La ventana a la calle

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Aquel que vive solo, y que sin embargo desea de vez en cuando vincularse a algo; aquel que, considerando los cambios del día, del tiempo, del estado de sus negocios y demás, anhela de pronto ver un brazo del cual podría aferrarse, no está en condiciones de vivir mucho tiempo sin una ventana que dé a la calle. Y si le place no desear nada, y sólo se acerca a la ventana como un hombre cansado cuya mirada oscila entre el público y el cielo, y no quiere mirar hacia fuera, y ha echado la cabeza un poco hacia atrás, sin embargo, a pesar de todo esto, los caballos de abajo terminarán por arrastrarlo en su caravana de coches y su tumulto, y así finalmente en la armonía humana.

Franz Kafka
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 427

Los árboles

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Porque somos como troncos de árboles en la nieve. Aparentemente, sólo están apoyados en la superficie, y con un pequeño empellón se los desplazaría. No, es imposible, porque están firmemente unidos a la tierra. Pero atención, también esto es pura apariencia.

Franz Kafka
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 426

Odín

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Se refiere que a la corte de Olaf Tryggvason, que se había convertido a la nueva fe, llegó una noche un hombre viejo, envuelto en una capa oscura y con el ala del sombrero sobre los ojos. El rey le preguntó si sabía hacer algo; el forastero contestó que sabía tocar el harpa y contar cuentos. Tocó en el harpa aires antiguos, habló de Gudrun y de Gunnar y, finalmente refirió el nacimiento de Odín. Dijo que tres parcas vinieron, que las dos primeras le prometieron grandes felicidades y que la tercera dijo, colérica: “El niño no vivirá más que la vela que está ardiendo a su lado”. Entonces los padres apagaron la vela para que Odín no muriera. Olaf Tryggvason descreyó de la historia; el forastero repitió que era cierta, sacó la vela y la encendió. Mientras la miraban arder, el hombre dijo que era tarde y que tenía que irse. Cuando la vela se hubo consumido, lo buscaron. A unos pasos de la casa del rey, Odín había muerto.

Jorge Luis Borges y Delia Ingenieros
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 424

La pareja par

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Y dicen que del primer hombre y mujer que hicieron, como está dicho, nació, cuando estas cosas se comenzaron a hacer, un hijo, al cual dijeron Piltzintecutli, y porque les faltaba mujer con quien casarse, los dioses le hicieron de los cabellos de Xochiquetzal una mujer, con la cual fue la primera vez casado.

Angel Ma. Garibay K. En Teogonía e Historia de los Mexicanos
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 421

La mudanza

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Él había resuelto abandonar su alojamiento del Hotel Voltaire, encontraba confortable la nueva casa de la calle Cherche-Midi. Mientras, la lucha contra los espejos continuaba, era una cuestión vital. Allí en la infinita reproducción de su rostro, la muchedumbre ante él. Multitudinarios alaridos complementando su soledad. Lanzar la primera piedra bastaba, y el milagro caería destrozado en instantes, y otra vez el silencio poblado de ecos. Pero él no se atrevía a dar el peso, prefería distraerse en el andar inconexo por los parques, compenetrando en la idea de una mañana nueva, distinta, donde pudiera haber sol y perfumes, barrida la atmósfera del asco. Decaía de golpe su optimismo y quemaba lentamente la esperanza. Charles dejaba de pronto de creer y se sumergía en el humo espeso, abstraíase del tiempo y los relojes terminaban por callar. Un enorme calendario de números rojos sobre su espalda, y el peso aplastándolo. De pronto, allí, en su nueva casa de la calle Cherche-Midi, interrogando las líneas del rostro, asombrado ante los estragos de los años, cruje el espejo y los cristales caen uno a uno, silenciosamente.
Un grito de terror y Baudelaire adivinó el sopor final.

