Lanzamiento

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Un inglés compra una propiedad y toma posesión de ella. Encuentra fantasmas. Son los antiguos propietarios alineados junto a la estufa. Él les dice: ¡Idos!
Los fantasmas se niegan. El nuevo propietario sale a buscar un policía; después, a un ministro que les arroja agua bendita. Los fantasmas no quieren irse. Llega un abogado que le lee el documento de compra de la propiedad por el inglés. Los fantasmas se van.

Jules Renard
No. 142, Enero-Marzo- 1999
Tomo XXX – Año XXXV
Pág. 91

El monstruo

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Marta sale, con su madre, de la exposición de pintura, muy seria: Desde hace una temporada, se hace a sí misma una pregunta indiscreta e intenta, en vano, responder a ella. Aquel paseo entre cuadros aumenta todavía más su turbación. Ha visto a las más bellas mujeres que existen, sin velo alguno y tan claramente dibujadas que hubiera ella podido seguir, con la punta del dedo, las venas azules bajo las pieles blancas, contar los dientes, los rizos y hasta las sombras sobre los labios.

Pero a todas les faltaba algo.

¡Y sin embargo ha visto a las más bellas mujeres que existen!

Marta da a su madre unas “buenas noches” tristes, entra en su cuarto y se desnuda, llena de temor.

La luna, luminosa y fría, refleja las imágenes, apresándolas, Marta, inquieta, alza sus brazos puros. Como una rama que, con un esfuerzo lento se mueve y muestra un nido…

…Marta, candorosa, no se atreve apenas a mirar su vientre desnudo, semejante a una avenida de un jardín, donde crece la hierba fina.

Y Marta se dice:

—¿Seré yo un monstruo, entre todas las mujeres?

Jules Renard
No. 26, Septiembre – Octubre 1967
Tomo V – Año IV
Pág. 43

La alhaja

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Francina pasea y no piensa en nada. De repente su pie derecho rehúsa pasar delante de su pie izquierdo.

Vedla pues plantada, inconmovible, ante un escaparate.

No se ha parado para mirarse en los espejos ni arreglarse el cabello. Mira una alhaja. La mira obstinadamente y si la alhaja tuviera alas iría por sí misma a colocarse, sortija, en el dedo de Francine; broche, sobre su blusa o, pendiente, en el lóbulo de su ojera.

Para verla mejor, entorna los ojos, y llega, para poseerla al menos bajo sus párpados, a cerrarlos. Parece que duerme.

Pero detrás del escaparate, llegada del fondo de la tienda, aparece una mano. Surge blanca y fina del puño de la camisa. Se diría que entra hábilmente en una pajarera. Está acostumbrada.

Sin quemarse en el fuego de los diamantes, sin despertar a las piedras adormecidas, se insinúa entre ellas y con la punta de sus ágiles dedos como haciendo los cuernos a Francina que la observa con inquietud, roba la alhaja.

Jules Renard
No. 22, Abril 1967
Tomo IV – Año III
Pág. 355

El retrato

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Con el fin de tomar una posición natural ,me siento en la forma que acostumbro, alargo la pierna derecha, dejo la izquierda doblada, extiendo una mano y cierro la otra sobre mis muslos, me mantengo derecho y de medio perfil, fijo la vista en un punto y sonrío.

—¿Por qué sonríe usted? dice el fotógrafo.

—¿Es que sonrío demasiado pronto?

—¿Quién le ha pedido a usted que sonría?

—Le ahorro a usted pedírmelo. Sé las costumbres. No es la primera vez que me retrato. No soy ya un niño a quien se dice: “Mira el pajarito”. Sonrío solo, anticipadamente, y puedo sonreír así durante mucho tiempo. No me fatiga.

—Señor mío, dice el fotógrafo, lo que usted desea ¿es un verdadero retrato o una imagen impersonal y vaga de la cual los aduladores no podrán más que decir cortésmente “Sí, hay algo”?

—Quiero una fotografía, dije, en la que haya de todo, que sea parecida, viva, expresiva, que esté casi hablando, gritando, saliéndose del marco, etcétera, etc.

—Quienquiera que sea usted, me dijo entonces el fotógrafo, cese de sonreír. El más feliz de los hombres prefiere hacer una mueca. Hace muecas cuando sufre, cuando se aburre, y cuando trabaja. Hace muecas de amor, de odio y de alegría. Sin duda usted sonríe a veces a los extraños y otras al espejo cuando está usted seguro que nadie le ve. Pero sus parientes y sus amigos no conocen de usted más que un rostro malhumorado y si tiene usted interés en ofrecerles un retrato que yo pueda garantizar, créame usted, haga usted una mueca.

 

Jules Renard
No. 18, Noviembre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 556

El informe

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—Dispense, amigo, ¿cuánto tiempo se necesita para ir desde Corbigny a Saint-Révérien?

El picapedrero levanta la cabeza y, apoyándose sobre su maza, me observa a través de la rejilla de sus gafas, sin contestar.

Repito la pregunta. No responde.

—Es un sordomudo —pienso yo, y prosigo mi camino.

Apenas he andado un centenar de pasos, cuando oigo la voz de picapedrero. Me llama y agita su maza. Vuelvo y me dice:

—Necesitará usted dos horas.

