Yo, el supremo


Abrió el diario y vio que encabezaba la columna de Necrológicas. Que a tal hora, en el cementerio tal, sus restos…

—¡Lástima que no pueda concurrir! —se lamentó—. Si pudiera, lo haría de buen grado. ¡Y cómo me lloraría!…

Ariel Méndez
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 113

Castración

El día en que lo iban a emascular, el libro se puso en pie y corrió a ocultarse en los estantes. Tras él, el inquisidor corrió con la tijera en mano. Oculto tras la Iliada el pobre libro lloraba angustiado ante su cruel destino: ya no volvería a ser el mismo. Era un libro al agua. Perdidas aquellas pequeñas partes del contexto, el libro perdería la capacidad de estremecer a sus lectores. Lloró hasta que el verdugo tomó su hombría y fue a mostrársela.

En un frasco de formol, flotaban, libes e inalcanzables, los dos pequeños e insignificantes textículos.

Juan José Rodríguez
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 121

Magister Ludi

—¿Quién dicta la moral, la conducta humana, el bien o el mal? —pregunta la alumna en la clase de ética.

—El hombre establece sus normas, sus propias reglas de convivencia; es un ente social, dependiente de los demás —responde la maestra con habilidad y soltura.

—O quizá Dios, él podría hacerlo —opina un compañero de clase.

—¿Y él, cómo lo hace; jugará a la perfección o simplemente se divierte? O tal vez, a la manera de León Felipe, la partida se la están ganado y el resultado somos nosotros —dice la alumna tomando sus libros y encaminándose hacia la salida del salón.

—La clase ha terminado —murmura la maestra.

Teresa Corona Vázquez
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 120

La sospecha


Un hombre perdió su hacha; y sospechó del hijo del vecino. Observó la manera de caminar del muchacho —exactamente como un ladrón—. Observó la expresión del joven —idéntica a la de un ladrón—. Observó su forma de hablar —igual a la de un ladrón—. En fin, todos sus gestos y acciones lo denunciaban culpable de hurto.

Más tarde el hombre encontró su hacha en un valle y cuando volvió a ver al hijo de su vecino todos los gestos y acciones del muchacho le parecieron muy diferentes de los de un ladrón.

Lie Yukou
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 116

El fantasma amigo


ABERDEEN, Escocia, 8 de mayo.— Sir John Forbes, “el fantasma amigo”, del Castillo de Craigievar, ha sido invitado a una boda en el edificio donde vivió hace tres siglos.

Kirstine Forbes-Sempill, de 24 años de edad, hija de la gobernadora de Craigievar, se unirá en matrimonio el 1º. de junio próximo, en el Castillo, con John Cable, de 29 años de edad, que es contador. La invitación formal a Sir John está en la chimenea del vestíbulo del Castillo.

“La invitación es para Sir John y los demás fantasmas del Castillo, para que asistan a la boda”, declaró Lady Sempill, gobernadora de la propiedad. “Vi uno de los fantasmas hace unos años. Hay ocho o diez”. A Sir John se le ha llamado “el Colorado” porque tiene el pelo de vivo color rojo.

Hay en la lista 150 convidados, sin incluir a los fantasmas.

Agencia A. P.
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 111

Omniciencia

Te miro. Me miras. En china se rompe un plato.

Pongo mi mano sobre tu mano. En Gibraltar llueve sin prisa entre la luna del cielo y la luna del mar.

Dices: Te amo. Picasso traza un garabato genial en la espalda desnuda de un ángel.

Y sobre nuestras cabezas, el cielo se llena de pájaros.

Sabina Berman
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 88

Los tres cochinitos y el lobo desalmado

Llega el lobo feroz a la casa de los tres cochinitos. Con engaños logra que le abran la puerta. Los pequeñuelos lo contemplan con los ojos abiertos como platos y… ¡le ponen una chinga feroz entre los tres…!

Cochinita, como toda mamá precavida, los había inscrito en un curso de karate…

María Elena Solórzano
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 87

Tarea agotadora

Anoche, mientras todos dormían hice desaparecer los colores de las cosas. Luego desaparecieron las formas: todo se volvió negro, aunque todavía con algunos destellos. Desaparecieron del mundo las otras personas, sus ideas, sus opiniones, los productos de sus investigaciones, sus deseos más o menos satisfechos, sus animales domésticos. También desaparecieron las plantas, y los insectos, y los animales salvajes y el sol de mediodía en las antípodas. Hice desaparecer los sonidos, desde el llanto del bebé de arriba hasta la sinfonía del Nuevo Mundo, y también el roce de las patas de las hormigas en los armarios de mi cocina. Y el gusto de la sal, y las sensaciones de calor y frío, y las reproducciones de la Gioconda, y los números equivocados, y los laureles que supimos conseguir. Por último, me dormí.

Luisa Axpe
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 83

¡Puff!

