Alrededor de 1986, la escritora Martha Figueroa de Dueñas hizo la pregunta inquietante,
¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?, a algunos de los más importantes escritores y poetas mexicanos. Las respuestas fueron, en todos los casos, fascinantes. Ésta es la de: EDMUNDO VALADÉS
Virtud de sabios –dicen los filósofos–, es saber escuchar, hacer sentir a nuestro interlocutor como si éste fuese la persona más importante en ese momento. Esta enorme –y rarísima en nuestros tiempos del yoísmo galopante– cualidad la tiene Edmundo, perdón, Don Edmundo Valadés.
Cuantas veces me he acercado a él en alguna reunión de amigos, fija su atención en mí y, no importa lo baladí de mi alocución, él me escucha como si nadie más existiera a nuestro alrededor.
Don Edmundo, ha dedicado su vida a las letras. Periodista de profesión, testigo del desarrollo literario de México, lector pantagruélico, cuentista prodigio, ensayista profundo, fundador y director de la revista El cuento, hace ya largos 22 años, hombre de gustos exquisitos y, por ende apasionado de la obra de Proust.
Cuando vaya en busca de su isla perdida, es obvio el libro que llevará en su bagage literario:
ME QUEDO con PROUST
Tu indagación, queridísima Martha, me hace recordar los juegos literarios juveniles suscitados por Xavier Villaurrutia, a su vez repitiendo los de algunos escritores franceses, sobre cuáles serían las diez Novelas que uno escogería de tener que ir a vivir a una isla desierta. (Xavier, maliciosamente, revertía la pregunta con otras ¿cuáles son los diez libros o versos más cursis de la poesía mexicana?, ¿cuáles son las diez mujeres de letras que llevaría usted, o no, ala Isla Desierta?, y ¿cuáles son los diez libros, diez literatos, a quienes dejaría usted para siempre en ella?). De jóvenes, creo que quienes leíamos ávidamente, formulábamos relaciones de nuestros libros preferidos, en las que acumulábamos, sin preocupación crítica, un catálogo más bien tendiente a mostrar cuántos habremos ya leído, que a determinar los que nos iban siendo esenciales o que más nos enriquecían. Limitados a una cifra pequeña, la selección era dolorosa, y hacíamos la trampa de cambiar autores por libros, para sumar más. El tiempo, ajustador implacable, nos fue orillando a establecer los en verdad inolvidables o siempre preferidos ahora tú, Martha, nos arrinconas cordialmente para decir entre todas nuestras lecturas, cual resulta la definitiva: cuál es el libro de nuestra vida. Ese libro al que volvemos y volveremos con admiración o fascinación crecientes, ése que nos ofrece más y más, como novedad creadora que no se agota, y en cuyo mundo nos sumergimos para descubrirle otras proyecciones inadvertidas, un interés renovado, un mundo y personajes que nos apasionan con ininterrumpida atracción. Hace años, tal vez hubiera dudado entre Las mil noches y una noche, que me abrió desde joven el espacio de la imaginación y la sensualidad y me cautivó como el viaje más sorprendente y maravilloso, y el libro que ahora no titubeo ya en elegir sin reservas “porque ha sido y es mi gran compañero literario: A la busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.
Desde hace más de cuarenta años en que inicié la lectura de los dos primeros volúmenes, pues la traducción completa no apareció sino después de que, empezada en España, al impedirla Guerra Civilsu término, la culminó en 1946, en
Buenos Aires, en la editorial Santiago Rueda, me atrapó de modo fulminante Por el camino de Swann, porque allí, así hubiera circunstancias distintas, reconocí la parte dolorosa y sensible de mi infancia y porque descubrí asociaciones entre mis incipientes intermitencias de corazón y las que Proust describe como las primeras sensaciones y reacciones amorosas del Narrador, que irá pormenorizando más profunda y extensamente, para formular el estudio quizás más penetrante de cómo se fragua un amor, cómo se envuelve en los celos y luego desaparece, para reencarnar otra vez, sin que valga la experiencia de haberse librado de un sortilegio en el cual volveremos a caer fatalmente.
La obra de Proust, cuando uno la abarca en conjunto, admira y pasma, atrae y fascina, tanto por su estructura genial –un vasto círculo perfecto– como por la composición de su historia, tan ligada a la vida real de Proust, parábola del paso del tiempo sobre los seres humanos, para concluir en que la única salvación posible de la mentira o el sueño que es la vida, está en la obra creadora. Libro escéptico sobre la naturaleza humana, así lo sustente en los egoísmos, vicios, placeres, vanidades y ocios de la burguesía –la bella época francesa–, su pesquisa es tan perspicaz, que implica en mucho, así sea en otras proporciones y ámbitos, las de otros núcleos sociales. Es, también, uno de los libros más sabios que se han escrito, pues entre tantas cosas de que se nutre, nos enseña a reponer la verdadera realidad de nuestra vida, por medio de la memoria involuntaria, extraída de nuestra subconciencia al estímulo de sensaciones que hemos guardado y olvidado, y que pueden aflorar de pronto, en inesperados estados de gracia, para volver al origen de lo que somos, acercándonos al misterio de nuestro destino, a lo que determinó su curso o lo que puede cumplirlo. Nos enseña también, con una lección superior, cómo podría crear el escritor su obra trascendente.
La originalidad de la historia de En la busca del tiempo perdido, la maestría de su estilo, la modelación magnífica de personajes arquetípicos, la descripción espléndida de ambientes y paisajes, el análisis sagaz de pasiones y psicologías, la develación del “mecanismo de los principales sentimientos”, el recóndito rastreo sobre los celos, la reintegración formidable de una sociedad, de una época, su recuperación y concepción del tiempo, por no decir más, es por lo que Proust es el gran seductor literario. Y por la simbiosis entre lo real y lo inventado en En busca del tiempo perdido, la vida de Proust acabará por interesarnos tanto, y a veces más, que su propia obra. Por eso yo me quedo con él.[1]
Martha Figueroa y Gabo
Martha Figueroa y Valadés