El cazador de ángeles

El de cazador de ángeles es un oficio duro. Hay que pasar días enteros con el olfato alerta para percibir el aroma a jazmín. Hay que remojarse en el rocío nocturno, secarse con rayos de sol y alimentarse de anhelos. Pero esto no era obstáculo para él. Además, desde sus sueños de niño había desarrollado la capacidad de ver a los ángeles. Pero atraparlos parecía imposible. Tarea de locos o de poetas.

Ideó mil trampas que cebaba con un néctar que preparaba con miel, azahar y luz de luna. Sin resultado. Entonces decidió emplear el poderoso arco y las saetas con punta de estrella. Al principio no tuvo éxito. Su primera presa fue una horrenda arpía, olorosa a Eternity. Y hasta cazó un demonio, de gesto soberbio y mirada de hielo. A ambos los decapitó.

A punto de desistir, un día derribó tres ángeles bellísimos, que cayeron estrepitosamente, sin conocimiento. Así capturó cerca de cincuenta. En tanto se recobraban, se sentaba a contemplarlos con arrobo. ¿Para qué los cazaba? ¿Será verdaderamente el afán por encontrar el eslabón entre el hombre y Dios? ¿O anhelaba una amor angelical? Los ángeles, tan pronto advertían lo que bullía en el pecho del depredador, trataban de huir, y al no poder escapar se disolvían en un intenso aroma a jazmines.

Por fin, un ángel ni desapareció ni se apartó más de él. ¿Por qué entonces no era feliz? Su alma le susurró la verdad: una vez caídos, los ángeles no le interesaban. Porque su vocación no era amar sino cazar.

Llorando, echó a volar a su fiel ángel hasta perderlo en un dorado macizo de cumulus-nimbos. No los cazó más. Ahora colecta mariposas.

Fernando Ríos Rosillo
No. 138 – 141, Enero – Diciembre 1998
Tomo XXX – Año XXXIV
Pág. 138