El morocho, con fervor mal disimulado, pugna por encontrar, entre sus pobres recursos, una frase mágica para evitar la desaparición de la muchacha rubia y contundente. Sabe que si no la encuentra probará, como última posibilidad, con la remanida y grosera (no se engaña al respecto) “Qué trasero tenés”, seguida de algún adjetivo o sustantivo como: rubia, yegua, guacha; y ahí se acaba su creatividad. Debe, rápidamente, suplir sus carencias; de otro modo el hechizo se romperá y ese minón infernal desaparecerá para toda la eternidad o, en el mejor de los casos, sufrirá una horrible transformación en ama de casa o madre de familia o anciana senil o (lo que él más teme) incansable productora de hombres. Un encantamiento tiene lugar en ese momento y sólo en ese momento. Frente a sus ojos está una muchacha obviamente no de este mundo o, cuando menos, no de su mundo. No se pregunta cómo apareció, pero sabe, está seguro, que sólo la frase mágica podrá retenerla. Tendría que haber leído más y mejor. ¡Maldito fobal! Señorita, por favor… Lo mirará de arriba abajo, encogerá los hombros y puff…, se hará humo, ofendida para colmo.

La muchacha llega a su lado; va a sobrepasarlo. Él abre la boca dispuesto a decir cualquier barbaridad. Ella mira con ojos grises y asoma entre los labios la punta de la lengua y detiene su andar de felino mimoso y sus muslos rozan los pantalones de él y una mano, infinitamente delicada, le roza las partes nobles y una voz, suave y aterciopelada, como la de un ángel, le dice “¿Quieres hacer el amor, morocho?”.

Y es entonces cuando puff…; el morocho se hace humo.

Miguel Becher
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 73

Una historia sin historia

En mi mente surgió la idea, era una historia hermosa y seductora que, sin duda, iba a gustar mucho. Estaba seguro. Tomé la pluma y la sentí cargada de tinta, como si su cuerpecillo cilíndrico estuviese bañado por sangre viva. La puse sobre la cara de papel blanco, más no escribió ni hubo marca ni huella de su acerada punta. La oprimí contra la superficie. ¡Nada! La estrujé para obligarla a vomitar el color azul de su tinta. ¡Nada! La desarmé y palpé su entraña. La sangre que debía correr por su canal venoso estaba seca. La armé con furia y la sentí fría e inerte. ¡Estaba muerta! La puse en un lado del escritorio y la contemplé pasmado y pensativo. Pero… que pena, pues para entonces, mi historia, se me había olvidado.

Max Montero
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 71

El hombre sin carga

Un monje le preguntó a Tchao Tchú:

—¿Qué debe hacer un hombre que no lleva nada sobre él?

—Que lo tire lejos —afirmó Tchao Tchú.

—¿Qué debe tirar si no lleva ninguna carga?

—En ese caso, que continúe llevándola —repuso Tchao Tchú.

Budismo Chan
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 65

Eleonora

  • Tu humedad en mí.
    Despierto.
    Mi humedad en nada.
    Patricia Aridjis

Cierro los ojos. Nos rozamos. Experimento tus manos frías. A cada caricia tuya, a cada caricia mía, una respuesta. Con la humedad de tus besos, mis pezones, como enfurecidos, disparan hacia ti. Juego a ocultarlos con mi pelo, y una y otra vez tú los descubres. Reímos. Alzas la cara, nos miramos. Con tus cinco sentidos me exploras en forma detallada. Del mismo modo minucioso te recorro luego. Agasajo, soy agasajada. Te palpo, me sorprendes, retrocedo… te recibo, me atraviesas. Enroscamos nuestros brazos y piernas y bailamos. Primero suave, después tan repetida y ferozmente, que si alguien nos encontrara ahora, no podría asegurar si nos amamos o peleamos. La danza dura hasta que gimo como leona herida y tú sonríes complacido. Poco a poco voy respirando con sosiego. Lo mismo te sucede. Me desmontas. Mi cuerpo tirita y deseo tu abrazo. Te busco con mi mano, pero sólo encuentro el frío plano de las sábanas. ¿Por qué siempre después de los placeres solitarios me sentiré tan desolada?

Ana María Carrillo
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 60

Si yo muero primero

Mi padre es un hombre de fortaleza extraordinaria y un mecánico estupendo. Ambas afirmaciones han sido ratificadas por los años.

A la muerte de mi madre, papá, en su desesperación, construyó una réplica exacta de su esposa. Una muñeca de tamaño natural con mecanismo de cuerda, que fue un verdadero éxito en la familia. Hasta yo, que al principio miré el invento con desconfianza, sin darme cuenta, cierta noche me descubrí contándole mis problemas.

Con el tiempo muchos otros parientes murieron y fueron sustituidos por dobles de cuerda. De seguro heredé algo de la fortaleza legendaria de mi padre, pues llegó el día en que sólo él y yo quedábamos. Las reuniones familiares eran terriblemente engorrosas: entre plática y plática minutos preciosos en dar cuerda a todo el que lo necesitaba.

