Frente a los muros y la puerta cerrada de una casa estaba de rodillas. Mi casa, dijo, quemaron mi casa. Recordó un largo exilio, su cara asustada, tras los ojos un sueño inseguro, y la certeza de algo perdido. El dolor le oscurecía los recuerdos. Cuando caminaba por la calle repetía —quemaron mi casa— deteniendo a la gente —quemaron mi casa— lloraba en cada palabra. Le huían como a los borrachos cuando alborota. Pero tal vez, lo inventó y la casa no fue y nunca hubo un incendio, habría que recobrar la memoria. Lejos, muy lejos, oyó el ladrido de un perro y sintió, en la noche, su insoportable soledad. Ésta tenía que ser su casa. Trepó por un muro arañándose las manos con la esperanza recobrada. Llegó hasta la azotea, la ropa hecha jirones y los años encima que le obligaban a respirar con la boca abierta. Se descolgó como pudo, estaba feliz. En el patio contó una a una las puertas, eran las que correspondía. Oyó el silbido de la tetera en la hornilla, bajo la luz suave de una lámpara vio al gato que ronroneaba untándose a sus piernas, el cobertor sobre la cama, las flores en su lugar y la familia reunida. Por primera vez en mucho tiempo se acostó tranquilo, pero en ese momento pensó en todos los días con la tetera sobre la hornilla, la lámpara, el gato, un cobertor igual durante las noches, diario en su lugar las mismas flores y la familia reunida. Fue cuando recobró la memoria, y supo que otra vez incendiaría la casa.
Yolanda Argudín
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 82