Rosendo Díaz-Peterson

Rosendo Díaz-Peterson

Doctor en Literatura, Lengua y Cultura Española e Hispanoamericana (Universidad de Illinois, Campaigne-Urbana, 1974). Hizo un máster en Literatura Española (Catholic University of America, 1971), el postdoctorado en Teología, Sociología y Psicología (Universidad de Lovaina, Bélgica, 1969) y el doctorado en Teología (Catholic University of America, 1964). Está especializado en la Generacióndel 98, en la Narrativa HispanoamericanaContemporánea, en el Pensamiento del Siglo de Oro Español, en la Cultura Española y en Teología.[1]

Cuando se gastó mi nombre

En mi aldea natal me llamaban Don Ramón. Nombre inseparable de todo lo que mi padre, don José, hizo y heredó. Me decían Ramoncito, el del juez, Ramón el piadoso, Ramón el del caserón, Mi padre no fue nunca juez de ley. Pero su enraizamiento en la región —en la misma casa nació mi bisabuelo— le hizo poseedor de las virtudes de hombre serio, abogado en las discordias y patriarca regional.

Cada vez que se pronunciaba mi nombre rebullían el sedimento secular de los Garrido, siempre vivos, inconmovibles y dinámicos. En mi nombre se apilaban las virtudes de mis antepasados, lo que se intensificaba a medida que pasaba el tiempo. Nunca se me ocurrió preguntar: “¿Por qué tienes nombre tú?”

En mi pueblo no había documentos. Si alguno existía, no sabía nadie donde estaba. Dominaba la ley del hombre y la palabra. Por sus tribunales corría, siempre la misma y siempre nueva, la sentencia de los antepasados.

Llegada la media noche, el pueblo no se dormía. A esa hora se multiplicaban las consultas. Muchas personas llegaban hasta mi lecho para darse mayor importancia y misterio. “El asunto le es de mucha gravedad”, don Ramón, musitaba el señor Tupino. “Ponga los chichos en el fallado, que le andan tratando de averiguar si paga la contribución. Le vienen muy hambrientos y van a sacar de donde puedan”.

Más, ¿qué habría de temer don Ramón Garrido? Bastaría mi nombre para cualquier fiscal que se atreviera a llegar a mi casa. Alguno de ellos habría conocido sin duda a mi abuelo, hombre de mucho bien. Y el jefe de la comitiva pronunciaría su sentencia: “Don Ramón, usté lo pase bien”.

Los habitantes del sector desaparecieron como frutas del otoño. Se extinguieron unos como violetas que sucumben ante el primer rayo del sol de estío. Se refugiaron otros en la ciudad adheridos extrínsecamente a los que se agrupan bajo la protección de la jaula urbana. No quise ver mi pueblo desvencijado. Nadie pronunciaría mi nombre. Emigré a U.S.A. y se me llamó 875-74-1234.

Rosendo Díaz Peterson
No 78, Julio-Agosto 1977
Tomo XII – Año XIII
Pág. 504