Un invierno, papá y yo caímos gravemente enfermos. Pensé que yo tenía más posibilidades de sobrevivir, por ser menos viejo. Sin embargo, mi padre, a despecho de la enfermedad, no dejaba de trabajar en mi doble. “Tiene que estar listo cuanto antes”, dijo, “no quiero pasar sin ti los años que me quedan por delante”.

Víctor Luis González
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 59

Misterio sagrado


Juan Jacobo Bajarlía se remite a los nueve libros de la Sibila de Cumas, la que los ofreció en venta a Taquino el Soberbio en trescientos escudos, cifra que le pareció excesiva. La sibila quemó tres de los libros y pidió a Tarquino por ellos la misma cantidad. Despreciando Tarquino nuevamente la que consideró también extravagante demanda, la Sibila quemó otros tres, insistiendo en que por los tres últimos que quedaban le diese la misma cantidad de dinero, amenazando con arrojarlos al fuego si se le regateaba. Tarquino aceptó al fin, intuyendo algún misterio sagrado, puso en custodia de los patricios, en el Capitolio, los tres libros, que fueron luego consultados por los romanos cuando la República estaba en peligro. Se dice que un incendio destruyó los libros, pero que en verdad uno se salvó: era el último, y abierto por Sila comprobó sólo contenía estas líneas: “La escritura fue inventada para que los hombres perdieran la memoria”.

Juan Jacobo Bajarlía en “Historias de monstruos”
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 57

Memoria


Cuando alguien muere, sus recuerdos y experiencias son concentrados en una colosal computadora, instalada en un planeta invisible. Allí queda la historia íntima de cada ser humano, para propósitos que no se pueden revelar.

Enfermo de curiosidad, el diablo ronda alrededor de ese planeta.

Edmundo Valadés
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 53

El otro mundo


—Estoy enamorada de mi reflejo —me dijo Alicia—, ¿puedo ir con él?

—¿Te dejará visitarlo? —le pregunté sonriendo.

—Sí.

—Bueno, pues entonces ve.

Sólo comprendí que mi hija no me hablaba del espejo cuando por la noche sacamos su cuerpo de la alberca.

Francisco Guzmán
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 52

Por aquello de las soledades

Los viejos cartabones de siempre. Una mujer, la vida y el gran vacío de las inutilidades. Buscar la libertad, arañarla inclusive en los muros, lamerla en las hojas que caen por otoño de los árboles, engendrarse en aire imaginando espacios y concluir al final de muchos sueños con las manos llenas de arenas de otros ríos.
¿Y lo que va por dentro? Toda la rabia y las lágrimas de domingo, todos los azufres de demonios no resueltos, no mirados, ni siquiera tan esbozados. Y las ganas de querer y el miedo revolviendo todo como en un enorme pastizal al viento; al atreverse, al osar; las yemas de los dedos siempre frías y el calor de los huesos formando caminatas en la mente. ¿Y todo esto por dónde? Por las calles con ruido, por los otros ojos ávidos, por los contactos inacabados, por el yo durmiendo ausencias y soles de otros tiempos.

Y así la soledad, y el miedo gustoso por la casa silenciosa, por la gota de agua que recuerda las mil monotonías; la rutina feroz como un escape que encierra ecos de guitarra en cajas de latón semioxidadas, soledad humeante, personal, inacabada, y el amor por la verde, cobrizazo tal vez por los lentos estares de las esperanzas.
Las sonrisas, como no, iluminando los labios en recuerdo de la siempre-alegría, aquella que ronda los espejos interiores. Y también la sonrisa que vive por las manos y se atreve en el punto exacto de los ojos, la que busca a destajo los signos de ternura para luego morirse entre los llantos.

El esbozo de mujer o de aquella niña que inventó silencios subiendo por la luna creciente, mendigando las horas que realmente se viven y que duermen por ahora tras esos horizontes que suenan al descuido en el tic-tac de los relojes.

Y la mujer con miedo, la que transporta miedo a los cuatro costados de los miedos de otros, no entiende nunca nada; se pone un sombrerito agobiado de flores, mira hacia atrás el alma con demasiada cautela, pone una mordaza de oscuridad al grito y luego en un revuelo de falda semiajada, mientras julio le llueve las ventanas, se reconoce mujer, ausencia, tiempo malogrado, mujer sin oficio, pero mujer a su manera.

Beatriz Sanromán
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 48

Pigmalíon


En el lecho nupcial, Pigmalión reposa sus excesos. Con hartura de vino y placer, enervado por la felicidad inesperada, duerme un sueño basto: ronca.

Su obra animada lo observa. El solo recuerdo de los toscos abrazos parece magullar aún su carne novicia; el eco de sus frases imperiosas e incoherentes lastima todavía sus oídos; la manera con que se pringó al comer, su aliento áspero y el hedor repelente de sus axilas, hacen que lo siga observando con helada objetividad.
Libre ya de la sorpresa, del inconsciente fingimiento, un codo en la almohada lo estudia detenidamente.

—¿Cómo hacer para que este hombre cambie?

Olga Harmony
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 46