Marcos Ricardo Barnatán
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 418

Un fuego especial

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Los hombres tienen noticias, por los libros de los sabios y por las canciones de los poetas, de aquel río de fuego cuyos ardientes meandros rodean varias veces las ciénagas de la Estigia. Que todo ello está reservado para los suplicios eternos es cosa sabida por las indicaciones de los demonios y por los oráculos de los poetas. He ahí por qué el mismo Júpiter jura con respeto por las riberas ígneas y por el abismo sombrío; sabe de antemano qué castigo ha sido reservado a él y a sus adeptos y tiembla de horror. Estos tormentos no tendrán ni medida ni término. Ahí un fuego inteligente, quema los miembros y los restaura, los desgarra y los alimenta. De igual manera que el fuego del rayo toca los cuerpos sin destruirlos y que los fuegos del Etna, del Vesubio y otros semejantes arden por siempre sin agotarse, así ese fuego vengador no se mantiene en desdoro de lo que roe, sino que devora los cuerpos y se alimenta sin consumirlos.

Minucio Félix, Octavius (Siglo II)
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 411

Zoroastro

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También a mí, ¡oh Señor!, con toda indignidad, me has elegido en tu sabiduría para esta tarea; y me dispongo a ejercer mi profesión. Lléname totalmente, desde la cabeza a los pies, con el sentimiento de la miseria en que yace esta edad, y con la trajeron consigo. Dame fuerzas para tensar con vigor el arco del juicio, dame prudencia e inteligencia en la elección de mis blancos, para que me enfrente a todos según sus merecidos: para que derribe a los destructores e incurables, espante al vicioso, prevenga al descaminado y hostigue al necio con el solo silbido de la flecha sobre su cabeza. Y también enséñame a tejer una corona, para que pueda a mi manera ceñir las sienes de los que te son gratos. Pero haz sobre todo, ¡oh Señor! Que nunca se apague el amor por ti, sin el cual todo se vuelve imposible, aún lo más insignificante: para que tu reino sea grande y glorioso, por todos los lugares y todos los tiempos, amén.

Heinrich von Kleist
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 406

Escalones

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Ante la blancura de la hoja de papel se detuvo indecisa. No tenía nada que escribir pero las rayas implacables la invitaban a llenarlas de letras, a ocultar de algún modo su azulosa monótona desnudez; además, no tenía nada que hacer, los codos apoyados en la clara y fría superficie de su escritorio, y la gente yendo y viniendo a su alrededor como siluetas sin sosiego recortadas al azar de un mismo casimir y los rostros y cabellos repitiéndose deliberadamente sobre ellas. Las voces se diluían es una espesa marea de rumores, todo crecía, las cumbres estallaban ruidosas, el equilibrio se perdía entre remolinos, se abrían grietas y se cerraban al mismo tiempo, sin duda había goteras en el espacio. No podía seguir así, tenía que aparentar que hacía algo, el lápiz en su mano parecía un motivo poderoso, una palanca que espera o un viaje en perspectiva. Inclinó la cabeza y hasta arriba de la hoja, del lado derecho, puso la fecha.

Pensó: blanco, gris, rayas, dibujando un rostro… esa risa es la de Andrés, ojalá venga a saludarme… tengo que hablarle a mi hermano por teléfono… como una procesión de puntos amarillos… debo recordarle a mi jefe que firme estos cheques… estoy perdiendo el tiempo pero no puedo hacer otra cosa, se pierde solo y yo lo ayudo… cómo es ruidosa esta oficina… hoy me toca gimnasia… un cristal, transparencia… quisiera acabar de leer esta revista… vertical y duro, sin raíces… Dios quiera que se encierre este señor en la sala de juntas, así puedo prender el radio quedito y oír el concierto de las diez… sombras desmenuzándose, todo se queda en su lugar… ya debo escribir algo.

Sintió: el lápiz liso, inerte entre la tibieza de sus dedos, la insípida suavidad de la hoja de papel debajo de su mano, la superficie fría del escritorio extendida a lo largo de su brazo hasta el codo… luego el aire que la rodea sumiso, sosteniéndola… las perlitas de su pulsera clavándose en la muñeca derecha… dentro de su cabeza un círculo va creciendo pero está vacío, no tiene rincones… gira la luz morada en sus ojos de tanto ver el papel… le brotan chispitas de frío en la nuca… todas esas voces parecen lluvia menuda en sus oídos y de repente se inunda de sonidos, opalinos… cae y no se mueve de su escritorio… cuánta carne tiene su cuerpo, cómo le pesa, sus huesos en cambio son de polvo, toda esta inmensidad la está teniendo entre sus párpados… sigo aquí, sentado ante este momento.

