la ley fuga.

—Uno de los fugados tenía un puño de tierra apretada en su mano —agrega el primero.

—Ese era campesino.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Estoy muy seguro —dice el de la sombra—. Era mi hermano.

Daniel Riquelme
No. 74, Octubre-Diciembre 1976
Tomo XII – Año XII
Pág. 79