En memoria de Herodes

Comencé el cuento. Los niños, con su vocinglería desafinada no me permiten pensar.

¿Cómo empiezo? Tengo en mente el bosquejo de árboles encantados que en vez de frutos, susurran la más delicadas melodías.

Pienso en horizontes que terminan en el espacio de la nada… la nada… ¡Ah! es un espejo mágico y yo soy una bacteria.

Continúan los gritos. Los niños no se ponen de acuerdo sobre qué caricatura van a ver. Lo resuelven a su manera: ganará el que llore más y mejor.

Y era un mundo en el que no podía haber nada… nada… ¡Ah! ¡Cómo que nada! Había todos los ogros del mundo que se engullían a estos pequeños monstruos y entonces el universo volvía a ser un buen lugar dónde vivir.

Elizabeth Curiel
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 335

Genio

Tenía la idea más genial del mundo; pero era un desequilibrado emocional que nunca terminaba lo que empezaba.

Sin embargo, la idea (que era la más genial de cuantas se hayan concebido) fue como una semillita que no germinó y siguió esperando hasta que llegó el descendiente de la décima generación.

¡Lástima que era un pobre demente peligroso que terminó sus días en las inmundas habitaciones de un manicomio!

Pasaron las generaciones. La semillita, oculta en un código genético a través de los siglos, brotó un día, se desarrolló y dio frutos: seis millones de judíos muertos y sólo Dios sabe cuántos más.

Elizabeth Curiel
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 325

El espectro

Igual que en la sesión. No puedo moverme, abrir los ojos o emitir sonido alguno. Me intimida la oscuridad. Me aterroriza hasta la muerte la cercanía de ese espantoso espectro blanco que me ha seguido hasta aquí… junto a la cama. Lo adivino, está ahí, acechándome; y no voy a permitir que se me acerque. ¡Moriría en un estallido de elementos!

Escucho voces lejanas de alguna dimensión sin sonidos. Penetran como zumbidos sordos por mis pabellones auditivos y estallan en mi cerebro.

El espectro intenta aprovecharse de mi cuerpo aletargado, pero me resisto a su maligna cercanía. Adivino que se acerca; ya está aquí. Me hace daño, me duele la piel, los pulmones, el corazón… siento en contacto sobrenatural.

Abro instantáneamente los ojos. ¡Impenetrable oscuridad en la que sólo la mancha blanca destaca amargadoramente sobre mí! Quiero gritar pero mis músculos vocales se niegan a obedecer las órdenes de un cerebro dormido.

Un líquido pegajoso me inunda. Se escurre voluptuosamente sobre mi vientre, entre mis muslos, suavemente. Impregna mi piel, me envuelve… Una lascivia incontrolable dilata mis fluidos.

¡Estas malditas sesiones me impresionaron demasiado! Esto es sólo un sueño, estoy delirando…

Cada partícula en mí es sensible, receptiva, atómica. No siento frío en mis manos, ni lágrimas en mis sienes… no quiero despertar.

Hago un esfuerzo superior y abro mis ojos levemente. ¡Este espectro me envuelve con su materia fantasmagoral! Le admito, me entrego, mi cuerpo se estremece en espasmos agónicos… ¡Grito con todas las fuerzas que aún subsisten en mí!

Una gran fuerza me arroja violentamente fuera de la cama. Se enciende la luz. Mi madre se acerca a mí. Escucho su voz, humana, clara: —¿Qué te sucede?

Me dolía la nariz. Me estrellé en el suelo, boca abajo. ¡Qué bueno estar en este mundo!

Elizabeth Curiel Acosta
No. 99, Julio-Agosto 1986
Tomo XV – Año XXII
Pág. 487