Cuando veo a mi mujer hecha una furia —casi todos los días— me pongo a leer de inmediato las narraciones de la revista más asombrosa que he conocido: El Cuento. En esta hallo consuelo y alivio a todos los acosos de mi mujer, porque —lo tengo bien experimentado— tanto los autores como los personajes, cuyas fisonomías son variadas y disímbolas, me hacen olvidar todas mis pesadumbres, horrores y maleficios, y vivir las de ellos en forma bella y emotiva. ¡Que contradicción! ¿Verdad? ¡Que evasión tan sádica, estúpida y cobarde! ¿Verdad? Pero ni modo, lo he de repetir: aquí encuentro lo alucinante como una realidad y la realidad como una alucinación, de tal manera, que ni yo mismo sé si soy un personaje de uno de esos mundos encontrados. Que conste, ¡esto no es una alucinación, caramba!, porque hoy, precisamente hoy, por culpa de mi mujer que a cada paso me hace la vida de cubitos, me metí en los laberintos de la lectura… No es que quise ni quiera evadir los problemas sentimentales que ella me causa ni justificar mi natural cobardía, sino que lo hice por esa también natural inercia de aspirar a ese otro mundo feliz a que todos tenemos derecho cuando nos sentimos invadidos por la desventura. Pues bien, la sorpresa más grande de mi vida de lector-escritor evasivo fue que en una de las narraciones vi a mi mujer en una caverna transformándose en un ogro que vomitaba espuma verde al momento que vociferaba quién sabe qué palabras. “Dios mío —me dije— esto no es posible.” Pensé abandonar de inmediato aquellos recintos infernales, pero una fuerza desconocida me incitaba más y más a seguir viendo aquella metamorfosis. Cuando al fin supuse que todo aquello era un sueño, no le di crédito; sin embargo, la imagen de mi mujer-ogro se hacía a cada momento más real, más viva. Cuando terminé esa página creí que en la próxima el panorama iría a cambiar, pero mi sorpresa fue aún mayor: mi mujer, a quien tantas desazones le he aguantado, volvía a su estado normal. Seguí, seguí apresuradamente la última media página para ver alguna otra metamorfosis bestial, la definitiva; pero todo fue en vano. Ahora, cada vez que la veo hecha una furia, con sus ojillos maliciosos y amarillos, me pongo a pensar, lleno de rabia, en el estúpido desenlace de aquella narración que yo mismo hice y que nunca pude terminar…
Pablo Santillán Ledesma
No. 84, Noviembre-Diciembre 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 438