—¿Por qué no me lo ha dicho usted antes?

—Caballero —me explica el picapedrero—, me pregunta usted cuánto tiempo se necesita para ir de Corbigny a Saint-Révérien. Tiene usted una mala manera de preguntar. Se necesita lo que se necesita. Eso depende del paso. ¿Conozco yo su paso? Por eso le he dejado marchar. Le he visto andar un rato. Después he calculado, y ahora ya lo sé y puedo contestarle: necesita usted dos horas.

Jules Renard, en La linterna sorda
No. 02, Junio 1964
Tomo I – Año I
Pág. 82

Jules Renard en “La Linterna Sorda”
No. 77, Junio 1977
Tomo XII – Año XIII
Pág. 375

La jaula sin pájaro

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Félix no entiende cómo es posible tener a los pájaros prisioneros en jaulas.

—Del mismo modo —dice— que es un crimen cortar una flor, y personalmente sólo quiero aspirar su perfume cuando se encuentra en su tallo, los pájaros están hechos para volar.

No obstante, compra una jaula y la cuelga en su ventana, le pone un nido de borra, un plato de semillas, una taza de agua pura y renovable. Le atañe un columpio y un espejito.

Y cuando, sorprendidos, lo interrogan, contesta:

—Cada vez que miro esta jaula, me felicito por mi generosidad, podría encerrar en ella a un pájaro y la dejo vacía. Si quisiera, un oscuro tordo, un pardillo elegante o cualquier otra de nuestras aves, sería esclava. Pero, gracias a mí, cuando menos una de ellas permanece libre. Siempre pasa lo mismo.

Jules Renard
No. 65, Junio-Julio 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 640

El pavo real

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Seguramente va a casarse hoy. Debió haber sido ayer. Ya estaba listo, vestido de gala. Sólo esperaba a su novia. No vino. No puede tardar.

Glorioso, se pasea con garbo de príncipe hindú, y lleva puestos los mejores regalos. El amor aviva el brillo de sus colores y su cauda tiembla como una lira.

La novia no llega.

El pavo real sube a lo alto del tejado y mira en dirección del sol. Lanza su grito diabólico:

¡León, león!

Así llama a su novia. No ve venir a nadie ni nadie le responde. Las aves de corral, acostumbradas, ni siquiera levantan la cabeza. Están aburridas de admirarlo. Él vuelve a bajar al patio, tan seguro de ser hermoso que es incapaz de rencor.

La boda quedará para mañana.

Y, no sabiendo qué hacer con el resto del día, se dirige hacia la escalinata. Sube los peldaños con paso oficial, como si fueran las gradas de un templo. Levanta su traje de cola muy pesada y ojos que no pueden despegarse de ella.

Repite una vez más la ceremonia.

Jules Renard
No. 65, Junio-Julio 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 632

Jules Renard

Pierre-Jules Renard

 (Châlons-du-Maine, Mayenne, 22 de febrero de 1864 – París, 22 de mayo de 1910)

Fue un escritor, poeta, dramaturgo, crítico literario y de teatro francés. Fue miembro dela Academia Goncourty uno de los fundadores del Mercure de France.

Hijo de François Renard y Anna-Rose Colin, en Châlons-du-Maine, Mayenne, Francia, lugar donde trabajaba su padre en la construcción del ferrocarril. Renard creció en Chitry-les-Mines, Nièvre. Tuvo tres hermanos mayores: Amélie, nacida en 1858, habría de morir a temprana edad; una segunda hija también llamada Amélie, nacida en 1859; y un tercero llamado Maurice, quien había precedido a Pierre-Jules al haber nacido en 1862. La infancia de Renard se caracterizó por ser difícil y triste («un grand silence roux» o «un gran silencio rubicundo»). A pesar de haber decidido no asistir a la prestigiosa Escuela Normal Superior (École Normale Supérieure), desarrolló un amor por la literatura, el cual eventualmente dominaría su vida. Entre 1885 y 1886 realizó servicio militar en Bourges.

El 28 de abril de 1888, Renard contrajo matrimonio con Marie Morneau. El y su esposa vivieron en la rue du Rocher, Num. 44, en París. Fue ahí donde empezó a asistir a cafés literarios y a contribuir en los periódicos parisinos. Entre sus amigos asiduos estaban Alfred Capus y Lucien Guitry. Jules Renard escribió poemas, cuentos, obras de teatro, novelas, entre las que destaca su famoso Pelo de zanahoria (Poil de carotte). Siendo candidato socialista, Renard fue elegido alcalde (maire) de Chitry el 15 de mayo de 1904 y se hizo miembro dela Academia Goncourt en octubre de 1907, gracias a Octave Mirbeau. Murió de arterioesclerosis en París el 22 de mayo de 1910.

Algunas de las obras de Jules Renard se inspiran en la campiña de la región de Nièvre. Sus personajes son irónicos y algunas veces crueles, llegando inclusive en sus Historias naturales (Histoires naturelles) a humanizar animales y embrutecer a los hombres. Era partidario del pacifismo y del anticlericalismo. Ha dejado una obra apreciada por su sencillez y por su sinceridad.

En su prólogo a Total de greguerías (1955), Ramón Gómez de la Serna citó a parte de la obra de Renard, entre otros autores, como antecedente de sus greguerías[1].