La terapéutica

—¡¿Qué pasa con ese médico, que no viene…?! —Gritó Leovigildo desde su lecho de enfermo— ¡me van a dejar morir como a un perro! hace tres días que estoy pidiendo al doctor, pero parece que mi vida no le interesa a nadie…

Y el impaciente paciente se revolvía en su cama con desesperación.

—Cálmate, hijito — decíale con voz suave su esposa Celedonia —de un momento a otro llegará; no hagas corajes porque te pones peor.

—Pues ojalá que no venga cuando ya sea demasiado tarde!…

De pronto alguien llamó a la puerta. Era el doctor.

Después de saludar y una vez frente al enfermo, dio principio al diálogo:

—Es la primera vez que lo visito —dijo el galeno—y necesito irlo conociendo; veamos su presión arterial.

—No es necesario, doctor, me he estado poniendo termómetro y tengo dos grados punto tres, de fiebre, mis pulsaciones son casi treinta y cinco por ciento más de lo normal, así que mi presión arterial es alta porque padezco insuficiencia de las coronarias, para lo cual está indicado un antiespasmódico vasodinámico de acción beoflebitis con diplopía por isquemia de la arteria coclear… Me estoy poniendo una inyección diaria de “Piratrinol” por vía parenteral.

—Un momento, amigo, yo creo que…

—No, doctor, ya me hicieron el uroanálisis, una biometría hemática y radiografías en serie del tórax. El resultado fue un exceso de albúmina, bacterias y disminución de los glóbulos rojos, para lo cual me receté una pastilla de “Fenilpeparizona” cada tres horas.

—Vaya, Vaya, así que…

—Y usted, doctor, ¿cómo se siente?, lo veo pálido y conb la mirada extraviada. Permítame tomarle el pulso y auscultarle la retina… ¡Sí!, no hay duda, padece una anemia hipocrómica macrocitaria. Noto, demás, que no me escucha bien, lo cual es síntoma de una otitis media con probable supuración del yunque, así que se me pone una inyección intravenosa de “Aforina” al 2% cada vez que se acuerde. Ya verá cómo se va a mejorar.

—¿Usted cree que me compondré pronto…?

—No pierda la fe y venga a verme de vez en cuando para darle una checadita.

—Bueno pues muchas gracias y celebro verlo a usted tan mejorado. Ahora me retiro a guardar cama, pues me estoy sintiendo muy mal.

Doña Celedonia acompañó al galeno hasta la puerta y después de despedirlo regresó a hablar con su esposo, quién le preguntó intrigado:

—¿Qué te ha dicho el doctor? ¿Cuánto te cobró?

—Nada… y al despedirse me puso en la mano un billete de a cien pesos. Y tú, ¿cómo te sientes ahora?

—¡De maravilla! mujer, éste médico es un portento, un verdadero sabio…!

Enrique Vargas Figueroa
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 52