NOV 24
Valadés en su estudio
Por: Luis Bernardo Pérez
Una tarde fui a ver a don Edmundo Valadés. Tenía la esperanza de que me publicara una de mis primeras narraciones en El Cuento, la estupenda revista que fundó y que habría de dirigir hasta su muerte, ocurrida en 1994. Dicha publicación, la cual incluía mensualmente textos de distintos autores, épocas y países, era un verdadero banquete para los amantes de las historias cortas.
Aquel día el maestro Valadés estaba rodeado de papeles y lucía ocupado. Pero como era un hombre de una enorme generosidad, accedió a dedicarle un poco de su tiempo a aquel estudiante de secundaria flaco y desgarbado que se encontraba ante su mesa de trabajo. Tomó las cuartillas mecanografiadas que le entregué y comenzó a leerlas. He olvidado de qué trataba exactamente aquel cuento. Lo que sí recuerdo es que a la segunda página don Edmundo interrumpió la lectura y se quedó pensativo. Al principio supuse que mi narración era tan extraordinaria que lo había dejado estupefacto. Seguramente estaba impresionado por la elegancia de la prosa, la originalidad del tema y la audacia de las metáforas.
Esperé durante varios minutos a que continuara leyendo, pero él permaneció inmóvil. Finalmente me devolvió las cuartillas. “Mire, joven –me dijo–, ¿se ha preguntado alguna vez por qué la gente lee lo que escribimos? La vida humana es muy breve y la cantidad de cuentos espléndidos que existen son tantos, que ninguna persona tendría tiempo de leerlos todos. A ver, dígame, ¿por qué alguien habría de interesarse en una historia inventada por usted o por mí, si tiene a su disposición las narraciones de Chejov, de Poe, de Maupassant y de Las mil y una noches?”
No supe qué responder. Dudaba entre mostrarme ofendido y salir de allí dando un portazo o preguntarle si lo que había dicho significaba que no publicaría mi cuento. Él continuó: “¿Sabe por qué a pesar de que hay tanto que leer, la gente va a preferir lo que nosotros escribamos? ¿Lo sabe? Pues porque cada línea de un buen cuento es una promesa, porque una narración que vale la pena engancha al lector y lo impulsa al siguiente párrafo y al siguiente para saber qué va a pasar. Escriba un relato así y se lo publico.”
Salí a la calle con mis cuartillas en la mano. Me sentía confuso. En ese momento no me di cuenta de que había recibido una de las mejores lecciones literarias de mi vida. Tuvieron que pasar algunos días para comprender lo que me había querido decir el maestro Valadés: que el signo distintivo de una buena narración consiste, en primer lugar, en su capacidad para encantar al que lee. Ésta es una verdad universal con la que prácticamente todos los escritores están de acuerdo, aunque no todos son capaces de llevarla a la práctica con éxito.