Los tres arqueros

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Las tres flechas, salidas de distintas aljabas, dibujaron un triángulo en el pecho de la víctima. Los arqueros, ajenos entre sí, habían actuado sin connivencias. Al salir de los lugares donde separadamente se habían emboscado, advirtieron, coléricos, que no podían saber cuál flecha había consumado el crimen. ¿Quién era el autor de la muerte?

No lo sabían. No podrían saberlo.

El odio que los había impulsado era tan intenso que para averiguarlo, para saber quién tenía derecho a gozar de la venganza consumada, después de largas y agrias discusiones, vinieron en acuerdo de liarse en duelo, de invocar a los dioses para que sus manos infalibles señalaran en el superviviente al homicida. Tomaron sitio en campo abierto, sobre la grama. Volvieron a poner tensos los arcos, dispararon de nuevo sus flechas. Dos se derrumbaron muertos. Cuando a estos se les cayó el cuerpo al suelo, sus espíritus quedaron de pie, limpios de la envoltura corpórea y total y absolutamente limpios de la envoltura corpórea y total y absolutamente limpios, porque como está escrito en el Libro de la Llave: “Al morir cae la caparazón del cuerpo y el alma recobra su primitiva y esencial pureza”. Tuvieron entonces frente a sí el espíritu del primer muerto. Y como en el otro plano de la vida no existen odios ni rencores, caminaron los tres, unidos por un mismo rayo de luz, inocentes y jubilosos, cada uno rumbo a su respectivo cielo.

José María Méndez
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 548

El mono sabio

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El profesor Alfred Spigel, después de diez noches de desvelo, se derrumbó sobre una silla cercana a la jaula del mono y fue abatido por un sueño. Era la oportunidad que el simio había estado esperando. Alargó una de sus peludas manos a través de los barrotes y se apoderó del llavero del profesor. Quitó llave a la puerta de la jaula. El profesor soñaba que un pájaro gigantesco lo hacía volar sobre una selva de la era cuaternaria que no podía descifrar.

El mono abrió el estante donde el profesor guardaba los líquidos glandulares, mezcló varios dentro de un tubo de ensayo, trasvasó la mezcla a una probeta, hizo hervir el contenido y luego lo sometió a la radiación de los isótopos. Consultó durante cinco minutos el reloj de pulsera del profesor, y al cabo de ese tiempo, dio por terminado el experimento. Lo repitió en igual forma con otros líquidos glandulares y puso el líquido verdoso, que resultó del primero, en un vaso y en otro, el líquido rojizo, que resultó del segundo. Le abrió la boca al profesor y le hizo tragar el líquido color verde. Él se bebió el de color rojo. Luego introdujo al profesor en la jaula y se sentó, en busca de sueño, en la silla de aquel.

Al día siguiente nadie notó la superchería y todos siguieron creyendo que el profesor Spiegel era realmente el profesor Spiegel y que el mono seguía siendo el mono.

José María Méndez
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 547

Ajedrez

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Le apasionaba jugar al ajedrez y llevaba siempre consigo un pequeño tablero de bolsillo con sus respectivas piezas. En cuanto subió al tren, trabó conversación con el compañero de viaje que ocupaba el asiento situado frente al suyo y lo instó a jugar una partida. El invitado se negó.

—Conozco muy poco, casi nada, del juego ciencia —le respondió cortésmente.

Entonces él insistió con tanta porfía que logró convencer al renuente viajero. Se inició la partida, como su forzado contrincante jugara en forma inusitada, estrafalaria, perdió la serenidad, cayó en error y al cuarto movimiento dejó un caballo a merced de las piezas enemigas. Su adversario, tal vez distraído, iba a pasar por alto la jugada que le favorecía, pero él, caballerosamente, le llamó la atención:

—Cómase usted el caballo —le dijo, señalándole la pieza indefensa.

—¿El caballo? ¿Esa pieza es un caballo? ¿Quiere usted que yo me lo coma?.

—Sí. Es imperativo que se lo coma. No quiero ventaja. Cómaselo. Por favor, cómaselo.

—Si usted lo pide tan fervientemente… —dijo con voz sumisa.

Y tomo la pieza que se le señalaba y la engulló de un bocado. Al segundo se levantó presuroso, aprovechó el paso lento del tren, que se acercaba a una estación, saltó a tierra y se alejó en ligero trote, relinchando, por una vereda que de seguro conducía a un potrero cercano.

 

José María Méndez
No. 24, Junio – Julio 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 546

José María Méndez

José María Méndez(1916-VVVV)

Narrador, ensayista y jurista salvadoreño, nacido en Santa Ana el 23 de septiembre de 1916. Su brillante trayectoria en el campo de las Leyes (jalonada de honores y reconocimientos desde sus estudios universitarios, pasando por el ejercicio de la docencia, y culminada en el desempeño de numerosos cargos oficiales al servicio de la Administraciónde su país), le llevó a ser condecorado con el Premio Nacional de Cultura en 1979. Al mismo tiempo, su dedicación al cultivo de las letras lo sitúa entre los maestros hispanoamericanos de la narrativa breve contemporánea.

Pronto se vio que la innata vocación humanística de José María Méndez habría de configurar una de las ejecutorias intelectuales más relevantes de todo el vasto ámbito geo-cultural centroamericano, ya que en 1936 fue galardonado por haber sido el alumno más brillante de su facultad, y cuatro años más tarde triunfó con una espléndida monografía jurídica que, ampliamente difundida por toda Hispanoamérica, le valió una nueva condecoración otorgada por la Universidad de El Salvador. A dicha obra, titulada El cuerpo del delito (1940), le siguió un año después su aplaudida tesis doctoral (La confesión en materia penal), que se hizo acreedora de la medalla de oro concedida por la susodicha Alma Mater.