Escribió: los palacios del hastío crecen a pesar de la neblina, nada turba el triunfo de aquel atardecer, brilla el tiempo y no proyecta sombra, esperar una carta de cara al sol, en la pureza del cielo parpadea la fuga de los pájaros, solamente el horizonte existe, un camino que se arrastra entre cajos de ruido y precipicios como días olvidados, hay relojes, invisibles al tacto, llegar al pie del manantial y reconocerse.

Al final de la escalera calcinada un teléfono llamaba sin piedad, locamente, como si nada más a ella se estuviera dirigiendo. Tuvo que correr a lo largo de su tiempo para contestarlo.

 

Ana F. Aguilar
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 402

Los ojos culpables

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Cuenta que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él respondió: “Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios”. Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado el hombre se afligió y le dijo: “¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor”. Ella le respondió: “No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios”. A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que decía: “La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó para nosotros y te la hemos tomado”. Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.

Ah´med Ech Chiruani
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 401

Ah’med Ech Chiruani
No. 143-145, Abril-Diciembre 1999
Tomo XXX – Año XXXV
Pág. 85

Epitafio

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Extranjero, yo no tuve un nombre glorioso. Mis abuelos no combatieron en Troya. Quizá en los demos rústicos del Ática, durante los festivales dionisíacos, vendieron a los viñadores lámparas de pico corto, negras y brillantes, y pintados con las heces del vino siguieron alegres la procesión de Eleuterio, hijo de Semele. Mi voz no resonó en la asamblea para señalar los destinos de la república, ni en los symposia para crear nuevos mundos y sutiles. Mis acciones fueron oscuras y mis palabras insignificantes. Imítame, huye de Mnemosina, enemiga de los hombres, y mientras la hoja cae vivirás la vida de los dioses.

Carlos Díaz Dufoo, hijo
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 400

El espejo de viento y luna

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En un año las dolencias de Kia Yui se agravaron. La imagen de la inaccesible señora Fénix gastaba sus días; las pesadillas y el insomnio, sus noches.

Una tarde un mendigo taoísta pedía limosna en la calle, proclamando que podía curar las enfermedades del alma. Kia Yui lo hizo llamar. El mendigo le dijo: “Con medicinas no se cura su mal. Tengo un tesoro que lo sanará si sigue mis órdenes”. De su manga sacó un espejo bruñido de ambos lados; el espejo tenía la inscripción: Precioso Espejo de Viento-y-Luna. Agregó “Este espejo viene del Palacio del hada del Terrible Despertar y tiene la virtud de curar los males causados por los pensamientos impuros. Pero guárdese de mirar el anverso. Sólo mire el reverso. Mañana volveré a buscar el espejo y a felicitarlo por su mejoría”. Se fue sin aceptar las monedas que le ofrecieron.

Kia Yui tomó el espejo y miró según le había indicado el mendigo. Lo arrojó con espanto: el espejo reflejaba una calavera. Maldijo al mendigo; irritado, quiso ver el anverso. Empuñó el espejo y miró: Desde su fondo, la señora Fénix, espléndidamente vestida, le hacía señas. Kai Yui se sintió arrebatado por el espejo y atravesó el metal y cumplió el acto de amor. Después, Fénix, lo acompañó hasta la salida. Cuando Kia Yui se despertó, el espejo estaba al revés y le mostraba, de nuevo, la calavera. Agotado por la delicia del lado falaz del espejo, Kia Yui no resistió, sin embargo, la tentación de mirarlo una vez más. De nuevo Fénix le hizo señas, de nuevo penetró en el espejo y satisfacieron su amor. Esto ocurrió unas cuantas veces. La última, dos hombres lo apresaron al salir y lo encadenaron. “Los seguiré”, murmuró, “pero déjenme llevar el espejo”. Fueron sus últimas palabras. Lo hallaron muerto, sobre la sábana manchada.

