Sentía yo un extraño vaivén y al mirar hacia abajo me encontraba muy cercano al pavimento, sucio, cuajado de toda clase de desperdicios. Junto a mí, dos zapatos negros caminaban cadenciosamente a ras de unos pantalones grises que abanicaban sus pasos siguiendo el movimiento. Particularmente me era desagradable quedar entre las ruedas de los automóviles al cruzar las calles, y más aún mi vecindad con los perros que me rozaban con sus cuerpos pestilentes y me veían de tú a tú. Pero lo peor fue que uno de ellos, golosamente, pasó su lengua acuosa por mi cuello. Atrás de mí, oía el gotear serpenteante de un líquido espeso.
Los zapatos negros subían ahora una pequeña escalinata de piedra; después siguieron un largo pasillo por donde iban y venían muchos pares de zapatos blancos, que al adherirse con rapidez sobre las interminables carpetas de hule, unían los chasquidos de sus pasos a las voces de altoparlantes monótonos que llamaban sin cesar a no sé quiénes.
Después se cerró la puerta por la cual habían penetrado los zapatos negros y el pantalón gris. Pero yo no podía comprender mi situación. Quería recordar su causa para ubicarme, hasta que levanté la vista y me enteré de que una de mis manos me llevaba asido por el pelo.
Entonces recordé que había aceptado aquel compromiso.
Por eso llevaba yo mi propia cabeza cortada a entregarla como donador para un trasplante.
José Barrales V.
No. 55, Noviembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 338