El grito

Pesadez de tierra en los huaraches cansados. La brecha retorciéndose humilde. Vientecillo tímido y helado de diciembre. De nuevo la cantinela de su madre: —Ya verás hijo, cómo la Virgen te alivia. Hoy es día doce oye a todos, ya verá hij… Y de nuevo la desesperación de no poder hablar y contestar sólo con un gruñido.

Horas y pasos esperanzados, Magueyes. Terregales. “Monos” de milpas secas. Sol. Aire. Calor y frío. Otra vez la cantinela materna: —Ya verás hijo, hoy es día doce… ya ver…

Pronto aparece entre ellos la ciudad, altiva y ruidosa. Rosario de carros. Humo y masificación. Un puñado de peregrinos se les juntan amistosos: —¿Usté también va a la Villa? —P´allá vamos. Vo´a pedirle a la “Morenita” que cure a m´hijo. Desde que nació no habla el probe.

Rápido llegar a la basílica de campañas alborozadas. Rosarios. Cirios. Alabanzas. Mar de gentes. Los dos hambrientos de pan y de esperanza entrando a codazos y empujones al recinto colmado de murmullos, con olor a gente, a cirios, a plegarias…

Están hincados. El rostro de ella —anciano rostro de arrugas nobles— clavado en el rostro canela de la Virgen. El rostro infantil —como barro recién hecho—mirando asombrado; los candiles —arañas luminosas— y los pilares grandototes, y los santos entumidos, y los mármoles veteados, y sus manos y las de la Virgen ¡iguales y morenas! y… —Vámonos, hijo, ya verás cómo la Virgen te cura, yo ya se lo pedí.

Salen con las manos enlazadas y latiendo la esperanza. Ya hay más gente, casi imposible andar. Codazos, empujones y apenas consiguen avanzar tres pasos. En el suelo, ante los ojos pobres del hijo, ha caído vibrante una moneda de a peso. Se suelta de su madre y se arroja avaro inocente, a recogerlo…

Cuando se levanta, apretando triunfal el peso, una ola humana lo separa de su madre. Angustia. Desesperación. Gruñidos. Y luego un grito nuevo y fresco —el grito del milagro— se escapa de su garganta y se estrella, muriendo, en la indiferencia de la muchedumbre:

—¡Mamáaaaaa…!

J. David Barbosa M.
No. 55, Noviembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 344