Tsao Hsue-Kin
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 399

Inventores de magia

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Éstos se aliaban misteriosamente con las fuerzas naturales. Tenían conocimiento acerca de realidades de índole superior que estaba reservado a los iniciados. Conocían las secretas palabras poderosas que abrían y cerraban el dominio de los espíritus. Estos maestros capaces de todo, regían el tiempo, el crecimiento y los astros, y hasta podían hacer volver a los muertos. Pronunciaban sus fórmulas como órdenes irrevocables, con la fuerza irresistible de la bendición y la maldición. Sabían palabras cuya enunciación encerraba peligro de muerte y con las cuales podían desquiciar el universo entero. Su influjo sobre los espíritus les proporcionaba una terrible conciencia de poder que mantenía a raya a quienes los rodeaban, pues no siempre lo empleaban con buenas intenciones.

Walter Muschg, en Historia Trágica de la Literatura
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 392

No sabemos

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El mirar es una cosa maravillosa de la que sabemos muy poco; con él siempre estamos vueltos al exterior, pero precisamente cuando más lo estamos, parecen suceder en nuestro interior cosas que estuvieron esperando ansiosamente este estado inobservado; y mientras ellas, intactas y extrañamente anónimas, se efectúan en nosotros sin nosotros, crece en el objeto exterior la importancia de estas cosas, un nombre convincente y vigoroso, su único nombre posible, en el que reconocemos con beatitud y reverencia el suceso de nuestro interior sin llegar a alcanzarlo nosotros mismos, comprendiéndolo muy quedamente, desde muy lejos, bajo el signo de un objeto que nos era extraño hasta hace un momento y que en los próximos nos será extraño nuevamente.

Rainer María Rilke
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 386

El buitre

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Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias, y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.

—Estoy indefenso —le dije—, vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé retorcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies; ahora están casi hechos pedazos.

—No se deje atormentar —dijo el señor—, un tiro y el buitre se acabó.

—¿Le parece? —pregunté—, ¿quiere encargarse usted del asunto?

—Encantado —dijo el señor—; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil ¿puede usted esperar media hora más?

—No sé —le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí—: por favor, pruebe de todos modos.

—Bueno —dijo el señor—, voy a apurarme.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco lejos, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y, como un atleta que arroja la jabalina, encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación, que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

 

Franz Kafka en La Metamorfosis
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 378

El árbol del orgullo

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Si bajan a la costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos obscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente obscuro, perduran los siglos obscuros. Sólo una vez he visitado esta costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana, donde he vivido muchos años, la insensatez y la transmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento —no la voracidad ni la destrucción—. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas y el árbol sintió un vasto deseo de apresar los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo éste que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.

G. F. Chesterton
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 371

Un sueño

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Muchas veces he tenido el mismo sueño… me parece que debo bailar ante ti; llevo un vestido etéreo, y tengo la sensación de que todo me va a salir bien; la multitud se aprieta a mi alrededor. Te busco con los ojos: ahí estás, sentado enfrente; parece que te preocupa otra cosa, y no te fijas en mí; pero avanzo hacia ti calzada de oro, mis mangas de plata cuelgan negligentemente, y espero. Levantas la cabeza, tu mirada se detiene en mí; a pasos ligeros, trazo círculos mágicos; tú ya no quitas de mí los ojos, obligado a seguirme en todas mis evoluciones, y tengo la sensación de un éxito triunfal. Todo lo que apenas adivinas te lo hago ver por mis movimientos, y estás sorprendido de esa sabiduría que mi danza describe para ti. Luego me sacudo de mis hombros mi manto impalpable, te muestro mis alas y me elevo en el espacio. Me encanta ver cómo me sigues con los ojos; después, dulcemente, vuelvo a bajar y caigo entre tus brazos, que me estrechan…

Bettina
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 363

Apariencias

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¿Había algo más prodigioso que un auténtico fantasma? El inglés Johnson anheló toda su vida, ver uno; pero no lo consiguió, aunque bajó a las bóvedas de las iglesias y golpeó féretros. ¡Pobre Johnson! ¿Nunca miró las marejadas de vida humana que amaba tanto? ¿No se miró siquiera a sí mismo? Johnson era un fantasma, un fantasma auténtico; un millón de fantasmas lo rodeaba en las calles de Londres. Borremos la ilusión del tiempo, compendiemos los sesenta años en tres minutos, ¿qué otra cosa era Johnson, que otra cosa somos nosotros? ¿Acaso no somos espíritus que han tomado un cuerpo, una apariencia, y que luego se disuelven en el aire y en invisibilidad?

