El hueco

La habían enterrado el año anterior. Todavía recordaba los puños vendados que convirtieron en muñones las manos huesudas y deformadas. Se había consumido lentamente concentrando el odio y agudizando el estilete con que punzaba en los sitios más dolorosos. Los últimos momentos la atormentaron como si sus vísceras se hubieran convertido en carbones encendidos. Se retorcía. Entre los gritos vomitaba súplicas de perdón y amenazas de fuegos eternos.

La última vez que la vio fue en un cuarto desolado que un rayo de sol convertía en visión sobrenatural. La vieja se debatía con la muerte, resistiéndose a pasar el umbral. Moría porque la carne se consumía, pero la voluntad de hierro alojada en el cuerpo inútil la había mantenido hasta mucho después de haber sonado la hora. Y el espíritu luchaba por conservar el hueco en que debía habitar.

Cuando más tarde las cenizas salieron del incinerador, ella sintió un alivio profundo que le ayudaba a respirar con libertad. Se sentía una inmensa criba por la que circulaban sentimientos y pensamientos mezclados, pero por encima de todo, sentía un grande, inmenso alivio. Se dio cuenta de lo mucho que había esperado. No, no hubiera bastado la muerte. Había que hacer desaparecer hasta el último vestigio, por eso fue necesario convertirla en polvo.

Ahora, cuando entra en casa, siente su presencia anclada en el sillón vacío. A veces le habla, para descubrir en seguida que no está.

Una sospecha la viene inquietando desde hace tiempo. Es el recuerdo de aquel último instante en que la vieja se incorporó arrojando sus estertores. En ese momento no quiso admitirlo, pero ahora cada vez está más cierta. Mira sus manos que poco a poco se van enjutando, su cara se marca con huellas que no son propias; algunas veces se descubre absorta, sentada en un sillón desvencijado. Ahí recuerda el grito rebelde, la resistencia invencible, la vida debatiéndose en busca de otro cuerpo. Entonces sabe por qué no la extraña.

Ana Rosa
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 54