César Pineda del Valle

César Pineda del Valle

César Pineda del Valle

César Pineda del Valle era un intelectual, a veces ganado por las pasiones, pero siempre atento a los asuntos de la tierra que son los que le dan vuelo al barro original, los que le dan su condición de aéreo. Ahí estaba su validez, la que nos convierte ahora en desvalidos por carentes de una energía de la que algunos decidieron disimulos. Cuando se nos va un empeño como el de César Pineda del Valle hay un hueco en el aire que nos dice que acaba de ser deshabitado, la semilla del aire ha de ser, en el declino de su función multiplicante; el voltio que sustenta que la gran armonía se ha alterado para la indigencia de los que se quedan. Nada queda indemne ante el vacío impuesto por los hados. Es grande el pago cuando se trata de labores de luz, las ausencias toman dimensiones drásticas y la orfandad crece dolorosamente en las conciencias. El hombre que ama a su tierra, la crece con su amor, la enarbola, la ilumina, le da su clara ubicación en el espacio. Por eso es que su adiós alienta desconcierto y un gran vacío expande el desvalimiento en los corazones. El hombre que ama su tierra es una necesaria presencia en las poleas del tiempo, en la historia de las construcciones. César Pineda del Valle ardió por Chiapas, ese fue el motivo primero de su existencia intelectual. Algo de Chiapas ha quedado huérfano con su retiro, un átomo verbareo de la luz sureste, alguna vibración de la atmósfera tuxtleca, algún destello de este sol verídico que nos calcina la sangre cada día, alguna rama que se quiebra en el pecho vegetal de Pipijiapan. Hombre de pasiones había dicho al hablar de César, y su pasión central fue este puño de tensiones al que llamamos Chiapas y que llevamos estremecida y estremecedora entre las venas. Entonces, su trabajo fue nuestro trabajo, su inquietud por aprehender esta realidad sureste fue y es nuestra inquietud indómita, entonces César ha sido nuestra imaginación y nuestra entrega y su ausencia de ahora se convierte en la carne de nuestra propia ausencia, por lo tanto, nuestra presencia la tendremos que convertir en su nueva presencia; es decir, a través de nosotros, César no se irá de su tierra, de su sol, de su agua, de su viento, seguirá aquí, entre nuestras cosas, con esa plena tensión que lo ha dimensionado ante nosotros. Cómo amó César estas cosas, fueron su esencia, su sino, sino y signo; sino, signo y sigo: fueron el zumo de su sangre, su latido más hondo que eso es lo que hace al hombre grande, el tesoro de la fuerza que proviene de sus raíces profundas. Entre los libros que escribió este intelectual chiapaneco, este preocupado por nuestras verdades, quizá el que más me gusta es el titulado “Fogarada”, que es una documentada antología de lo que se ha escrito en Chiapas y Guatemala acerca de la marimba. Aquí hay trabajos ensayísticos y piezas literarias sobre el tema. Es su mejor herencia, madera y sol llevados hasta el libro. Lo mencionó aquí, finalmente, porque en el momento de la fusión entre las cenizas de César y su mar de Pijijiapan, una sinfonía de marimbas permanecerá tocando su himno en el dibujo sonoro al que los poetas le han dado por nombre: eternidad. Y en esa eternidad estaremos siempre, bajo este sol de quetzales, en un inmortal abrazo, César y nosotros, nosotros y nuestras cosas, partículas de este Chiapas que es, ha sido y seguirá siendo, lo más entero de su luminosa vida. Hasta siempre, César Pineda del Valle[1].

Los dos pedazos

En la eternidad de la razón
reside nuestro destino.

El tumbo más grande casi salpicaba las mejillas del sol. El estruendo de su garganta hacía que el manglar de “Mezquite” se inclinara hacia el Este o al Norte, no sé bien esa cuestión de los puntos de la tierra, pero sí sé que en la orilla del mar por donde se escapa el agua como si se la tragara el infierno para apagar su sed, se queda la hojarasca y las conchas y los “ojos de venado”
Yo me entretenía juntando caracoles cuando lo vi relumbrar. Parecía un espejo que retrataba las nubes en cada vuelta que daba. Era un cacho solamente. Lo demás no estaba allí, porque lo busqué largo rato y no lo pude encontrar.

Lo que falta tenía que aparecer. Dice mi tata que el mar tarde o temprano arroja sus cadáveres. Y me senté a esperar sin medir el tiempo, sin acordarme del hielo para el pescado que me ordenaron comprar.

El “aigresito” se empezó a madurar con el sol y se hizo brisa caliente.

Un delfín enseñó su panza desde la mera reventazón.

Allá a lo lejos, a la distancia, estaban cambiando los colores. Era como una fiesta de luces y listones que se enredaban en las nubes.

Ya comenzaba a impacientarme cuando vi que salía dando volteretas. El agua en su escalera de espuma lo traía engamarrado, bien engamarrado.

Así que se quedó fijo lo levanté de la arena y lo junté con la otra parte, para ver si se ajustaban. Los emparejé para saber si uno era del otro. Casaron perfectamente y fue entonces que descubrí la cosa. Mis manos aprisionaron fuertemente los dos pedazos. Y en ese momento sentí que mi alma se juntaba para siempre con mi cuerpo.

César Pineda del Valle
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 166