Así, de forma tan precoz como rutilante, dio comienzo una dilatada andadura jurídica que permitió a José María Méndez ocupar una Cátedra de su especialidad, ser nombrado Fiscal en dos ocasiones, alcanzar los puestos de Vice-Rector y Rector de la Universidad de El Salvador, y ocupar la Presidencia y Vicepresidencia de la Comisiónde Defensa de la Autonomía Universitaria, corporación dependiente de la Uniónde Universidades de América Latina (UDUAL). Además, el escritor de Santa Ana fue honrado con el título de «Abogado del Año» en 1984 (distinción concedida por la Asociaciónde Abogados de El Salvador), y con el nombramiento de «Jurisconsulto más brillante del siglo» en 1993 (reconocimiento otorgado por el Instituto de Estudios Jurídicos de El Salvador). Entre otros muchos premios, honores y condecoraciones, José María Méndez fue también investido, en 1997, Doctor Honoris Causa porla Universidad Tecnológica de su país. A la luz de todos estos cargos, méritos y galardones, no es de extrañar que haya ejercido como Magistrado de la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador entre los años de 1994 y 1997.

Con todo, desde el punto de vista intelectual todos estos honores cosechados en el terreno de las Leyes palidecen al lado de su importancia como creador literario, ya que fue declarado Maestre de la narrativa centroamericana tras haber obtenido en tres ocasiones (1970, 1973 y 1976) el primer premio en los Juegos Florales de Quezaltenango (Guatemala), siempre en su modalidad de cuento. Previamente, José María Méndez ya se había adentrado con fuerza en los círculos literarios de su entorno merced a su libro de relatos titulado Tres mujeres al cuadrado (1962), que fue honrado con el segundo premio en el Certamen Nacional de Cultura convocado en dicho año.

El resto de su producción literaria queda configurado por los títulos siguientes: Disparatario (1957), Flirteando (1969), Espejo del Tiempo (1974), Tiempo irredimible (1977), Cuentos del alfabeto (1992), Diccionario personal (1992), Tres consejos (1994), Antología definitiva (1995), Juegos peligrosos y otros cuentos (1996), 80 a los 78. Cuentos de Chema Méndez (1996), La pena de muerte: un ensayo, tres cuentos y una addenda (1997) y Las mormonas y otros cuentos (1997).

Pero la relación de sus escritos no ha de quedar reducida a esta nómina de títulos, ya que, en medio de una asombrosa lucidez y fecundidad creativa, impropia de un hombre que ya ha pasado los ochenta años de edad, José María Méndez continúa embarcado en numerosos proyectos literarios, algunos de ellos ya a punto de convertirse en letra impresa. Entre ellos, sobresalen la redacción de sus memorias, que saldrán bajo el título de Aunque parezca una novela; la Historia constitucional de El Salvador; la biografía de su padre, el ilustre jurista Antonio Rafael Méndez, que verá la luz bajo el epígrafe de Perfil de un magistrado; y una muestra antológica de su poesía, que saldrá de los tórculos bajo el marbete de Flor de ingenio.

Naturalmente, en medio de todos estos títulos venideros siguen creciendo en la imaginación de Méndez algunos de esos relatos que le han convertido en uno de los maestros indiscutibles de la narrativa breve escrita en lengua castellana. Basta un somero repaso de la relación de títulos expuesta más arriba para advertir su preferencia por el cultivo de este dificilísimo género literario, en el que ha sido capaz de alcanzar algunos logros tan aplaudidos como el de Cuentos del alfabeto, consistente en una colección de relatos escritos, cada uno de ellos, con una sola letra del abecedario.

Como casi todos los grandes escritores de su nación, José María Méndez alternó su cultivo de la creación literaria con una constante presencia en los principales medios de comunicación salvadoreños. Así, fue redactor y, posteriormente, director del famoso rotativo Patria Nueva, donde vertió numerosos artículos satíricos que, tras una esmerada selección, vieron luego la luz en uno de los volúmenes citados en un parágrafo anterior (Flirteando). Lógicamente, esta fecunda actividad literaria y periodística llevó al escritor de Santa Ana a ocupar un puesto distinguido en las más variadas instituciones culturales de su patria, como la Academia Salvadoreña de la Lengua y el Ateneo de El Salvador; e, igualmente, fue nombrado miembro de numerosas corporaciones internacionales.[1]

 


[1]http://www.mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=mendez-jose-maria                           

Las moscas


Yo siempre odié las moscas, el cosquilleo que hacen al posarse sobre la frente o sobre la calva —transcurridos los años la pista de aterrizaje se confunde— el ruido como de pequeños aviones cuando zumban por las orejas. Las odio más ahora que se posan en mis ojos que ya no puedo cerrar, que se me meten en el hueco de mi nariz cuando ya no puedo manotear para espantarlas. Es verdaderamente horrible conservar esta breve lucidez posterior a la muerte, estar tendido cara al sol sobre la propia sangre, sobre el rifle que pocos momentos antes llevábamos al hombro y no pudimos usar, porque caímos en la emboscada.

José María Méndez
No 79, Septiembre 1977-Marzo 1978
Tomo XII – Año XIII
Pág. 616