Thomas Carlyle en De Sator Resartus (1834)
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 358

El verdadero infierno

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Desde que Paul Dearborn cumplió veinte años llegó al convencimiento de que cuando muriera iría al infierno. Estuvo molesto durante algún tiempo, pero acabó por acostumbrarse a la idea.

Ya cuarentón, la posibilidad de ir al infierno le parecía entonces llena de encanto. Después de todo, el paraíso debía ser muy aburrido.

Pero al llegar a los sesenta, volvió a preocuparse.

—No es que tenga miedo —dijo una noche, después de tomar alguna copa de más—. El hombre sentado a su lado en el mostrador, con traje raído, le sonrió. No tengo miedo —repitió con firmeza, estoy solamente un poco… inquieto.

—Pero, ¿cómo es que está seguro de ir al infierno? —preguntó el hombrecito.

—Oh, nunca lo susé —contestó Paul—. Y no lo lamento, créame. He llevado una vida muy agradable —continuó mintiendo descaradamente—. Y estoy listo a pagar el precio. No me quejo. ¿Otro más?

—Con gusto —dijo el hombrecito.

Paul hizo una seña al mesero.

—Sé dónde voy a ir, lo sé muy bien, pero lo que me fastidia es no tener información. Si supiera dónde está ese lugar…

Una luz se encendió en los ojos del hombrecito.

—Pero claro que lo sabe, viejo. Hace calor, huele a azufre, y los pecadores se asan en un lago de llamas, y en medio de todos está el diablo, sentado en su trono, con sus cuernos afilados como espadas y su rabo que se agita como el de un gato.

Paul tuvo un gesto condescendiente.

—¡Oh, no, eso no! Eso lo leyó en algún viejo catecismo. No, las llamas y el azufre no me convencen.

El otro se encogió de hombros.

—Sí usted quiere su propio…

—Eso es… —dijo Paul golpeando con el puño el mostrador—, el infierno es algo personal.

Su compañero se callaba, fijando su mirada turbia en el fondo de su vaso. Paul ordenó más bebidas, luego miró su reloj y decidió que era hora de irse a dormir. Dejó un billete sobre el mostrador y salió. —Tendré lo que merezco— se dijo con firmeza.

Se dirigió hacia la parada del autobús. Era una noche fría, y el viento era glacial. Se sentía cansado. Vivía solo: su última mujer murió años atrás, y sus hijos eran extraños para él. Tenía pocos amigos y muchos enemigos.

Al llegar a la esquina, se detuvo, jadeando. —Mi corazón, ya me queda poco.

Se puso a pensar en sus sesenta años. En las decepciones, en los pecados… Tenía dinero, y según algunos, era un hombre que supo triunfar en la vida. Pero su vida no fue placentera. Hubo altibajos, estaba atemorizado, había dudado de sí mismo, y sufrió dolores de cabeza, momentos de desesperación, frustraciones, y rabia impotente.

Después de todo, casi se alegraba de llegar al final del camino. En un sentido, era casi un alivio. Era en aquel momento que se daba cuenta de que la vida es una lucha cada instante, y ¿para llegar a qué? A sesenta años de torturas, nada más.

La parada del autobús estaba lejos, lo iba a perder, y tendría que helarse durante veinte minutos en la acera, atormentado, se puso a correr.

Tropezó, y una mano helada hizo presa de su corazón. Vio el suelo subir rápidamente hacia él. era la muerte, lo sabía, la muerte. Trató de luchar, después se resignó y se dejó llevar, mientras lo envolvía la obscuridad. Y al fin, sintió gratitud, porque su curiosidad sería satisfecha.

Después de una eternidad abrió los ojos y miró a su alrededor. Y, en un segundo, antes de que el olvido oscureciera su espíritu y le cerrara los párpados, supo qué era el infierno, y a qué castigo había sido condenado por la eternidad. Paul Dearbon gimió, más de desesperación que de dolor, mientras el médico partero le golpeaba el trasero con sus fuertes manos y el aire se agolpaba en sus pulmones.

 

Roberto Silverberg
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 357